Joseph Conrad - Nostromo

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– Necesito un caballo para dentro de poco.

– Lo tendrá usted, señor. Los hay en abundancia -murmuró el garibaldino, acariciando con sus rudas manos la cabellera de las dos muchachas, una negra con reflejos bronceados, y otra rubia de tinte cobrizo.

La muchedumbre que regresaba de presenciar la partida de las tropas levantaba una gran polvareda en el camino. Los de a caballo fijaron la atención en el grupo.

– Id al lado de vuestra madre -dijo hablando con sus hijas- Se están haciendo mozas al paso que yo me voy haciendo viejo, y no hay nadie…

Miró al joven ingeniero y se quedó cortado como si despertara; luego, cruzando los brazos sobre el pecho, tomó su postura acostumbrada, apoyando la espalda en la jamba de la puerta y la mirada fija en la cima del Higuerota.

En el carruaje, Martín Decoud, revolviéndose en el asiento, como si no lograra postura cómoda, murmuró, aproximándose a Antonia: "Supongo que usted me odia." Y a continuación en voz alta empezó a felicitar a don José porque todos los ingenieros del ferrocarril en construcción eran convencidos riveristas. Sin duda había que felicitarse por el interés de todos aquellos ingenieros.

– Ya ha oído usted a éste mostrar su ilustrada benevolencia. Agrada pensar que la prosperidad de Costaguana sirva de alguna utilidad al mundo.

– Scarfe es muy joven, un chiquillo todavía -observó tranquilamente la señora de Gould.

– Y muy cuerdo para su edad -replicó Decoud- Pero aquí se nos presenta la verdad desnuda saliendo de la boca de ese muchacho. Tiene usted razón, don José. Las riquezas naturales de Costaguana son de importancia para la progresiva Europa, representada por ese mozalbete; ni más ni menos que la de nuestros antepasados españoles lo fue, hace tres siglos, para las demás naciones del antiguo mundo, representadas por los atrevidos filibusteros. Sobre nuestro carácter pesa una maldición esterilizadora: Don Quijote y Sancho Panza, el espíritu caballeresco y el materialismo, sentimientos de visionaria idealidad y un zafio sentido de la moral, violentos esfuerzos por elevarnos a un régimen de justicia y una aceptación sumisa de todas las formas de corrupción. Después de poner en conflagración un continente para conquistar nuestra independencia, vinimos a parar en ser presa rendida de una parodia democrática, víctimas impotentes de granujas y matones, con instituciones de ridícula comedia y leyes de pura farsa, y ¡con un amo como Guzmán Bento! Y a tal extremo ha llegado nuestra abyección, que cuando un hombre como usted ha despertado la conciencia cívica del país, un bárbaro tan estúpido como Montero -¡cielos, un Montero!- nos hace temblar con sus amenazas, y un indio tan sandio y fanfarrón como Barrios es nuestro defensor.

Pero don José, sin darse por enterado de aquella virulenta filípica -como si nada de ella hubiera oído-, emprendió la defensa de Barrios. El hombre, a su juicio, poseía capacidad suficiente para la empresa que se le había confiado en el plan de campaña. Su actuación se reducía a un movimiento ofensivo, tomando por base a Cayta, contra el flanco de las fuerzas revolucionarías, que avanzaban desde el Sur hacia Santa Marta, defendida por otro ejército en cuyas filas se contaba el presidente-dictador. Don José hablaba con animación y facundia, inclinado ansiosamente ante la mirada atenta de su hija. Decoud, reducido al silencio por la fogosa perorata del anciano, no profirió una palabra.

