Joseph Conrad - Nostromo
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Decoud, que se había vuelto hacia la sala al oír el ruido, apoyando la espalda en el antepecho del balcón, gritó con toda la fuerza de sus pulmones: " ¡Gran Bestia! "
Este grito inesperado produjo el efecto de acallar el ruido. Todos los ojos se dirigieron a la ventana reflejando curiosidad y aprobación; pero Decoud había recobrado ya su primera postura, y continuó inclinado sobre la tranquila calle.
– Esta es la quintaesencia de mi periodismo, el supremo argumento -le dijo a Antonia-. He inventado esta definición, esa palabra definitiva en una gran contienda. Pero en cuanto a patriota no lo soy más que el capataz de los cargadores de Sulaco, el genovés que ha hecho tantas maravillas por nuestro puerto, el introductor activo de los elementos materiales de nuestro progreso. Usted ha oído confesar una y mil veces al capitán Mitchell que, mientras no tuvo la ayuda de este hombre, nunca pudo decir cuánto tiempo llevaría la descarga de un barco. He ahí un gran obstáculo para el progreso. Usted le ha visto pasar después de terminar su tarea, montado en su famosa yegua, para ir a deslumbrar a las muchachas en algún salón de baile con piso de tierra apisonada. Es hombre de suerte. Su trabajo consiste en ejercer su influencia personal; sus ocios se dedican a recibir pruebas de adulación extraordinaria. Y que no le desagradan por cierto. ¿Se puede ser más afortunado? Verse temido y objeto constante de admiración…
– ¿Y en eso cifra usted sus supremas aspiraciones, don Martín? -interrumpió Antonia.
– Estaba hablando de un hombre de esa clase -replicó Decoud concisamente-. Los héroes del mundo fueron siempre temidos y admirados. ¿Qué más puede desear él?
Decoud había sentido a menudo embotarse la punta acerada de sus ironías contra la gravedad de Antonia. Además le irritaba pensar que su amada padeciera esa inexplicable falta de aguda penetración, propia de su sexo, y que suele alzarse como una barrera entre un hombre y una mujer vulgar. Pero dominaba al punto su desagrado, porque distaba mucho de tener a Antonia por una mujer ordinaria, independientemente del juicio que su escepticismo le hubiera hecho formar de sí propio. Con acentos de penetrante ternura en la voz aseguró a la joven que su única aspiración tenía por objeto una felicidad demasiado sublime para ser asequible en la tierra.
Ella se puso encendida en la oscuridad, sintiendo su rostro invadido de una oleada de calor, como si la repentina fusión de las nieves del Higuerota hubiera despojado a la brisa de su virtud refrigerante. La declaración amorosa del joven no pudo causar mayor efecto, si bien se explica porque en el tono de su voz había ardor bastante para derretir un corazón de hielo. Antonia se volvió con viveza en ademán de entrar en la sala, como para llevar la secreta confidencia que acababa de oír al interior de la estancia, llena de luz y animadas conversaciones.
La marea de la discusión política alcanzaba una altura excesiva en el recinto del vasto salón, como si una violenta ráfaga de esperanza la hubiera empujado hasta rebasar los límites ordinarios. La barba en abanico de don Justo seguía siendo el centro alrededor del cual se sostenían ruidosas y apasionadas discusiones. En todas las voces se percibía una nota de confianza.
Hasta algunos europeos que rodeaban a Carlos Gould -un dinamarqués, dos franceses y un alemán discreto y sonriente, de mirada modestamente recogida, representantes de intereses materiales, nacidos al amparo de la mina de Santo Tomé- salpimentaban sus acostumbradas deferencias con chistes y ocurrencias. Carlos Gould, a quien hacían la corte, era la representación visible de la estabilidad asequible en el terreno movedizo de las revoluciones; y eso les daba esperanzas para proseguir sus diversas empresas. Uno de los dos franceses, bajo, muy moreno, con ojos brillantes perdidos en una profusa y enmarañada barba, agitaba sus manos pardas y menudas, de muñecas delicadas. Había estado viajando por el interior de la provincia por cuenta de un sindicato de capitalistas europeos; y el énfasis con que repetía a cada minuto el tratamiento de Monsieur l'Administrateur hacía resaltar estas palabras sobre el constante murmullo de las conversaciones. El hombre refería con gran entusiasmo sus descubrimientos a Carlos Gould, que le contemplaba con atenta cortesía.
La señora de Gould tenía la costumbre, en estas recepciones obligatorias, de retirarse disimuladamente a un saloncito de su exclusivo uso, en comunicación con la habitación mayor. Se había levantado, y mientras aguardaba a Antonia, escuchaba, con cierta complacencia cansada, al ingeniero jefe del ferrocarril, que inclinado sobre ella, refería con calma una historia divertida, según parecía indicar la expresión regocijada de sus ojos. Antonia, antes de entrar en la sala para reunirse con el ama de la casa, volvió la cabeza por encima del hombro hacia Decoud sólo por un momento.
