Joseph Conrad - Nostromo

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Aunque todos alzaron los ojos, Antonia no saludó agitando la mano, como de costumbre, y los del carruaje afectaron no ver a los dos jóvenes costaguaneros de modales europeos, cuyas rarezas se discutían tras las enrejadas ventanas de las primeras familias de Sulaco.

Otro de los trenes fue el de la señora viuda de Garcilaso de Valdés, hermosa y respetable, que ocupaba un carruaje de grandes dimensiones. En este enorme vehículo solía viajar desde la ciudad a su casa de campo y de regreso, rodeada de una escolta de criados, con trajes de cuero y sombreros enormes, armados de carabinas, que llevaban en los arzones de las sillas. Era una mujer de ilustre prosapia, altiva, rica y de nobles sentimientos. Su segundo hijo Jaime acababa de partir a la guerra en el estado mayor de Barrios. El mayor, flemático y vicioso, tenía escandalizado a Sulaco con sus disipaciones y jugaba cantidades enormes en el club. En el asiento delantero iban los dos hermanos más jóvenes, ostentando en los sombreros la amarilla escarapela riverista. También la mencionada señora fingió no ver a Decoud en pública conversación a solas con Antonia, pisoteando todas las prescripciones del decoro y la decencia. ¡Ni siquiera era su novio , que se supiera! Pero aun en ese caso no dejaba de haber gran escándalo. La anciana y noble dama, que gozaba del respeto y de la admiración de las principales familias, se habría asombrado aún más si hubiera oído las palabras que entre sí cambiaban los dos jóvenes.

– ¿Dice usted que pierdo de vista el fin? Yo no he tenido más que un fin en la vida.

Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza, casi imperceptible, mientras miraba de hito en hito la casa de su familia, gris, deteriorada, y con las ventanas protegidas con barras de hierro, como una cárcel.

– Y por cierto que sería tan fácil de conseguir -continuó Decoud- ese fin, que a sabiendas, o sin saberlo, he guardado siempre en mi corazón, aun desde el día en que usted me maltrató tan horriblemente una vez en París, ¿se acuerda usted?

El enamorado creyó percibir un esbozo de sonrisa en el ángulo de la boca de Antonia.

– Gastaba usted entonces unas despachaderas terribles; era usted una especie de Carlota Corday en traje de colegiala, una patriota feroz. La supuse a usted capaz de clavar un cuchillo en el corazón de Guzmán Bento.

Ella le interrumpió:

– Me hace usted demasiado honor.

– Por lo menos -prosiguió él mudando de pronto el tono por otro de acre ligereza-, sin el menor remordimiento me hubiera usted enviado a darle de puñaladas.

– ¡Ah!, par exemple -murmuró ella en son de protesta.

– Bien -insistió él con acento burlón-, usted me ha hecho quedarme aquí escribiendo necedades mortíferas. Y digo mortíferas, significando que lo son para mi, porque han asesinado mi dignidad. Y ya puede usted figurarse -continuó en tono ligeramente zumbón- que si Montero triunfa, sabrá ajustarme las cuentas en la única forma que un bruto de su laya puede emplear con un hombre de talento que se aviene a llamarle gran bestia tres veces a la semana. Rebajarme a tanto constituye por sí solo una especie de muerte intelectual; pero queda todavía otra en el fondo para un periodista de mis méritos.

– ¡Si triunfa! -exclamó Antonia, pensativa.

– "Usted parece complacerse en ver mi vida pendiente de un hilo -replicó Decoud con franca sonrisa-. Y el otro Montero, "mi leal hermano", como dicen las proclamas, el guerrillero… ¿No he escrito acerca de él que se ocupó en recoger los abrigos de los convidados y mudar los platos en nuestra legación de París, durante las horas no empleadas en espiar a los refugiados de Costaguana en tiempo de Rojas? Esta augusta verdad no pedirá menos que ser lavada con mi sangre. ¡Con mi sangre, señorita! ¿Por qué pone usted esta cara?… Son sencillos apuntes de la biografía de uno de nuestros grandes hombres. Y bien: ¿sabe usted lo que hará conmigo? Hay cierta pared de un convento, al volver la esquina de la Plaza, frente a la puerta de la plaza de toros. ¿La conoce usted? Cae precisamente de cara a la puerta que lleva el rótulo: "Entrada de sombra". ¡Muy propia tal vez! Allí es donde el tío del amo de esta casa entregó su alma anglosudamericana.

