Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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Si todo esto que acabo de escribir es cierto, y yo lo considero tal, queda explicado por qué los españoles contemporáneos suyos experimentaron ante Gómez de la Serna la acostumbrada desconfianza, el desasosiego que la presencia de un intelectual suscita, más un plus de añadidura aconsejado por sus cualidades personales; ante todo, por esa profesión de descubridor de realidades, de perito en ellas, de navegante por sus mares. Pero Ramón no era hombre que sacase, de tal oficio, consecuencias ruidosas: jugaba con dinamita, pero conocía el secreto de evitar su estallido. Y, al ofrecer su juego, la dinamita, en otras manos, permanecía inalterable. ¡Pues menudo sistema anarquista se hubiera podido deducir de sus colecciones de greguerías! Nadie, sin embargo, lo formuló, y acaso ni él mismo, conservador a la postre, se haya dado cuenta. El caso es que las precauciones tomadas por los españoles no fueron las del grillo y la celda, sino las de la risa y la indiferencia. Una revista satírica de las derechas solía llamarle Román Gámez de la Sorna; un crítico de la misma cuerda dijo de él que su único defecto era el de escribir todo lo que pensaba y publicar todo lo que escribía. Cuando salió, en París, a la pista de un circo encaramado a la grupa de un elefante, aquí se comentó, como siempre: «Está loco.» Y si años más tarde se le ofreció alguna especie de homenaje, no fue por su talento, sino por aprovechar políticamente su madrileñismo, para lo cual fue necesario, primero, desvirtuarlo. ¿Qué tendrá que ver lo suyo con el casticismo de verbena?

A Ramón hacía tiempo que no se le dedicaba un libro. No lo hizo, ni se sabe que vaya a hacerlo, el último superviviente del cuadro de Solana y de los fundadores de Pombo, el gran escritor y hombre extraordinario José Bergamín, cuya prosa acostumbran a olvidar los que afirman que la generación del 27 no dio prosistas, los que juzgan la obra de aquel grupo de poetas por lo que dicen los periódicos y no por lo que valen los libros. Tampoco mi generación lo hizo, eso de escribir sobre Ramón, de estudiarlo, de revelarlo, probablemente porque, entonces, la ocasión no la pintaron calva. Y es ahora Francisco Umbral quien lo ofrece, separado de los míos por un cuarto de siglo, ese que tanto significa y que tanto transformó. Francisco Umbral, que probablemente acabará como epónimo de grupo, o de generación, comparece en este prólogo por dos razones: la primera, la más obvia, como autor del libro prologado; la segunda, porque, hasta ahora, hemos tratado de cierta casta de hombres, y Umbral pertenece a ella y la representa con más brillantez de la que pudiera esperarse en un tiempo tan poco apto como el que vivimos para el despliegue público de una personalidad literaria. Hemos tratado de Valle-Inclán y de Ramón; hubiéramos podido hacerlo también de Cela, por los mismos motivos, y por ser quien recogió, a su debido tiempo, una antorcha que, al cabo de cuarenta años, puede entregar cualquier día a su preconizado sucesor entre los escritores visibles. Cela, que vivió y escribió (sigue, por fortuna, viviendo y escribiendo) en los años de mayor hostilidad del cotarro español, se mantuvo en sus trece de aquí estoy yo que valgo más que vos, y se hizo acatar, y todavía en años recientes el glorioso episodio de Archidona le dio ocasión de ejercer esa preeminencia, o prevalencia, conquistada a fuerza de desplantes: más ruidoso, quizá, que sus predecesores: más, por supuesto, que Ramón. Francisco Umbral trae otra fisonomía, y es otra su conducta: como son muy distintas su estética y su prosa, y, por supuesto, los tiempos en que transcurre. Él viene de los años del hambre, que no ha olvidado, que no puede olvidar, que nos recuerda a todas horas, y de esa adolescencia que también nos ha contado, sin demasiados libros aunque con mujeres; hizo su aprendizaje de la vida literaria en un Madrid que