Joseph Conrad - Nostromo

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Decoud se maravillaba del calor puesto en su perorata. No había necesitado bajar el tono, porque desde el principio su conversación había sido un mero murmullo en el silencio de la calle oscura cuyas casas tenían cerrados los postigos desde el oscurecer por temor al aire de la noche, según la costumbre de Sulaco. Únicamente la sala de la casa Gould arrojaba con aire provocador la viva claridad de sus cuatro ventanas, clamoroso grito de luz en la muda oscuridad de la noche. Y el murmullo prosiguió en el pequeño balcón después de una breve pausa.

– Pero estamos trabajando para cambiar todo eso -objetó Antonia-. Tal es precisamente la meta de nuestras aspiraciones; el fin que anhelamos conseguir; nuestra gran causa. Y la palabra "patriotismo", que usted desprecia, ha inspirado también sacrificios, valor, constancia, sufrimientos. Papá, que…

– Machaca en hierro frío -interrumpió Decoud mirando al fondo de la calle, donde sonaban pasos acelerados y fuertes.

– "Su tío de usted, el vicario de la catedral, acaba de entrar por la puerta -observó Decoud-. Esta mañana dijo la misa de tropa en la plaza, en un altar levantado sobre tambores, rodeado de imágenes de santos. Los sacaron, sin duda, a tomar el aire, y los colocaron militarmente en fila en el rellano superior de las escaleras. Parecían una suntuosa escolta dando guardia al vicario general. Presencié la función religiosa desde las ventanas de El Porvenir . Me admira su tío de usted, último representante de la familia Corbelán. Estaba deslumbrador con su casulla bordada de oro, en la que resaltaba una gran cruz de terciopelo carmesí, a lo largo de la espalda. Y durante todo ese tiempo nuestro salvador Barrios permanecía sentado en el Club Amarillo bebiendo ponche junto a una ventana abierta.

"¡Ah! Nuestro Barrios es un esprit fort . Yo esperaba a cada instante que su señor tío de usted lanzara una excomunión contra algunos irreverentes de la plaza y luego contra el sacrílego tuerto que escandalizaba en la ventana del lado opuesto al altar. Pero no hubo nada de eso. Últimamente, cuando las tropas se disponían a marchar, bajó Barrios, desabrochado el uniforme, con algunos de sus oficiales, y pronunció una arenga al borde de la acera.

"De improvisto apareció su tío en la puerta de la catedral, no con resplandecientes ornamentos, sino en traje talar negro, con el amenazador aspecto que le caracteriza, semejante a un espíritu vengador. Echa una mirada, avanza en derechura al grupo de uniformes, y tomando por la manga al general, se lo lleva aparte. Durante un cuarto de hora paseó con él a la sombra del muro, sin soltar un momento el brazo del general, hablando sin cesar con exaltación y gesticulando con su largo brazo negro.

"Fue una escena curiosa, y los oficiales la contemplaron mudos de estupor. Es un hombre notable su tío de usted, el misionero. Odia menos a los infieles que a los herejes, y suele dar la preferencia a un pagano sobre un infiel."

Antonia escuchaba con la mano sobre el antepecho del balcón, abriendo y cerrando con lentitud el abanico; y Decoud hablaba con cierta nerviosidad, como si temiera que la joven se retirara a la primera pausa que hiciera. Su relativo aislamiento, la sabrosa sensación de intimidad, y el sutil contacto con sus brazos, le tenían dulcemente encantado; y de cuando en cuando se deslizaba una inflexión de ternura en el raudal de su irónico murmullo.

– "Acojo del mejor grado cualquiera demostración favorable de uno de sus más próximos parientes de usted, Antonia. Y al fin y al cabo, su tío me comprende tal vez. Pero yo también le conozco a él, a nuestro padre Corbelán. A su juicio, el honor político, la justicia y la honradez se cifran en que el Estado restituya los bienes confiscados a la Iglesia. Ninguna otra consideración hubiera podido arrancar de los bosques vírgenes a este valeroso catequizador de indios salvajes, para venir a trabajar por la causa riverista. ¡Nada fuera de esa absurda esperanza! Capaz seria de organizar un pronunciamiento para tal fin contra cualquier gobierno, con tal de hallar gente pronta a seguirle.

