Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias
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Más importante que el éxito editorial de Ramón en determinado momento parisino o italiano, es la impregnación europea que eso le dará siempre a su obra, y aquí tocamos una de las claves del estilo ramoniano, que en otro momento de este libro creo haber rozado, pero sólo rozado. ¿Cómo Ramón, resultando tan español, tan quevedesco, resulta tan escritor europeo de una época y a la inversa? Ramón armoniza a Quevedo con Apollinaire, en su estética, entre otras cosas porque Quevedo y Apollinaire no son tan distantes uno de otro: son ambos puro talento verbal, ante todo.
Ramón utiliza la mecánica vanguardista de la imagen, pero servida por un castellano muy castizo, muy enraizado, lleno de neologismos que él crea como nadie, pero que no son neologismos extranjerizantes, sino volutas y virutas que le saca al castellano más recio y rancio. Así es como consigue Ramón la rara síntesis y el inconfundible acento de su prosa, sin recurrir a la escritura extravagante de los otros vanguardistas españoles, que usan y abusan de la frase corta y el punto y aparte, y que había hecho del laconismo una mística y del telegrama una estética casi siempre risible.
Ya hemos dicho en otro momento que Ramón es el madrileño empedernido que está huyendo siempre de Madrid. Es el supermadrileño a la fuerza. Gracias a eso hizo lo más auténtico de su obra, que es siempre lo enraizado, pero sus escapadas europeas -a Lisboa, a París, a Berlín, a Nápoles, a Suiza- le ponen en contacto con la vanguardia de su tiempo, desde Max Jacob a Reverdy, desde Bontempelli a Picasso (ya afrancesado) y le dejan para siempre la pátina de escritor europeo que, sin caer jamás en pose de cosmopolitismo -otra forma de cursilería-, se salva, como queda dicho y redicho, del realismo galdobarojiano, benaventino en el teatro, que lo impregna todo por entonces en la cultura española.
La realidad, sí, en lugar del realismo. Ese es el gran hallazgo de Ramón en su adolescencia, del primer Ramón. El realismo era una devoción de la época, y Ramón descubre la realidad sin realismo, la realidad inefable, y se propone decirla. Y la dice. El invento es así de sencillo. Nuestros compatriotas habían llegado a confundir realidad con realismo literario. Ramón ve por primera vez que la realidad está un poco más allá del realismo.
Y digo Ramón porque los otros escritores que innovan por entonces en España -Valle, Azorín, Juan Ramón Jiménez- no se quedan tan en la realidad como Ramón. Valle exaspera la realidad en esperpento, Azorín la estiliza hasta amanerarla, Juan Ramón la trasciende de lirismo. El único que no renuncia a la referencia concreta y cotidiana, el único que deja la vida como está, sin violentarla para bien ni para mal, pero sin hacer realismo galdobarojiano, es Ramón Gómez de la Serna.
De Berlín nos dice Ramón que tiene una arquitectura de hombros cuadrados. Nápoles le inspira una novela - La mujer de ámbar , ya aludida aquí-, y Ginebra otra, El gran hotel . Sobre París escribe muchas páginas, aunque casi todas autobiográficas. Ramón ha buscado en Europa, como el intelectual y el artista español de todos los tiempos, una verdad y una variedad cultural de que España ha carecido casi siempre.
Luego, cuando vuelve a España, después de cada uno de sus viajes, la sensación siempre es la misma: sensación de choque contra la realidad española endurecida de realismo. El realismo que descalabra. Una realidad berroqueña, una vida social y cultural estrecha y envenenada. Pero el escritor va tomando conciencia de que esto es lo suyo, aprende esa cosa elemental de que sólo se es alguien en lo de uno.
La gloria del mundo es una moda editorial o una vaga noción cultural. A quien uno tiene que decirle algo es a sus paisanos. Y esto no supone provincianismo, sino reacción contra el cosmopolitismo. La universalización de la palabra es algo que se produce a veces, con ventaja para todos, pero la palabra que más se ha universalizado siempre ha sido la más dialectal, la que iba directa a una tribu concreta. No hace falta insistir ahora en el localismo de Cervantes, de García Lorca, de los pocos escritores españoles universalizados, ni hace falta distinguir este localismo en profundidad del localismo sainetero de los localistas.
