Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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Ahora, después de seis siglos de oscuridad, los monjes cuidaban todavía su Memorabilia, la estudiaban, copiaban y volvían a copiar, y esperaban pacientemente. Al principio, en tiempos de Leibowitz, presumían — y casi anticipaban como probable — que la cuarta o quinta generación empezaría a querer recobrar su herencia. Pero los monjes de aquella época no contaban con la habilidad humana para generar una nueva herencia cultural en un par de generaciones si una más antigua es totalmente destruida; lo harían movidos por legisladores y profetas, genios o maníacos, a través de un Moisés, a través de un Hitler o de un ignorante, pero tiránico abuelo; una herencia cultural puede ser adquirida de la noche a la mañana, y muchas lo fueron de este modo. Pero la nueva «cultura» era una herencia de la oscuridad en la que «simple» quería decir lo mismo que «ciudadano» y lo mismo que «esclavo».

Los monjes esperaron, sin importarles que el conocimiento que habían salvado fuese inútil, que buena parte de él no fuese ya comprensible y que para ellos fuese a veces tan inescrutable como lo sería para un muchacho salvaje y analfabeto de las colinas. Este conocimiento estaba vacío de contenido, la importancia de su tema había desaparecido hacía mucho, pero, sin embargo, tenía una estructura simbólica que era peculiar en sí misma, y cuando menos esta trama simbólica podía ser observada. Estudiar el modo en que un sistema de conocimientos estaba entrelazado era aprender por lo menos un mínimo de conocimiento, del conocimiento, hasta que algún día — algún día o algún siglo — apareciese un integrador y las cosas fuesen puestas nuevamente en su sitio.

Por lo tanto, el tiempo no tenía importancia. La Memorabilia estaba allí, se les había conferido el deber de preservarla y lo harían, aunque la oscuridad del mundo se prolongase durante diez siglos más o hasta diez mil años, porque ellos, aunque nacidos en esta era de oscuridad, eran aún los mismos contrabandistas de libros y memorizadores del beato Leibowitz. Cuando salían de su abadía, cada uno de ellos, los profesores de la orden — desde el encargado de los establos hasta el abad — llevaban como parte de su hábito un libro, generalmente un breviario, colgado de una correa.

Antes de cerrar el refugio, los documentos y las reliquias fueron sacados secretamente y reunidos uno por uno y con suma discreción por el abad. Se convirtieron en no investigables y fueron probablemente encerrados en su despacho. A efectos prácticos era como si se hubiesen desvanecido. Todo lo que desaparecía en el despacho del abad no constituía un tema apropiado para la conversación en público. Era algo que sólo se podía comentar en voz baja en los pasillos desiertos. El hermano Francis no oía nunca los comentarios, que gradualmente disminuyeron, sólo para revivir cuando, una noche en el refectorio, un mensajero de Nueva Roma conferenció, en voz baja, con el abad y una pequeña parte de su conversación llegó a las mesas vecinas. Los comentarios se mantuvieron unas semanas después de la partida del mensajero y volvieron a disminuir.

El hermano Francis Gerard, de Utah, volvió al desierto el año siguiente y ayunó en soledad. Una vez más, regresó débil y demacrado, y llamado enseguida a la presencia del abad Arkos, que quiso saber si pensaba mencionar nuevas conferencias con los seres de la corte celestial.

— Oh, no, padre abad; durante el día sólo vi buitres.

— ¿Y por la noche? — preguntó Arkos, suspicaz.

— Sólo los lobos — dijo Francis. Y añadió precavidamente -: Creo.

Arkos decidió no hacer caso de la cauta coletilla y se limitó a fruncir el ceño. El hermano Francis había llegado a la conclusión que cuando el abad fruncía el ceño emanaba de él una energía radiante que viajaba por el espacio con enorme velocidad sin llegar a ser totalmente comprendida, a no ser en términos de su efecto demoledor sobre cualquier cosa que la absorbiese, y por lo general esta cosa era un postulante o un novicio. Francis captó cinco segundos de aquella energía cuando recibió la segunda pregunta.