"¿Qué piensa de todo esto don Carlos Gould? Aunque, claro está, dada su impenetrabilidad inglesa, no es posible saber lo que piensa. Probablemente sólo se cuida de su mina, 'Imperiun in Imperio'. En cuanto a la señora de Gould tiene bastante que hacer con atender a sus escuelas, sus hospitales, las madres cargadas de criaturas y los enfermos de los tres poblados. Si volviera usted ahora la cabeza, la vería quizá tomando nota de algún informe redactado por ese siniestro doctor de la camisa de cuadros -¿cómo se llama? Monygham-, o catequizando a don Pepe, o bien escuchando al padre Román. Todos han bajado hoy aquí…, todos sus ministros de Estado.

"Bien, es una mujer de seso; y probablemente don Carlos también. Una parte de la sólida sensatez inglesa se funda en no pensar demasiado, y examinar sólo aquello que puede ser útil por el momento. Esa gente no es como nosotros. Aquí en Costaguana no nos guiamos por razones políticas… a veces. ¿Qué es una convicción? Un modo de ver particular, hijo de nuestro personal interés, práctico o afectivo. Nadie es patriota sin más que porque sí. La palabra viste bien, pero yo veo las cosas con claridad, y no la emplearé hablando con usted, Antonia. Yo no tengo ilusiones patrióticas; sólo tengo la suprema ilusión de un enamorado."

Calló un instante, y luego musitó imperceptiblemente:

– Aunque eso puede llevarle a uno muy lejos.

A su espalda, el flujo de la marea política, que inundaba una vez por día el salón de los Gould, levantaba en crescendo un zumbido de voces. Los hombres habían ido llegando de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres: altos funcionarios de la provincia, e ingenieros del ferrocarril, tostados del sol y en traje de tela, presididos por su jefe, de cabello cano y sonrisa jovial e indulgente, que formaba notable contraste con las caras jóvenes y vivaces de sus subordinados.

Scarfe, el aficionado a los fandangos , había escabullido el bulto en busca de algún baile, aunque fuera en los arrabales de la ciudad. Don Justo López, después de regresar del puerto con sus hijas y dejarlas en casa, había entrado en la tertulia con toda solemnidad, luciendo su traje negro, con frecuentes arrugas, abrochado hasta debajo de su amplia barba de color castaño. Los pocos miembros de la Diputación provincial, allí presentes, se agruparon al punto en torno a su presidente para discutir las noticias de la guerra y la última proclama del rebelde Montero, el miserable Montero, que se dirigía, en nombre de "una democracia justamente encendida en ira, a todas las Diputaciones provinciales ordenando la suspensión de sesiones hasta que su espada hubiera hecho la paz y pudiera ser consultada la voluntad del pueblo". Prácticamente era una invitación a disolverse: un atrevimiento inaudito, sólo concebible en un loco y malvado como el rebelde general.

La indignación era intensa en el corro de diputados, colocados detrás del señor Avellanos. Don José, levantando la voz, les gritó por encima del alto respaldo de su silla: "Sulaco le ha respondido dignamente, enviando hoy un ejército contra su flanco. Si todas las demás provincias demostraran la mitad del patriotismo que sentimos los occidentales…"

Una explosión de aclamaciones ahogó la vibrante y temblorosa voz del anciano, que era la vida y el alma del partido. ¡Sí!, ¡sí! ¡Era cierto! ¡Una gran verdad! ¡Sulaco aparecía a la cabeza, como siempre! Aquello fue un tumulto de alborotada presunción, el arrebatado desahogo de las esperanzas inspiradas por el acontecimiento del día a los hidalgos del Campo, que pensaban en sus rebaños, en sus tierras y en la seguridad de sus familias. Todo estaba en peligro… ¡No! Era imposible que Montero triunfara. ¡El gran criminal! ¡El indio sinvergüenza! El vocerío se prolongó por algún tiempo; y todas las miradas se dirigían al grupo en que don Justo se mostraba revestido de imparcial solemnidad, como si estuviera presidiendo una sesión de la Asamblea de diputados.

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