ya no era, o empezaba a no ser, el de La Colmena , ese que describe en La noche que llegué al café Gijón. Fue testigo, por tanto, de la más feroz transformación de la sociedad española que se recuerda, de su conquista por la osada clase media baja, cargada de complejos y frustraciones, sedienta de exhibición y de ganancias: una clase dispuesta a ganar dinero y a que se le note, sin sentido de la medida y admiradora de grandiosidades filisteas, cuya más clara expresión estética es el rascacielos de treinta pisos, el rascacielos mediocre que destaca como un mástil en la capital de la provincia, donde aspira a ser uno y preeminente; la clase media de la posguerra y del consumo, presumida de coche y de querida, que destruye las ciudades y la lengua, capaz de todo para «realizarse», que es como se llama ahora al ejercicio conjunto de la injusticia, de la crueldad y del mal gusto. A Umbral, como a otros de su edad, se le abrieron los ojos ante ese espectáculo frenético, que yo no sé si alguna vez le habrá fascinado, pero ante el que, en algún momento de su vida, decidió detenerse y contemplarlo, para cuajar luego sus esencias en palabras, en artículos de periódico. Pero no se quedó en mero contemplador, sino que quiso ser actor sin abandonar su profesión; quiso ser el escritor-testigo al mismo tiempo que el escritor-castigo, y, para ello, lo primero que hizo fue sacar del desuso viejas fórmulas, no poéticas, sino sociales, como el dandismo y el esnobismo (que tan unidos suelen ir), y hacerlas suyas, armas anticuadas, dirían algunos, aunque él mostró que no lo son. Del dandismo tomó el cuidado de la facha y un atuendo, o, mejor dicho, unos principios para construirlo, en un momento en que la sociedad permisiva dejaba de preocuparse de cómo se visten los demás y de cómo se portan (al menos aparentemente), siempre y cuando lo hagan conforme a unas leyes muy precisas, promulgadas, precisamente, por quienes tienen a su cargo el cuidado de la comunidad: los fabricantes. En su virtud, puede usted llevar pantalones blue-jeans , pero no de terciopelo; con tal de que los use (los compre, los gaste, los sustituya), se le permite meter dentro a un anarquista o a un pasota. Umbral puede haber alabado alguna vez los blue-jeans , y de hecho lo hizo, pero en cuanto el símbolo de algunas liberaciones laterales, no de sumisión a la industria y al gusto que representan, menos aún como prenda personal, pues, como decía Ortega, los apartó de sí «con sacro horror de musageta» y se encasquetó un traje de terciopelo, que fue como echarse sobre la espalda una de las más gloriosas tradiciones europeas, aquella que estudió Barbey y entre cuyos componentes se cuenta la impertinencia: virtud que convendría reivindicar como necesaria para el equilibrio social, singularmente de sus estructuras morales. El dandi, pues a él me refiero, interrumpe, con su sola presencia, la satisfacción del filisteo, la complacencia que experimenta al contemplarse; le desquicia o saca de sus casillas como todo lo que no alcanza a comprender. En nuestro tiempo hemos sido testigos de un extraño fenómeno, nunca (que yo sepa) acontecido: todo un grupo social, los jóvenes, decide manifestar por medio de su vestimenta la hostilidad que siente hacia lo constituido; seriamente preocupado, el establishment hace lo posible por desvirtuar el fenómeno, y lo consigue, ¿quién lo duda? Pero, al margen, quienes se asustaron en un principio, al no ver ya peligro, dan salida y expresión a la admiración subyacente y se visten como los jóvenes. Es muy posible que en el hecho haya un componente mágico, algo de conjuro, pero de lo que no cabe duda es de que el pequeño burgués, el filisteo, se ha asimilado las formas (o su carencia) manipuladas por la juventud. Lo cual quiere decir que eran capaces de hacerlo. Pues con el dandismo nunca sucedió otro tanto, y los ensayos fueron siempre fracasos. En el amplio y pintoresco panorama de nuestra sociedad presente, las formas las cultivan