Claro que, como ya hemos dicho, la gloria europea de Ramón se va a apagar pronto, porque él es ante todo escritor de época, un escritor de una época, está muy ligado a las vanguardias de los años veinte y pasa con ellas, pese a ser un vanguardista excepcional. Escritor de época, sí, es Ramón antes que nada, pero luego es escritor de siempre. Si el sabor de época es lo que le ha envejecido -de eso no se salva nadie-, el sabor absoluto de escritor vivo es lo que le mantiene vigente para nosotros, secretamente vigente para el futuro. En una prosa muy de la época, Ramón puso la verdad de siempre.
Hemos dicho que una de las claves de su estilo es la fusión de vanguardia europea y barroco español. O lo decimos ahora. Otra clave pudiera ser, en el orden temporal -e1 lenguaje tiene muchas claves temporales-, la fusión del sabor de época con el sabor de eternidad, si se me perdona la ex-presión un poco cursi. Ramón acierta a darnos la vida de siempre, la luz perenne en un lenguaje que es casi el argot culto de una época. Así que por un lado queda demodé , leído hoy, y por el otro nos deslumbra continuamente con iluminaciones sobre la vida, sobre la muerte, sobre el hombre, sobre esas minucias en que ha consistido siempre la literatura, ya que no hay otras.
Muy europeo y muy de la Puerta del Sol, muy de los felices veinte y muy de la prosa legendaria de Castilla, Ramón opera, una serie de síntesis que no siempre se logran, naturalmente, pero que se logran más en él que en otros, me parece a mí. Estas síntesis no responden a ninguna fórmula concreta -podrían estudiarse muchas-, sino al mero talento literario. Ramón, leído hoy, nos suena a la Europa de los veinte. Y este arcaísmo no es el menor de sus encantos ni la menor de sus voces. La otra voz, más duradera y valedera, es la que le hace escritor de siempre. Acierta a realizar en el castellano una revolución de prosa europeísta mucho mejor que Azorín o los modernistas, mucho mejor que los naturalistas traductores de Zola. Es en este siglo el primer escritor español de aventura europea que resulta más que aventura.
31. RAMÓN Y EL PERIODISMO
Escritor de época, hemos llamado a Ramón en el capítulo anterior. Es una definición entre tantas. El escritor de época por antonomasia es el escritor de periódicos, el que ha de estar atento a su época y escribir sobre ella, porque resulta enojoso escribir en los periódicos sobre el pasado o sobre lo eterno. Lo eterno no es noticia. Ramón escribió mucho en periódicos.
Lo primero que lleva al escritor al periódico, en España, es la necesidad económica. El que de verdad es escritor, tanto como el instinto literario tiene el instinto de la supervivencia literaria, y ve en seguida que no va a poder vivir de los libros en un país donde el libro no se vende, no se lee y se cobra mal. Si uno no es catedrático, abogado o rico por su casa, tendrá que escribir en los periódicos. Esta pobreza nacional ha permitido, paradójicamente, que España tenga siempre en sus periódicos el lujo literario de uno o varios escritores. Cosa parecida ocurre en Francia, aunque por otras razones. Después de la motivación económica está la motivación puramente literaria: en un país que no lee libros, hay que escribir en los periódicos si uno quiere que le lean.
Es ya tópico el ejemplo del 98, cuyos miembros hicieron buena parte de sus libros en el periódico, como luego Ortega. De la necesidad se hace virtud y resulta que los libros así hechos -D'Ors es otro caso egregio- no resultan frag-mentarios, sino raramente unitarios y más vivos que el grueso tomo escrito fuera del tiempo y del espacio, en un despacho de escritor. No es que sea la norma, pero escribir en los periódicos no es absolutamente malo para el escritor. Dicen que el periódico quema, pero yo creo que sólo quema al que es excesivamente combustible, al que de todos modos se iba a quemar. Aparte de que en algo hay que quemarse.
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