"Y advierta usted que a él no le faltó la ocasión de escapar: un hombre que pelea en campo abierto, con armas en la mano, tiene grandes facilidades para huir. Usted me habría dejado partir con Barrios, si sintiera por mí algún interés. Con el mayor gusto habría llevado uno de esos fusiles, en que tanta fe tiene su papá: sí, le habría llevado en las filas de los pobres labriegos e indios, que no entienden nada de razonamientos, ni de política. El sitio más peligroso y desesperado en el ejército más comprometido del mundo hubiera ofrecido mayor seguridad que el puesto en que usted me ha hecho quedarme aquí. El que pelea puede retirarse, pero no el que ha de sostener en pobres ignorantes y tontos el entusiasmo por matar y morir."

Decoud se expresó en un tono matizado de ironía; y la joven permaneció inmóvil, como si no advirtiera su presencia, con las manos un poco crispadas y el abanico colgando de sus dedos entrelazados. Después de una breve pausa, aquél añadió con cierta jocosa desesperación:

– ¡Iré al muro de los fusilamientos!

Pero ni siquiera estas palabras movieron a la joven a volver la cabeza hacia él, y continuó con la vista fija en la casa de los Avellanos, cuyas pilastras carcomidas, cornisas rotas y general deterioro aparecían ahora medio velados por la polvareda levantada en la calle. De toda su persona sólo se movieron los labios para proferir las palabras:

– Martín, usted se ha propuesto hacerme llorar.

El interpelado permaneció silencioso unos instantes, mudo de emoción, agobiado por una especie de dicha pavorosa, rígidas las líneas de la burlona sonrisa en la boca y pintada en los ojos una sorpresa incrédula. El valor de una frase depende de la persona que la pronuncia, porque nada nuevo puede salir de labios humanos; y en sentir de Decoud, aquellas palabras eran las últimas que podía esperar de Antonia. Nunca había llegado a tanta intimidad con ella en todas sus breves conversaciones anteriores; y, sin darle tiempo a que se volviera hacia él, lo que hizo lentamente con austera gracia, empezó a exponer y apoyar sus planes:

– Mi hermana aguarda con ansia el momento de abrazarla a usted. Mi padre está loco de alegría. De mi madre no necesito decir nada, porque ya sabe usted que nuestras madres se querían como hermanas. La semana próxima sale un vapor correo para el sur…: ¿por qué no partir? Ese Moraga es un idiota. A un hombre como Montero se le compra. Es la práctica del país, su tradición, su política. Lea usted la obra de su papá Cincuenta Años de Desgobierno .

– Deje usted en paz al pobre papá. El cree…

– Tengo el mayor cariño a su padre de usted -replicó vivamente Decoud-. Pero a usted la amo, Antonia… Ese Moraga ha llevado desastrosamente el asunto. Y también su padre de usted quizá; no lo sé. Montero podía haber sido sobornado. Supongo que se hubiera contentado con recibir su parte en el famoso empréstito para el desenvolvimiento nacional. ¿Por qué esos estúpidos de Santa Marta no le enviaron a Europa con alguna comisión o cosa parecida? Se hubiera cobrado anticipadamente los honorarios de un quinquenio y marchado a darse la buena vida en París. ¡El grandísimo indio, bruto y feroz a más no poder!

– Es un hombre ebrio de vanidad -replicó Antonia con aire pensativo y sin conmoverse por las vehementes frases de Decoud-. Moraga y otros nos han tenido al corriente de todo. Además había que luchar con las intrigas de su hermano.

– ¡Ah!, si, por supuesto. Usted está enterada: lo sabe todo. Lee usted toda la correspondencia y escribe todos los documentos…, los documentos secretos, redactados aquí mismo, en esta habitación, e inspirados en una ciega diferencia a la pureza política. ¿No tiene usted ahí delante a Carlos Gould? ¡El Rey de Sulaco! El y su mina son la demostración práctica de lo que pudo haberse hecho. ¿Se figura usted que ha triunfado por su fidelidad a la doctrina de la virtud? ¡Y toda esa gente del ferrocarril con su honrada labor! Por supuesto, no discuto la honradez de la empresa. Pero ¿qué adelantamos, si no es posible seguir adelante, a no satisfacer los apetitos de los ladrones? ¿No hubo modo de que alguna persona calificada dijera a ese sir John, o como se llame, que era indispensable comprar a Montero y a toda la pandilla de liberales negros, agarrados a su galonado uniforme? Sí, señorita, no podía prescindirse de comprarle pagando a peso de oro su densa estupidez con botas, sables, espuelas, tricornio de escarapela y todo lo demás.

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