Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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(Y, a propósito, muy a propósito, no resisto a la tentación de consumir un excurso en el subtema de «Ramón y sus relaciones con la cursilería»; las cuales fueron muy sui géneris , quiero decir singulares y acaso también extravagantes. Por lo pronto, gozó de un especial olfato para descubrirla, como perro que husmea el gazapo, y en sacarla a relucir, como el mismo perro con el gazapo en las fauces. Después la excluye de sí mismo, pudoroso: de su persona, de su atuendo, de su manera de escribir; pero esto no puede hacerse de modo tan radical como él lo hizo, como lo hicieron otros, sin arrancarse «pedazos del corazón», porque son cursis muchas cosas amadas, familiares, personales, y el dolor que así resulta corre el riesgo de ser cursi también. Hay escritores que asumieron lo cursi, llámense Proust o Juan Ramón Jiménez; lo asumieron y asimilaron por medio de una operación estética que no le cambió la naturaleza a lo cursi, sino el lugar en el sistema. Otros, incapaces, buscaron soluciones tajantes. Joyce, por ejemplo, resolvió su problema particular reduciendo el Eros a grosería y cantando arias de ópera, que ya está bien: arias que no se aguantan ni a los profesionales. Ramón, por su parte, busca una solución menos dramática y nada espectacular, una solución inteligente: acumula en una persona del sexo opuesto, próxima a él, toda la cursilería entrañable, y para no excluirla del todo de su vida, por no objetivarla y dañarla [puesto que objetivar es negar el amor], mantiene un puesto por el que mana esa corriente sentimental y ese puente suele ser su corbata . Ramón usaba frecuentemente corbatas cursis, y ¿existe o ha existido algo que lo sea más que aquel maniquí en cuya intimidad vivía? Fue fotografiado varias veces, y es posible comprobarlo. Las mujeres que pasaron por la vida de Ramón, quizá adorables, no fueron menos cursis; pero él y su literatura quedaron incontaminados.)

Continúo: Lo cursi , de Benavente, detrás de su intención satírica, y como soporte de ella en el sentido de ser lo que la hace tolerable al público, mantiene la afirmación de que lo cursi coincide con lo virtuoso en una misma y sola cosa, y que sólo determinados intereses temporales, quiero decir más bien transitorios, lo convierten en risible, si bien una operación mixta de inteligencia y bondad baste por sí sola para restaurar el buen orden. Esta proposición (como otras muchas de idéntica estructura) tranquiliza inmediatamente al espectador, quien, por una parte, es cursi, ama lo cursi, vive en él sumergido, y no es capaz de detectarlo como tal, y, por la otra, acata las convenciones que decretan la ridiculez de la cursilería, las pone en práctica, y hace como si, obediente, se riera. Y todo va bien mientras subsisten, efectivas, las mencionadas convenciones, cuya formulación contiene, además, la lista de lo cursi (como de lo kitsch , o de lo in , o de lo que sea). Pero su vigencia, como la de ciertas leyes, es pasajera: nuevas formulaciones y nuevas enumeraciones sustituyen a la anterior, el ciclo se repite, el que no ha perdido la flexibilidad cambia de gustos, y a otra cosa: es decir, que todo va bien mientras no aparezca un catálogo ex-haustivo, no de lo que es cursi, kitsch o in temporalmente y por decreto, sino perennemente y por naturaleza. ¡Ay! Entonces, las taxinomias [1]se desmoronan, y un catador o connaisseur puede afirmar sin temor a equivocarse, a la vista de sus cejas depiladas y de algún que otro escritor menor, que Roland Barthes es cursi, por ejemplo: como sucedió cuando Thackeray publicó su Libro de los esnobs : que quedó claro quiénes lo eran y quiénes no, y el porqué, y que los había de naturaleza y de ocasión, y cómo hasta los duques podían serlo. Pues con los cursis, el libro de Ramón fue de efectos semejantes: los dejó virtualmente en pañales y sin manera de disimularse; como que ya hay quien ni se toma la molestia de intentarlo. ¡Y cómo proliferan! Si bien la mayor parte de ellos y de ellas se hayan refugiado en la pornografía, en el travestismo y en otras aguas revueltas. ¡Y cuánto cursi anda suelto por ese mundo del rock!