– ¿Por qué ha de creer uno cualquiera de nosotros irrealizables sus aspiraciones? -preguntó rápidamente.
– Yo proseguiré las mías hasta el fin, Antonia -respondió el interrogado con firmeza, y luego hizo una profunda inclinación con cierta frialdad.
El ingeniero jefe no había acabado de contar su chistoso sucedido. Las extrañas vicisitudes que acompañaban la construcción de ferrocarriles en Sudamérica chocaban a su perspicaz percepción de lo absurdo, y trajo a colación los casos de prejuicios y marrullerías ignorantes, que a él se le habían presentado. La señora de Gould le escuchaba con gran atención mientras él la acompañaba a ella y a Antonia hasta la salida de la sala. Al fin todos los tres pasaron por la puertas vidrieras a la galería, sin que nadie lo notara. Únicamente un sacerdote alto, que paseaba silencioso en medio del ruido de la habitación, se detuvo para verlos retirarse.
El padre Corbelán, a quien Decoud había reconocido desde el balcón cuando entraba por la puerta de la casa de Gould, se hallaba en el salón hacía rato sin hablar con nadie. Su sotana larga y estrecha le hacían parecer de mayor talla; andaba con el poderoso busto echado adelante; y la línea recta y negra de sus cejas unidas, el batallador perfil de su rostro huesudo, la mancha blanca de una cicatriz sobre la mejilla afeitada de tez azulina (testimonio otorgado a su celo apostólico por una banda de indios salvajes) sugerían la idea de un carácter rudo, franco e intrépido.
Separó las manos nudosas de recia contextura, que llevaba cogidas a la espalda, para apuntar con el dedo a Martín. Este había pasado a la sala detrás de Antonia, pero sin avanzar mucho, quedándose junto a la cortina, con expresión de gravedad algo fingida, como la de una persona mayor que toma parte en un juego de niños. Cuando el padre Corbelán le apuntó, miró tranquilamente al dedo amenazador.
– He visto a vuestra reverencia predicar al general Barrios en la plaza para traerle al buen camino -dijo sin hacer el más leve movimiento.
– ¡Traerle al buen camino! ¡Qué disparate! -replicó el padre Corbelán con un vozarrón profundo que resonó en todo el salón haciendo volver la cabeza a los circunstantes- Es un borracho, señores. ¡El dios de vuestro general es la botella!
El tono despectivo y autoritario con que fueron pronunciadas estas palabras dejaron la estancia sumida en un silencio intranquilo, como si la confianza que animaba a los allí reunidos hubiera sido destruida de un golpe. Nadie protestó contra la declaración del padre Corbelán.
Sabíase que había dejado las selvas pobladas de salvajes para defender los sagrados derechos de la Iglesia con el celo ardiente que había desplegado en catequizar a indios sanguinarios, ajenos a toda compasión humana y al conocimiento del verdadero Dios. Circulaban rumores legendarios sobre sus triunfos de misionero en regiones no visitadas jamás por cristianos. Había bautizado tribus enteras de indios, con los que hizo vida salvaje, la imaginación de la plebe indígena no vaciló en suponer como indudable que el padre habría cabalgado con los indios días enteros, medio desnudo, embrazando un escudo de piel de toro y armado de luenga lanza. -¿Como no?- Añadíase que había andado errante, vestido de pieles buscando prosélitos cerca de las nieves eternas de la Cordillera. De tales hazañas nada se había oído decir al padre Corbelán. Pero en cambio no se mordía la lengua para declarar que los políticos de Santa Marta eran más duros de corazón y más corrompidos que los paganos a quienes había llevado la palabra de Dios. Su celo inconsiderado por el bienestar temporal de la Iglesia estaba perjudicando a la causa riverista. Era voz pública que había rehusado el nombramiento de obispo de la diócesis occidental hasta que se hiciera justicia a la Iglesia despojada de sus bienes. El jefe político de Sulaco (salvado del furor popular más tarde por el capitán Mitchell), insinuaba con franco cinismo que, a no dudarlo, sus excelencias los ministros habían gestionado el envío del padre Corbelán al través de la Cordillera en la peor estación del año con la esperanza de que pereciera helado al exponerse a los vientos glaciales de los altos páramos. Todos los años sucumbían de ese modo algunos atrevidos mulateros. "Pero, ya ve usted, sus excelencias no comprendieron tal vez que un misionero de tan seria contextura era capaz de resistir todos los horrores de la más cruda intemperie. Entre tanto empezaba a cundir entre los ignorantes la especie de que las reformas riveristas se reducían a enajenar territorios nacionales. Parte de ello se vendían a los extranjeros que construían el ferrocarril; y otra parte se entregaría a las comunidades religiosas por vía de restitución. Esto último provenía del celo del vicario."
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