Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias
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Aunque este libro no es para nada una biografía, no quisiera que quedase sólo en él el análisis del escritor y sus razones, la inevitable estilización ensayística de su figura, descuidando lo que Ramón tenía, claro, de señor corriente, muy referido siempre a los usos y costumbres de su clase social, por más que en buena medida fuese un desclasado sin violencia, un tránsfuga de lo cotidiano a lo insólito.
El señoritismo madrileño es una cosa que ahora va desapareciendo por cuanto los señoritos se han vuelto cosmopolitas y ya casi nunca están en Madrid, mientras que los horteras han ascendido a la condición real o fingida de señoritos. Pero en los tiempos de Ramón el señorito estaba todo el día dando vueltas por la ciudad, entre el café y el Casino, entre el juego y el lupanar. El que nacía señorito, era señorito para toda la vida, y se moría de viejo y de señorito. Acertaban los abrecoches y las floristas llamando señorito al señor de ochenta años, porque lo que le tenía en pie era un señoritismo bien o mal llevado.
Había alguien que, por razones políticas o sociales, se hacía llamar señor, pero a todos les iba mejor lo de señorito, porque el diminutivo implica como una cierta juvenilidad ociosa, y realmente aquellos hombres vivían en diminutivo, vivían en petimetres, en pisaverdes, hasta la muerte longeva. El señorito no es la degeneración del señor, sino el que no ha querido llegar nunca a señor, el que ha preferido quedarse toda la vida de señorito, sin hacer nada, gastando el dinero de papá y bebiéndose su coñac.
Nada de esto va por Ramón, naturalmente, en cuanto que es un hombre que en seguida empieza a trabajar en lo suyo, y no presenta ningún odioso rasgo de prepotencia de clase en su trato con el pueblo de Madrid.
Para interpretar aproximadamente y vagamente definir a Ramón como escritor estoy escribiendo este libro. Para definirle como hombre me bastaría con dos palabras: señorito madrileño. Si Ramón no hubiese escrito lo que escribió, nos quedaría de él un señorito madrileño que usa capa en invierno y sombrero de paja en verano. Ramón vive hasta muy tarde del dinero de su padre, pues el periodismo de colaboración que él hace, por entonces no se pagaba a los noveles, y menos un periodismo tan literario y de lujo.
Pasa mucho tiempo hasta que Ramón empieza a vivir de lo que escribe. Pero, aparte este parasitismo económico, tan característico del señorito, Ramón no pierde nunca ese aire ocioso del madrileño de clase media que no tiene nada que hacer. Lo suyo, quizá, todo lo suyo, visto a esta luz, no es sino un señoritismo sublimado, como al fin y al cabo es lo de Proust.
Señoritos que se propusieron el señoritismo como proyectos de vida. Y menos mal que Ramón tiene algo popular y ancho en su facunda humanidad, que con un poco más de dandismo habría quedado señorito en absoluto. Pensemos, a la luz de esta idea, que toda su obra nace del ocio, de la observación del paseo, de los dones del que no tiene nada que hacer o se ha propuesto no hacer nada. Entender este capítulo que estoy escribiendo como peyorativo sería malentenderlo. Aplicarle ahora a Proust, por ejemplo, una mística del trabajo, quedaría cómico. Pero creo que he insistido bastante, a lo largo de estas páginas, y quizá seguiré insistiendo, en el carácter lúdico y hedonista de la obra de Ramón. Esto nace de su voluntario o involuntario proyecto de felicidad, pero nace, más sencillamente, si le aplicamos una especie de interpretación materialista de la Historia, de que Ramón no tiene nada que hacer.
Su musa es el ocio. Ramón es ocioso. Su encanto es el ocio, ahora lo comprendemos. Se propuso siempre jugar, creo que he dicho. Pero la forma de circunferencia que da a su vida no es sino la forma del ocio. El atractivo último o primero de todo lo que escribe está en que nos viene de un fondo de ocio. Es el tío que no está haciendo nada, que pierde el tiempo con las musarañas, y a las musarañas les llama greguerías.