— ¿Qué me dices de lo del año pasado?

El novicio tragó saliva.

— ¿El… viejo?

— El viejo.

— Sí, dom Arkos.

Tratando de eliminar toda sombra de pregunta en su tono, Arkos zumbó:

— Sólo un viejo. Nada más. Ahora estamos seguros de ello.

— Yo también creo que se trataba de un viejo.

El padre Arkos se inclinó cansadamente para asir la regla de nogal.

¡Plaf!

— Deo gratias!

¡Plaf!

— Deo…

Al ir Francis para su celda, el abad lo llamó desde la puerta.

— Por cierto, se me olvidó decirte…

— ¿Sí, reverendo padre?

— Este año no hay votos — murmuró apagadamente, y se encerró en su despacho.

7

El hermano Francis pasó siete años en el noviciado, siete vigilias de cuaresma en el desierto, y se convirtió en un perfecto imitador de los aullidos de los lobos. Para divertir a sus camaradas, llamaba a la manada que rondaba la abadía, aullando desde los muros en la oscuridad. Durante el día ayudaba en la cocina, fregaba los suelos y continuaba sus estudios de los tiempos pasados.

Entonces, un día el mensajero de un seminario de Nueva Roma llegó a la abadía, montando un asno. Después de conferenciar largamente con el abad, el mensajero buscó al hermano Francis. Pareció sorprenderse al encontrar a aquel joven, ahora ya un hombre, todavía vestido de novicio y limpiando el suelo de la cocina.

— Hemos estudiado durante estos años los documentos que encontraste — dijo al novicio —, y muchos de nosotros estamos convencidos de su autenticidad.

Francis levantó la cabeza.

— No se me permite mencionar el asunto, padre — dijo.

— Oh, toma. — El mensajero sonrió y le tendió un papel con el sello del abad, en el que, escrito de su puño y letra, decía:

Ecce Inquisitor Curiae. Ausculta et obsequere. Arkos, AOL, Abbas.

— Todo va bien — se apresuró a decir al notar la súbita tensión del novicio —, no te hablo oficialmente; alguien de la corte te tomará declaración más adelante. ¿Sabes, en realidad, que tus documentos hace mucho están en Nueva Roma? Acabo de traer de vuelta algunos.

El hermano Francis negó con un gesto. Sabía quizá menos que nadie referente a las reacciones en los altos niveles de su descubrimiento de las reliquias. Vio que el mensajero llevaba el hábito blanco de los dominicos y se preguntó con cierto malestar cuál sería la corte a la que el dominico se refería. En la región de la costa del Pacífico tenía lugar una inquisición contra el catarismo, pero no se le ocurría la relación que podía existir entre las reliquias del beato y aquella corte. Ecce Inquisitor Curiae, decía la nota. Quizás el abad quería decir «investigador». El fraile parecía ser un hombre de humor tranquilo y aparentemente no llevaba consigo ningún aparato de tortura.

— Esperamos que el caso de la canonización de vuestro fundador se abra pronto de nuevo — explicó el mensajero —. Vuestro abad Arkos es un hombre muy listo y prudente — rió por lo bajo —. Presentando las reliquias a otra orden para que las examinase y sellando el refugio antes de explorarlo en su totalidad… Bueno, lo comprendes, ¿verdad?

— No, padre. Suponía que consideraba el descubrimiento tan trivial que no merecía desperdiciar el tiempo con él.

El dominico se echó a reír.

— ¿Trivial? No lo creo. Pero si vuestra orden presenta pruebas, reliquias, milagros y todo lo demás, la corte tiene que investigar su procedencia. Toda comunidad religiosa está ansiosa de que su fundador sea canonizado. Así que vuestro abad os dijo prudentemente: «Fuera del refugio». Sé que para muchos de vosotros ha sido una decepción, pero será mejor para la causa de vuestro fundador que el refugio sea explorado ante otros testigos.

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