Yo no sé (de eso no entiendo), si esa perspicacia verdaderamente científica de Ramón obedece o le viene de su primitivismo. La tesis principal de este libro (y de su autor, por supuesto) es la de que Ramón fue, en cuanto artista, un primitivo. Bien. Bendito sea si le permitió ver las cosas como son, es decir, en cuanto cosas , en cuanto seres , y no en cuanto eslabones de una cadena o funciones de una estructura. Es importante imaginar (o sea, reconstruir mediante la imaginación) el paso de Ramón por la realidad, su convivencia con los objetos, su visión. ¿Nos atreveríamos a definir ese paso o paseo como cosificador ? De buena gana lo haría si no fuese porque esa palabra corre ya con valor muy distinto, con el valor opuesto. Porque la cosificación operada por Gómez de la Serna es precisamente la contraria de la tan mencionada, ya que afirma y proclama lo que los objetos son y valen en sí mismos. ¿No consiste en eso, en tasarlas una a una y cada una en lo suyo, lo que hace cuando recorre el Rastro y recuenta sus cosas? La visita al Rastro complacía a Ramón: uno, porque le permitía descansar, ya que la realidad le daba hecho lo que él operaba (como se dijo) regularmente: iba al Rastro a descansar; y, dos, porque el Rastro le servía de demostración o prueba, ya que allí se amontonaban los ex objetos, hechos ya cosas por el destino y la vida, convertido el espejo de aguas desvaídas y verdosas en aquello mismo que Ramón había imaginado al con-templarlo en un salón velado con una gasa verde de añadidura. Hay quien piensa que su paso por el circo se asemejaba al que hizo por el Rastro, o viceversa, pero yo pienso que no, que había graves diferencias: porque las cosas del circo las veía como tales cosas, en efecto, pero recuperadas y convertidas en objetos de un mundo distinto, despojados él y ellos de toda utilidad: un mundo en que la fuerza bruta (otra vez Benavente) se disimula y transforma bajo las lentejuelas en fantasía rosada y espejeante que atraviesa el espacio con precisión de bala; en que la muerte esconde su mueca detrás de la geometría y de la física, y que sólo aparece cuando el problema sale mal.

Umbral asegura, y comparto su opinión, que Gómez de la Serna, biógrafo famoso y autobiógrafo, no acertó al cultivar esta clase de géneros. La razón es la misma de su error al acercarse a la novela: no contar con el destino. No contar con él como ingrediente capital de cualquier vida humana, y, por ende, de cualquier personaje literario. Ya sé que semejante afirmación no está de moda, y hasta es posible que las convenciones vigentes hayan decretado su condición de cursi o kitsch , que da igual para el caso; pero eso no le quita ni un adarme de su veracidad, y volveremos a darnos cuenta cuando, hartos de tanta palabrería como nos abruma e impide ver claro, recuperemos las grandes y elementales intuiciones, y ésta lo es. Ramón no la tuvo suficientemente en cuenta, no llegó a comprender que el hombre, que no es un objeto , jamás puede llegar a ser cosa, y, por tanto, sujeto de un proceso de greguerización. Ahora bien, lo que Ramón hace en sus biografías (o en sus novelas), es greguerizar a un hombre o a una imagen humana. ¿Y de qué le vale hacerlo, por ejemplo, con Baudelaire, si de ello no sacamos en limpio más que unas cuantas anécdotas? Que es lo que nos ocurre con la lectura de El doctor inverosímil -pongamos por caso de novela frustrada-: una serie fatigosa de extraños, a veces divertidos, y siempre insuficientes, fragmentos anecdóticos, cuyo valor reside en cada una de las unidades que componen la novela, no en su sistema, porque no existe. Con la unidad siempre precaria que presta un argumento elemental, con algo más de sistema, a las restantes novelas de Ramón las aqueja también la insuficiencia, si se exceptúan algunas de las cortas, como las Seis Falsas . Ramón o la incapacidad para el panteísmo, podría definirse, pues cada cosa se agota en sí misma, y se manifiesta en el desnudo aislamiento de lo irremediablemente individual; pues si un hombre es un cosmos, y eso dicen, Ramón no percibe su conjuro, menos aún su unidad, sino sólo las estrellas fugaces que a veces transitan por su cielo. Y es curioso cómo, al concebirse a sí mismo en Automoribundia (que es, por otra parte, un gran libro), no alcance a verse como tal cosmos, es decir, como algo que gira alrededor de un solo eje, sino que se podrían señalar tres o cuatro distintos, tres o cuatro sistemas, tres o cuatro Ramones.

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