Señorito madrileño, escribe mucho más de los quehaceres ociosos que de los otros, no sólo porque se ha marginado de las estructuras sociales, sino porque sabe que la verdad del hombre está más en el juego voluntario que en el trabajo impuesto.
Parásito como Baudelaire, que tenía una renta, Ramón, incluso cuando tiene que pasarse la noche escribiendo para ganar unos duros, no pierde nunca el aire señorito del que vive Madrid como una fiesta. En el capítulo «Madrid» he dicho que Ramón no hace madrileñismo ni costumbrismo ni localismo ni casticismo, porque su hallazgo es más profundo, es el hallazgo de lo cotidiano universal. Tampoco en su vida diaria condesciende Ramón a ninguna de esas cosas, pero no deja de haber en él un beber los vientos de la calle con alegría y ocio de señorito.
El señoritismo es, a fin de cuentas, una manera de estar en el mundo, y hoy el señorito ha ascendido a mayores paraísos, ha tomado yates y aviones, o ha tenido que descender y condescender al trabajo, pero hubo unos años en que el ser señorito le servía a uno como patente para no hacer nada. Ramón no cumple el servicio militar, por ejemplo, y esto es una característica de los señoritos del principio de siglo, que se libraban mediante privilegios económicos, políticos o de clase, de tan dura obligación.
El señoritismo es una mala manera de entender el ocio, pero el ocio es la posibilidad de la contemplación, la observación y la meditación. En Ortega y en otros egregios madrileños de la época también hay señoritismo. Digamos que todos ellos, o algunos de ellos, como Ramón, se salvan del señoritismo gracias a su voluntad de trabajo, a su talento y a que deciden hacer del ocio una obra de arte.
Esto es especialmente claro en Ramón. Quizá toda su obra es eso, además de tantas cosas: la remodelación en arte de un largo ocio. Lo cual supone, excusado es decirlo, mucho trabajo.
Darle forma, estructura y argumento a su ocio de señorito es lo que hace Ramón en la primera parte de su vida. Luego descubrirá, demasiado tarde, que el ocio le ha convertido en un gran trabajador. Pero el fondo inicial de ocio es lo que informa y hermosea toda su escritura.
30. LA AVENTURA EUROPEA
Si Ramón se salva de lo pequeñoburgués y lo cursi mediante lo insólito, se salva de lo local mediante lo europeo. La tristeza mediocre de la familia era la tristeza de todo Madrid, de modo que Ramón inicia en seguida contactos con los escritores europeos de vanguardia y recibe y publica los primeros manifiestos de Marinetti. Luego viaja mucho a Europa.
Europa ha sido el sueño y la salvación -a veces la condena y el exilio- de todos los intelectuales españoles que han experimentado el ahogo y la angostura de España. Ahora y siempre. Ramón, tan español, tan madrileño, huye del realismo galdobarojiano porque ha descubierto algo más importante que el realismo: la realidad. La realidad es algo que está ocurriendo más allá de las fronteras, en Francia y en Italia. Ramón vive su aventura europea de diversas maneras: como visitante pobre y desconocido, como escritor famoso, como tránsfuga. Consigue una notable popularidad entre las minorías literarias de Francia e Italia. Visita Alemania y Suiza. Descubre eso de que el mundo no es tan mundo como parece.
Valéry-Larbaud inicia a los de la N.R.F. en la lectura de Ramón, que no les interesa demasiado. (También se equivocaron durante mucho tiempo con Proust: es lo que les pasa casi siempre a los exquisitos de lo exquisito.) Hay libros de Ramón traducidos a numerosos idiomas y casi todas las traducciones son de la misma época: la época de europeo de Ramón.
Ramón, pues, triunfa en Europa, y, dentro de Europa, en lo más europeo del momento: en la vanguardia. Pero ya hemos hablado en otra página de este libro de que la gloria internacional de un escritor es siempre una moda y, por lo tanto, una cosa ficticia, dentro de lo ficticia que es la gloria en sí.
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