Francisco Umbral - Ramón Y Las Vanguardias

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Ramón Gómez de la Serna, como hijo de una familia de clase media con abono en la ópera, decide desde muy joven tener estudio propio para recluirse a escribir sus cosas y ganarse la vida. Se pensaría en lo que entonces llamaban una “garçoniere”, pero la única señorita a lo garzón que tiene capilla en la alta basílica ramoniana, calle de Velázquez, es una muñeca de cera con la que se hacía las fotos para los periódicos.

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Los tíos, las abuelas, las primas, todo el coro triste y largo de las familias burguesas, las infinitas ramificaciones de la pobreza, esa viuda en cuya casa juega el niño algunas tardes, entretenido con las cruces y medallas del difunto. Ramón, asomado durante toda la infancia a balcones altos y populares -«yo era pescador de balcón»-, ve los mansos ríos de la vida madrileña transcurrir por las calles, y siente a su espalda esos interiores de sombra y escasez que dejan escalofriado para siempre al chico de clase media.

Ha tomado conciencia, como todos los españoles de su clase y su edad, de que la vida familiar es triste, monótona, mentida. De que la pequeña burguesía es una clase que vive de anhelos y resignaciones. De esta conciencia de clase media han salido todos los rebeldes, todos los revolucionarios de derechas y de izquierdas, y la mayoría de los genios, porque lo que se propone el adolescente, si tiene una mínima capacidad de reacción, es abolir eso para siempre, luchar, salvarse, suprimir en su vida, y a ser posible en la vida, esa farsa de la pobreza que se cree o se quiere sublime, y da en cursi, porque lo cursi, como ya hemos apuntado en otro capítulo, es la miseria que se piensa sublime, así como lo canalla es la miseria que se piensa fascinante.

Ramón, carente de instinto político, decide quizá vivir en lo insólito, y toda la abundante e inédita producción teatral en que rompe a escribir, y que es prácticamente teatro de infancia, está llena de crímenes insólitos y movida inconscientemente, sin duda, por el sueño de la gloria y el dinero del teatro, que era uno de los señuelos de la época. Antes payaso que cursi, ya lo hemos dicho. Ramón se habrá sentido cursi muchas veces, habrá advertido con desencanto la cursilería de sus padres, y decide muy pronto marginarse, «entrar en fuego», según el título de su primer libro, hacer anarquismo, bohemia, lo que sea. Unos escapan hacia la política y otros hacia la literatura. La cuestión es huir de prisa de la sordidez de unos hogares intransitables del perfume antiguo de la frustración.

Pero también ha aprendido Ramón, en la minucia de la vida pequeñoburguesa, a observar lo cotidiano del vivir, de modo que será para siempre un indeciso entre lo insólito y lo cotidiano, entre la liberación por la imaginación, que le es la única posible, y la sumisión dulce en poder de lo sabido. Tardará muchos años en madurar en él aquella frase que ya hemos citado y que ahora da toda su hondura: «Lo cursi abriga.»

Hemos dicho que será el indeciso entre lo insólito y lo cotidiano, pero la indecisión no es ramoniana, y él, extravertido y pícnico, o introvertido hacia afuera, resuelve la indecisión poniéndola en agua, pasando sin solución de continuidad de lo insólito a lo cotidiano y viceversa. Su virtud de primitivo también le ayuda aquí a cambiar de nivel sencillamente, sin transiciones. Toda su vida persigue y cultiva lo insólito, para salvarse sin duda de la mediocridad pequeñoburguesa, pero toda su vida es sensible y receptivo a las dichas menores de lo cotidiano.

En algún momento de este libro he dejado escrito que prefiero el Ramón de lo cotidiano al Ramón de lo insólito. Él, sin duda, se creía muy dotado para lo insólito, y, efectivamente, tiene hallazgos en vida y obra que le acreditan como un genio de lo insólito. Por ejemplo, la anécdota y el reportaje de la visita nocturna al Museo del Prado, que ya hemos descrito. Pero muchas veces, en Ramón la ideación insólita da en pueril o está resuelta sin convicción, y esta es otra de las debilidades de su novelística. En cuanto al payasismo de su vida, tampoco es siempre afortunado. El payaso viene del bufón como el dandi viene del príncipe. Son los parásitos de dos parásitos. Charles Chaplin, en tiempos de Ramón, supo reunir en una sola imagen al dandi y al payaso. Tanto el uno como el otro son opciones para huir de la mediocridad pequeñoburguesa.

