Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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El hermano Francis movió la cabeza.

— Ayer, por ser domingo, reverendo padre, no tuvimos que observar silencio, y en el recreo contesté algunas de las preguntas de los muchachos. Pensé…

— Pues tus muchachos han imaginado una encantadora solución, querido hijo. ¿Sabes que a quien encontraste allí fue al mismísimo beato Leibowitz?

Francis quedó sorprendido y después meneó nuevamente la cabeza.

— No, reverendo padre, estoy seguro de que no puede ser. El beato mártir no haría una cosa así.

— ¿Qué es lo que no haría?

— No perseguiría a alguien tratando de pegarle con un palo que tenía la punta de hierro.

El abad se secó la boca para ocultar una sonrisa involuntaria. Trató de parecer pensativo.

— No sé nada de esto. ¿Eres tú ese alguien a quien perseguía? Comprendo, es lo que suponía. ¿Contaste esto a los demás novicios? ¿Sí, eh? Pues mira, ellos no excluyeron la posibilidad de que fuese el beato. Dudo que haya mucha gente a quien el beato persiguiese con su palo, pero… — Se calló, incapaz de contener la risa que la expresión en la cara del novicio le producía —. Está bien, hijo, pero ¿quién supones que pudo ser?

— Pensé que era un peregrino que recorría el camino para visitar nuestra capilla, reverendo padre.

— Todavía no es una capilla y no debes llamarla así. Pero de todas maneras no pensaba visitarla o, por lo menos, no lo hizo. No pasó ante nuestra puerta, a menos, claro está, que el vigía durmiera. Y el novicio que estaba de guardia niega haberse dormido aunque admite que aquel día se sentía amodorrado. Así que, ¿qué es lo que sugieres?

— Si el reverendo padre abad me perdona, yo mismo he estado de guardia algunas veces.

— ¿Y…?

— Bueno, en un día brillante en el que lo único que se mueve son los buitres, después de unas horas se empieza a mirarlos.

— Conque sí, ¿eh? ¿Cuándo se supone que hay que mirar el camino?

— Y si se mira demasiado hacia el cielo, llega un momento en que se pierde la lucidez… no se puede decir que dormido, pero sí algo así como abstraído.

— ¿Y esto es lo que haces cuando estás de guardia? — gruñó el abad.

— No necesariamente. Quiero decir que no, reverendo padre, de haberme ocurrido no lo sabría, no lo creo. El hermano Je… quiero decir que un hermano a quien sustituí un día estaba así. Ni siquiera se había dado cuenta de que había llegado la hora del cambio de guardia. Estaba sentado en la torre mirando el cielo con la boca abierta. Como ausente.

— Sí, y la primera vez que tú te amodorres de este modo, llegará una horda pagana de guerreros de Utah, matará a algunos jardineros, cortará el sistema de irrigación, estropeará nuestras cosechas y llenará el pozo de piedras, antes de que tengamos tiempo de defendernos. ¿Por qué pones esa cara tan…? Ah, lo había olvidado, tú procedes de Utah, ¿verdad? Pero no te preocupes, puede que después de todo tengas razón acerca del vigía, quizá no vio al viejo. ¿Estás seguro de que se trataba de un viejo común y corriente y nada más? ¿No era un ángel o un beato?

La mirada del novicio se detuvo pensativamente en el techo y después se posó rápidamente en la cara de su superior.

— ¿Los ángeles y los santos tienen sombra?

— Sí, quiero decir no, quiero decir… ¡cómo voy a saberlo! Él la tenía, ¿verdad?

— Pues… era tan pequeña que casi no se le notaba.

— ¿Que?

— Era casi mediodía.

— ¡Imbécil! No te estoy pidiendo que me digas lo que era. Yo lo sé muy bien, si es que lo viste. — El abad Arkos dio unos golpes sobre la mesa para dar mayor énfasis a sus palabras —. Quiero saber si tú… ¡tú!, estás seguro, más allá de toda duda, de que se trataba de un viejo común y corriente.

