Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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Pero los príncipes, haciendo caso omiso de las palabras de sus hombres sabios, se dijeron: «Si ataco lo suficientemente aprisa y en secreto, destruiré a los demás mientras duermen y no habrá nadie que me responda; la Tierra será mía».

Tal fue la locura de los príncipes, y a ella siguió el Diluvio de Fuego.

En algunas semanas — algunos decían que días — todo terminó. Las ciudades se convirtieron en un amasijo de vidrios rodeado de una vasta extensión de escombros. Las naciones desaparecieron y la tierra quedó cubierta de cuerpos de hombres y de ganado; de toda clase de bestias: junto con los pájaros del aire y todos los seres que volaban, todos los que nadaban en los ríos, se arrastraban entre la hierba o se ocultaban en madrigueras, enfermaron y murieron, cubriendo la tierra, y, pese a todo, en donde los demonios del Fallout quedaron desperdigados, durante un tiempo los cuerpos no entraron en putrefacción, a no ser los que estaban en contacto con la tierra fértil. Grandes nubes de ira se tragaron los bosques y prados, secaron los árboles y destruyeron las cosechas. Donde antes existía la vida, se extendían grandes desiertos, y en los puntos de la Tierra donde los hombres subsistían, habían enfermado todos debido al aire envenenado. Por ello, y a pesar de que algunos escaparon de la muerte, ninguno quedó intocado; y muchos, hasta en esas tierras donde las armas no habían atacado, murieron debido a la contaminación del aire.

Por todo el mundo los hombres iban de un lado para otro creándose una gran confusión de lenguas. Cundió la furia contra los príncipes y sus servidores y contra los magos que habían ideado las armas. Pasaron los años y la Tierra todavía no estaba limpia. Así constaba claramente estipulado en la Memorabilia.

De la confusión de lenguas, de la mezcla de los supervivientes de muchas naciones y del miedo, nació el odio. Y el odio dijo:

«Vamos a lapidar, destripar y quemar a quienes hicieron esto. Hagamos un holocausto con quienes idearon este crimen, junto con sus mercenarios y sus sabios; quemémoslos, que mueran junto con sus obras, sus nombres y hasta su recuerdo. Destruyámoslos a todos y enseñemos a nuestros hijos que el mundo es nuevo, que no sepan nada de los hechos antes ocurridos. Hagamos una gran simplificación y después el mundo comenzará de nuevo.»

Así fue que, después del Diluvio, el Fallout, las plagas, la locura, la confusión de lenguas y la ira, comenzó la época sangrienta de la Simplificación, cuando unos supervivientes de la raza humana aniquilaron a otros supervivientes miembro a miembro, mataron gobernantes, científicos, dirigentes, técnicos, maestros y cualquier persona que los adalides de la enloquecida multitud considerasen merecedora de la muerte por haber ayudado a hacer de la Tierra lo que era. Nada era tan odioso a los ojos de esa multitud como los hombres cultos, al principio porque sirvieron a los príncipes y más tarde porque se negaron a unirse a la riada de sangre y trataron de oponerse a la chusma, a la que motejaban de «gente simple sedienta de sangre».

La chusma aceptó alegremente el nombre y gritó:

«¡Simples! ¡Sí, sí! ¡Soy simple! ¿Eres simple? ¡Construiremos una ciudad y la llamaremos «Ciudad Simple» porque para entonces todos los bastardos inteligentes que causaron esto estarán muertos! ¡Simples! ¡Vamos! ¡Esto les servirá de lección! ¿Hay alguien aquí que no sea simple? ¡Si lo hay, coged al bastardo!»

Para escapar de la ira de aquella multitud de simples, los hombres cultos que quedaban con vida huyeron a cualquiera de los santuarios que les ofrecían asilo. La santa Iglesia los recibió, los vistió con hábitos monacales y trató de ocultarlos en tantos monasterios y conventos como habían sobrevivido y que podían ser habitados de nuevo, porque las religiones no eran muy despreciadas por la multitud a no ser que la desafiasen o aceptasen el martirio.