los horteras: quiero decir aquellas que les son accesibles. Pero jamás las del dandismo. Umbral, que lo sabe, maneja el adjetivo hortera con precisión y propiedad. No ignora que los que se sientan aludidos son incapaces de vestirse un traje de terciopelo, por la única razón de que, para ello, es menester el ejercicio de un complicado acto de voluntad personal, no la secuacidad [2]a los decretos de un congreso de sastres llevados a la práctica por un consorcio de grandes almacenes. El traje de terciopelo de Paco Umbral es la primera de sus impertinencias, algo así como su proa, o el anuncio de las demás: que se pueden dividir en dos grupos, las sociales y las literarias, aunque siempre expresadas, unas y otras, literariamente. Sería menester, para dilucidar las primeras, averiguar previamente cuál es la ideología de Umbral al respecto, si de una ideología se trata, y no de una nostalgia. ¿Es, acaso, un ácrata? En todo caso, de rechazo y por reducción al absurdo. Para mí, y desde el momento mismo de su madurez intelectual, Paco Umbral echa de menos lo aristocrático, lo distinguido , y no sólo en cuanto a maneras, sino muy principalmente en cuanto a conducta. A Valle-Inclán, en el fondo, le pasaba otro tanto: son personajes que admiran la elegancia, que se rinden a ella. Este ideal, este esquema imposible, esta imagen de nada, permite aplicar a la gente raseros muy estrictos, y no se salva nadie, sea quien sea el sujeto y llámese como se llame. Francisco Umbral tiene en la mente su Oriana, ¿y qué mujer resistiría cualquier comparación? De donde se deriva una vena que lleva a Umbral a coincidir con su admirado Proust y a proclamarse, burla burlando, esnob. ¡Pues claro! Si el colmo de la belleza es la tal Oriana, ¿quién no la admirará? ¿Y quién, lamentablemente, será capaz de igualarla? Porque ambos sentimientos, el de admiración y el de impotencia imitativa, comporta el esnobismo. Si Lucifer es el esnob de Dios, como se viene diciendo por los entendidos, en su estela navega buena parte de la inteligentzia , con bastante frecuencia de manera menos confesa que la de Umbral: quien tiene por lo menos el valor de no ocultarlo. Y creo que de la misma raíz procede su segunda impertinencia, la literaria, de la cual lo que menos importa es que se las cante claras a mucha gente más o menos encastillada en una falsa idea de sí misma, sino ciertos aspectos, más sociales, de su escritura, y, ante todo, la pluralidad de sus voces, es decir, de sus lenguajes, que van, como saben sus lectores, de lo intelectual a lo «canalla». Y aquí hay que traer a colación el recuerdo de Quevedo y no dejarse despistar por la antes mentada admiración proclamada de Umbral hacia Proust. Quevedo, además de la Torre de Juan Abad, señoreó un lenguaje requintado, excesivamente aristocrático, y por eso, por haberlo manejado y hecho suyo, pudo apoderarse también, si no crear, el lenguaje «canalla» de su tiempo. (Proust, que no era hidalgo de solar montañés, que era un pequeño burgués desplazado hacia arriba, jamás se hubiera atrevido.) ¿Se ha pensado que Valle-Inclán, otro de los modelos remotos de Umbral, repite el esquema de Quevedo? Porque también él, Valle-Inclán, fue un hidalgo del Norte, y también recogió la expresión «canalla» después de haber derrochado el lenguaje discriminado y brillante. Pensemos ahora que ni Valle ni Quevedo fueron esnobs. ¿No será el esnobismo de Umbral un ardid o una máscara? Porque también él pasa, pasan sus voces, de un lenguaje a otro, de un ámbito a otro. En cualquier caso, lo mismo que sucedió con Quevedo y con Valle-Inclán, no son sus modos depurados sino los populares, los que se propagan y suscitan, con la admiración, la imitación: al lector de revistas y de diarios no le descubro ninguna novedad si me refiero al gran número de discípulos que le han salido a Umbral: los que repiten su vocabulario cheli o sus trucos sintácticos sin la sustancia que los anima.

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