Aquella clase de interrogatorios desconcertaban al hermano Francis. En su propia mente no existía ningún límite preciso que separase lo natural de lo sobrenatural, sino más bien una zona crepuscular intermedia. Había cosas que eran claramente naturales y cosas que eran claramente sobrenaturales; pero entre esos dos extremos cabía una región de confusión (la suya) — lo preternatural —, donde las cosas hechas de simple tierra, aire, fuego o agua tendían a comportarse de modo perturbador como Cosas. Para el hermano Francis, esta región incluía todo lo que podía ver, pero no podía comprender. Y el hermano Francis jamás estaba seguro «más allá de toda duda», como el abad le pedía que estuviese, de comprender exactamente de qué se trataba. Así, al poner la pregunta en el tapete, el abad Arkos involuntariamente había lanzado al peregrino del novicio a la zona intermedia; a la misma perspectiva de la primera aparición del hombre como un despojo negro sin piernas que se arrastraba en medio de un lago que un espejismo de calor había creado en el camino; en la misma perspectiva que había ocupado momentáneamente cuando el mundo del novicio se redujo hasta no contener nada sino una mano ofreciéndole un poco de comida. Si alguna criatura más que humana decidía disfrazarse de humano, ¿cómo iba él a descubrir su disfraz o a suponer su presencia? Si tal criatura no desease que recayeran sospechas sobre ella, ¿no se acordaría de producir sombra, dejar huellas y comer pan y queso? ¿No masticaría hojas aromáticas, le escupiría a un lagarto y se acordaría de imitar la reacción de un mortal que ha olvidado ponerse las sandalias antes de pisar el suelo ardiente?

Francis no se decidía a estimar la inteligencia o el ingenio de los seres infernales o celestiales, o a imaginar la extensión de sus cualidades histriónicas, aunque presumía que tales criaturas eran infernal o celestialmente inteligentes. El abad, al plantear tan claramente su pregunta, había formulado la naturaleza de la respuesta de Francis, es decir: tomar en consideración la pregunta en sí misma, a pesar de no haberlo hecho previamente.

— ¿Bien, hijo?

— Reverendo padre, ¿no supone que puede haber sido…?

— No te pido que supongas. Quiero que estés completamente seguro. ¿Era o no una persona común y corriente, de carne y hueso?

La pregunta era aterradora. Y el hecho de que se viese dignificada, al proceder de labios de una persona tan exaltada como su abad, la hacía aún más aterradora, a pesar de poder ver con claridad que su superior la planteaba tan sólo porque deseaba una respuesta en particular y la deseaba ardientemente. Y si mostraba tal interés, la pregunta debía ser importante. Y si era lo suficientemente importante para un abad, entonces lo era muchísimo más para el hermano Francis, el cual no se atrevía a equivocarse.

— Creo… creo que era de carne y hueso, reverendo padre, pero no exactamente «común y corriente». En algunos aspectos era muy poco común.

— ¿En qué aspectos? — preguntó el abad Arkos, secamente.

— Pues… la puntería que tenía al escupir. Y sabía leer, creo.

El abad cerró los ojos y se acarició las sienes con aparente exasperación. Qué fácil habría sido decirle sencillamente al muchacho que su peregrino era sólo algún viejo vagabundo y después ordenarle que lo considerase de ese modo. Pero al haberle permitido al muchacho saber que la pregunta era posible, restaba efectividad a la orden antes de ser pronunciada.

Hasta donde el pensamiento podía ser gobernado, sólo cabía ordenarle seguir lo que la razón afirmaba; de hacerlo de otro modo, no obedecería. Como director prudente, el abad Arkos no daba órdenes en vano cuando sabía que era posible desobedecer y obligar no lo era. Era mejor apartar la vista que dar órdenes no efectivas. Había hecho una pregunta que ni él mismo podía contestar razonablemente, pues jamás vio al viejo, y debido a ello, tampoco tenía derecho a exigir la respuesta.

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