A veces el santuario era seguro, pero en general no resultó así. Los monasterios fueron invadidos; los archivos y libros sagrados, quemados; los refugiados, apresados y juzgados sumariamente y colgados o quemados. Al poco tiempo de iniciada, la Simplificación dejó de tener un plan o un propósito y se convirtió en un loco frenesí de crímenes en masa y destrucción, como sólo puede ocurrir cuando los últimos restos del orden social desaparecen. La locura se transmitió a los niños, acostumbrados como estaban, no sólo a olvidar, sino a odiar, y oleadas de furia se reprodujeron esporádicamente hasta la cuarta generación después del Diluvio. Entonces, la ira se dirigió, no contra los sabios, pues ya no quedaba ninguno, sino contra los que sabían leer y escribir.

Isaac Edward Leibowitz, después de buscar infructuosamente a su esposa, se refugió en los cistercienses, con quienes permaneció oculto durante los primeros años del Posdiluvio. Después de seis años, marchó de nuevo al lejano suroeste en busca de Emily o de su tumba. Allí se convenció de su muerte, porque en aquel lugar, ésta fue la triunfadora incondicional. Allí, en el desierto, hizo un juramento. Después volvió con los cistercienses, tomó su hábito y al cabo de unos años se ordenó sacerdote. Reunió algunos cofrades con él y les hizo una proposición. Después de unos años, aquella propuesta se «filtró» hasta Roma, que ya no era Roma — que ya no era una ciudad —, pues se había trasladado tres veces en menos de dos décadas, después de haber permanecido en el mismo sitio por dos milenios. Doce años después de haber hecho su proposición, el padre Isaac Edward Leibowitz obtuvo permiso de la Santa Sede para crear una nueva comunidad de religiosos, llamada de San Alberto Magno, maestro de santo Tomás y patrón de los científicos.

Su cometido no anunciado, y al principio sólo vagamente definido, era conservar la historia humana para los tataranietos de los nietos de los simples que querían destruirla. Su primer hábito fue un trozo de arpillera y una correa, uniforme de las turbas de simples. Sus miembros eran o bien «contrabandistas de libros» o «memorizadores», según la tarea asignada. Los contrabandistas llevaban clandestinamente libros al sudoeste y los enterraban allí en barriles. Los memorizadores se aprendían de memoria volúmenes enteros de historia, escrituras sagradas, literatura y ciencia por si algún infortunado contrabandista de libros era apresado, torturado y obligado a delatar dónde estaban enterrados los barriles. Mientras tanto, otros miembros de la nueva orden encontraron una fuente a unos tres días de viaje del escondite de los libros y empezaron a construir un monasterio. El proyecto, que el pequeño remanente de cultura humana se proponía salvar del resto de los humanos que pretendían fuese destruida, se puso entonces en marcha.

Leibowitz, mientras cumplía con su turno de contrabandista, fue descubierto por un simple; se trataba de un técnico renegado a quien el monje perdonó de inmediato, a pesar de haberlo identificado no sólo como a un hombre culto, sino también como especialista en el campo de los proyectiles. Cubierto con una capucha de arpillera, fue martirizado sin dilación; fue estrangulado con una soga, sin apretarla lo suficiente para romper el cuello, y al mismo tiempo lo asaron vivo, zanjando así una disputa entre la multitud, respecto al método de ejecución.

Los memorizadores eran pocos y su memoria limitada.

Algunos de los barriles de libros fueron encontrados y quemados, al igual que varios de los contrabandistas. El propio monasterio fue atacado tres veces antes de que la locura se apaciguase.

Del vasto almacenamiento de conocimiento humano, sólo algunos barriles de libros originales y una lastimosa colección de textos copiados de memoria sobrevivieron en posesión de la orden en la época en que la locura terminó.

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