Las campanas de la ciudad tocaban al Ángelus cuando el carruaje penetró por la vieja puerta, que se abría frente al puerto, presentando el aspecto de un monumento informe de follaje y piedra. El sordo estruendo de las ruedas bajo del arco sonoro fue taladrado por un grito extraño y penetrante. Decoud vio desde su asiento al gentío, que regresaba a pie detrás del coche por el camino, volver las cabezas, envueltas en embozos y cubiertas por sombreros, para mirar a la locomotora. Esta se alejaba, como una flecha, oculta tras la casa de Viola, bajo de una blanca faja de vapor, que parecía diluirse en el prolongado alarido, histérico y anheloso, de la máquina, alarido con dejos de triunfo bélico. Fue a modo de una visión de ensueño la que ofreció aquel clamoroso fantasma de la locomotora al cruzar el pasaje abovedado y hacer sobresaltarse a la multitud que volvía de presenciar un espectáculo militar hollando con pasos silenciosos el camino polvoriento. Era un tren de material ferroviario que regresaba del Campo a los cercados de empalizadas. Los vagones vacíos rodaban ligeros sin estrépito de ruedas ni temblor del suelo. El maquinista al pasar por la casa de Viola saludando con el brazo levantado, dio contravapor antes de entrar en la estación; y cuando se extinguió el agudo silbido del vapor que accionaba los frenos, una serie de choques violentos y bruscos, mezclados con tintineos de las cadenas de acoplamiento formó un tumulto de martillazos y hierros sacudidos bajo de la bóveda de la entrada.

Capítulo V

El carruaje de los Gould fue el primero que volvió del puerto a la desierta ciudad. Al llegar al antiguo pavimento de mosaico, roto y deshecho por roderas y hoyos, el grave Ignacio había puesto el tiro al paso a fin de que no se estropearan los muelles del landó parisiense; y Decoud en su asiento contemplaba con aire sombrío el aspecto interior de la entrada. Dos torres laterales, gruesas y bajas, sostenían una masa de masonería, coronada por matas de hierbas. Encima de la clave del arco sobresalía un escudo de piedra gris, cuyos bordes se enrollaban en gruesas volutas, con las armas de España casi borradas, como para recibir una nueva divisa, característica del progreso iniciado.

El estruendo percutiente de los topes de los vagones pareció aumentar la irritación de Decoud, y después de murmurar entre sí algunas palabras, empezó a hablar alto en frases secas e iracundas que caían sobre el silencio de las dos mujeres. Ellas no le miraban. Don José, con su céreo semblante de tez semitransparente, protegido por el ala de su sombrero gris flexible, se mecía un poco, por efecto de las sacudidas del carruaje, al lado de la señora de Gould.

– Este ruido hace resaltar el sentido de una verdad muy antigua. Decoud habló en francés, tal vez para que no se enterara Ignacio, sentado en el pescante, a corta distancia de él. El viejo cochero, cuya espaciosa espalda aparecía cubierta por una chaqueta corta galonada en plata, tenía enormes orejas de gruesos pabellones, separados de su rapada cabeza.

– Sí: el ruido que ha sonado fuera del muro de la ciudad es nuevo, pero el principio es viejo.

Durante un rato desahogó en murmullos su descontento, y luego empezó de nuevo, mirando de soslayo a Antonia.

– Yo me imagino a nuestros antepasados, con morriones y corazas, apostados fuera de esta puerta, y a una banda de aventureros que acaban de desembarcar en el puerto. Ladrones por supuesto. Y especuladores también. Sí, todas y cada una de sus expediciones eran negocio de graves y respetables personajes de Inglaterra. Eso es historia, como repite sin cesar ese absurdo capitán Mitchell.

– Las providencias de Mitchell para el embarque de las tropas han sido excelentes -protestó don José.

– ¡Bah! En realidad son cosas del marino genovés. Pero, volviendo a mis ruidos, en tiempos pasados solía oírse fuera de esa puerta sonido de trompetas, de trompetas guerreras. Estoy seguro de que eran trompetas. He leído no sé dónde que el principal de esa cuadrilla de aventureros, Drake, solía comer solo en su camarote del barco al son de las trompetas. En aquellos días nuestra ciudad poseía abundantes riquezas. Los filibusteros venían a robarlas. Ahora el país entero se ha convertido en una especie de tesorería, y una turbamulta de extranjeros la invaden, mientras nosotros nos entretenemos en degollarnos. Lo único que les contiene un poco es la envidia mutua, pero llegarán a entenderse algún día, y para cuando nosotros hayamos arreglado nuestras diferencias el país estará del todo esquilmado. Siempre ha sucedido lo mismo. Somos un pueblo admirable, y, no obstante eso, parecemos destinados sin remedio a ser -no dijo "robados", pero añadió después de una pausa- "explotados".

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