En el cine de Chaplin vemos bien a ese pobre tipo -tan universal- que ensaya la opción del dandismo o la opción del payasismo, alternativamente, para sublimar su condición pequeñoburguesa. Hitler, personaje de la misma época, sublima esa condición, en sí y en millones de alemanes, por la vía de la milicia. (El dandismo tiene algo de la austeridad de la milicia, según Baudelaire.)

La gran burguesía industrial y el proletariado subsecuente han dejado en medio esa zona ancha, gris y lamentable de la pequeña burguesía que vive de pequeños empleos, con modestas ilusiones políticas o sociales. Es lo que años más tarde se llamaría sociedad de consumo y, a nivel de individuo, hombre unidimensional, en palabras de Marcuse.

Sólo muy vencido el siglo XX, pues, la pequeña burguesía se ve falsamente redimida por el consumo, y tiene la ilusión de haber salido de su mediocridad sin hacer la revolución social o política. Pero en la infancia y juventud de Ramón, de Chaplin, de Hitler, no había otras opciones que la revuelta política o la imaginación. Millones de jóvenes, en toda Europa, optaron por la revolución de izquierdas, por el marxismo. Hitler y sus alemanes optaron por la revolución de derechas, por el nazismo. En el encarnizamiento de Hitler y sus servidores contra los judíos, puede que hubiese mucho de un resentimiento pequeñoburgués contra el prestamista y el comerciante que había empobrecido a las familias de la burguesía alemana. De una manera simplista y gráfica, era fácil ver como culpable de la mediocridad familiar -siempre hace falta un culpable, y casi siempre lo hay- a la figura enlutada y sigilosa del prestamista judío.

Ramón y Chaplin optan por la imaginación (Chaplin, además de eso, se haría comunista). Chaplin viene de la miseria directamente, ya lo sabemos, pero conoce la mediocridad de un hogar de cómicos pobres y borrachos. El que Ramón y Chaplin coincidan algunos años más tarde como miembros de un club internacional de humoristas, es la corroboración anecdótica de lo que venimos diciendo: ambos huyen de la sombra fría de un hogar pequeñoburgués sin más alternativas que la cursilería.

Es fácil emparentar a Ramón con Chaplin. Se ha hecho muchas veces de manera banal. De modo que huiremos de ese emparentamiento. Chaplin acertó a ser el dandi y el payaso, o mejor la frustración de un dandi y la frustración de un payaso en una sola frustración. Ramón intenta el payasismo, pero nos atreveríamos a decir que en todo payaso hay un dandi frustrado (ya lo dijimos al final del capítulo correspondiente), como toda cosa comprende su contrario. Ramón intenta lo insólito con varia fortuna, y la exasperación de lo insólito es en él el payasismo. Pero está, como una constante en su vida, el tirón de lo cotidiano, el encanto manso y dulce de la vida vulgar, que aprendió a observar de niño en los interiores pequeñoburgueses en que transcurrió su infancia. Ramón se libera del origen pequeñoburgués, y lo sublima, más que cuando huye hacia lo insólito cuando mete lo insólito en lo cotidiano, cuando canta la vida pequeña y fluyente de todos los días como sabemos que no es: con una precisión y una luz que sólo él podía darle.

29. SEÑORITO MADRILEÑO

Del origen pequeñoburgués le viene a Ramón su distintivo incorregible de señorito madrileño. Hemos repasado lo que en Ramón hay de bohemio, de vagabundo de la ciudad, de anarquista y noctámbulo, y quizá todo eso se resumiría peyorativamente en una sola palabra: señoritismo. Que para mí no es peyorativa en este caso. Dijo José Antonio Primo de Rivera, cuando nacía el fascismo español, que «el señorito es la degeneración del señor». Pura demagogia, porque ellos iban a hacer una contrarrevolución de señoritos.

Ramón es señorito madrileño, ese señorito sin posibles, de origen burgués o pequeñoburgués, que renuncia a los mermados privilegios de clase, pero tampoco llega a militar en ninguna guerra contra los señoritos. Ramón, sencillamente, gusta de pasear al sol de Madrid, limpiarse los zapatos en los limpiabotas, «que es una cosa muy de domingo», como dijo otro escritor, tomar vermuts y aperitivos, cenar toda su vida fuera de casa, andar mucho de cafés, ser amigo de todos los buenos taberneros de la ciudad y de algunas cómicas, ir a los toros siempre que hay toros y al teatro, a reventar estrenos, siempre que hay un estreno.

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