Joseph Conrad - Nostromo
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No habían pasado seis meses desde la visita del presidente a Sulaco, cuando se supo con estupefacción en ésta que había ocurrido una sublevación del ejército en nombre del honor nacional. El ministro de la Guerra, en una arenga de cuartel dirigida a los oficiales del regimiento de artillería con ocasión de una revista, había declarado que el honor nacional estaba vendido a los extranjeros. El dictador, por su debilidad en acceder a las demandas de las potencias europeas relativas a la liquidación de sus antiguos créditos, se había mostrado inepto para gobernar. Una carta de Moraga explicó después que la iniciativa y aun el texto mismo de la alocución incendiaria era en realidad obra del otro Montero, el exguerrillero, el comandante de la plaza. El enérgico tratamiento del doctor Monygham, llamado a toda prisa "de la montaña", y que vino galopando de noche en un trayecto de tres leguas, salvó a don José de un peligroso ataque de ictericia.
Después de salir del accidente, don José no quiso permanecer en cama. Realmente, las primeras noticias fueron seguidas de otras mejores. La revolución se hallaba vencida en la capital después de una noche de pelea en las calles. Por desgracia ambos Montero habían logrado escapar al sur, encaminándose a la provincia de Entre-Montes, de donde eran naturales. El héroe de la marcha a través de los bosques, el vencedor del Río Seco, fue recibido con frenéticas aclamaciones en Nicoya, capital de la provincia. Las tropas de la guarnición se le habían unido en masa. Los dos hermanos trabajaban en organizar un ejército, recogiendo a los descontentos, enviando emisarios bien provistos de patrióticas mentiras para el pueblo y de promesas de saqueo para los llaneros salvajes. Hasta se fundó una prensa monterista, que en tono de oráculo hablaba de las secretas promesas de apoyo dadas por "nuestra gran hermana, la República del Norte", contra los siniestros designios de adueñarse del país, alimentados por las potencias de Europa, execrando en todos los números al "miserable Rivera", que había trabajado en secreto para entregar a su patria, atada de pies y manos, a la codicia de especuladores extranjeros.
Sulaco, provincia pastoril y adormecida, con su opulento Campo y la rica mina de plata, oía sólo a intervalos el estrépito de armas en su afortunado aislamiento. Sin embargo de eso, acudió a la línea de combate enviando hombres y dinero en defensa del gobierno; pero aun los rumores de la lucha llegaban a ella dando grandes rodeos -del extranjero a veces: tan separada estaba del resto de la República, no sólo por obstáculos naturales, sino por las vicisitudes de la guerra. Los monteristas tenían puesto sitio a Cayta, importante punto de escala postal. Los correos del interior dejaron de llegar salvando las montañas; y al fin no hubo mulatero que se arriesgara a hacer el viaje; el mismo Bonifacio no regresó de Santa Marta, adonde había sido enviado, o porque no se atrevió a salir de la ciudad o tal vez por haber caído prisionero de las partidas enemigas que recorrían la Cordillera y la capital. Sin embargo de eso, las publicaciones monteristas penetraban en la provincia de un modo bastante misterioso, así como emisarios de la rebelión que predicaban muerte a los aristócratas en las aldeas y ciudades del Campo. Muy luego, al principio de los disturbios, Hernández el bandido había ofrecido (por mediación de un anciano cura de aldea en la región no civilizada aún) entregar a dos de aquellos agentes a las autoridades riveristas de Tonoro. Se le habían presentado prometiéndole perdón absoluto y el grado de coronel de parte del general Montero, si se unía al ejército sublevado con su cuadrilla montada. Cuando se recibió el ofrecimiento de Hernández no se le dio importancia. El documento llegó acompañando, en prueba de buena fe, a una solicitud en la que su autor pedía a la Diputación de Sulaco permiso para incorporarse con toda su partida a las fuerzas que a la sazón se organizaban en Sulaco para defender el mandato de cinco años otorgado al presidente. Esa petición, como todas las demás, fue a parar a manos de don José. Habíale mostrado a la señora de Gould aquellas hojas de papel basto (robado probablemente en alguna tienda de aldea), llenas de la escritura garabateada y tortuosa del viejo Padre, a quien habían secuestrado de su choza inmediata a la iglesia de barro para servir de secretario al temido salteador. El señor Avellanos y su amiga se habían inclinado a la luz de la lámpara de la sala para leer el documento que contenía el feroz y a la vez suplicante ruego del peticionario, clamando contra la ciega y estúpida barbarie que había convertido a un ranchero honrado en bandido. Una postdata del sacerdote afirmaba que, fuera de haberle privado de libertad por diez días, le habían tratado con humanidad y con el respeto debido a su sagrado carácter. Según parece, confesó y absolvió al jefe y a casi todos los de la cuadrilla, en vista de la sinceridad y buena disposición que habían mostrado, aunque imponiendo graves penitencias. Pero advertía con razón que difícilmente los confesados harían paces duraderas con Dios, mientras no las hicieran con los hombres.
Acaso nunca hubiera visto Hernández menos en peligro su cabeza que cuando impetró rendidamente permiso para comprar su perdón y el de la banda de desertores, mediante el servicio armado. Podía hacer correrías a gran distancia desde los territorios yermos que protegían su seguridad, sin que nadie le molestara, porque no habían quedado tropas en toda la provincia. La guarnición reglamentaria de Sulaco había partido para el Sur con su banda tocando la marcha de Bolívar sobre el puente de un vapor de la Compañía O.S.N. Los coches de las principales familias, estacionados a lo largo del puerto, oscilaron en sus muelles cuando las señoras y señoritas, puestas de pie, agitaban entusiasmadas sus pañuelos de encaje, cada vez que las gabarras, abarrotadas de tropa, dejaban una tras otra el extremo del muelle.
Nostromo dirigió el embarque, a las órdenes del capitán Mitchell, que, encendido el rostro por el calor del sol, conspicuo con su chaleco blanco, representaba la alianza y solícita benevolencia de todos los intereses materiales de la civilización. Mandaba las fuerzas el general Barrios y, al partir, aseguró a don José que en tres semanas tendrían metido a Montero en una jaula de madera, tirada por tres pares de bueyes, en condiciones de hacer una gira por todas las ciudades de la República.
– Y después de eso, señora -continuó, descubriendo su cabeza de pelo gris ante la esposa del administrador de la mina, sentada en su landó-, y luego, señora, convertiremos nuestras espadas en rejas y nos haremos ricos. Yo mismo, en cuanto se haya arreglado este asuntillo, emprenderé una explotación agrícola en algunas fincas que tengo en los llanos y procuraré hacer algún dinerillo en paz y en gracia de Dios. Señora, toda Costaguana -¿qué digo?- toda Sudamérica sabe que Pablo Barrios ha tenido alientos para cubrirse de gloria militar.
Carlos Gould no estuvo presente al ansioso y patriótico envío de tropas. Ni le incumbía asistir al embarque de soldados, ni semejante diligencia se amoldaba a sus inclinaciones ni a su política. Sus energías, inclinaciones y política estaban empeñadas en la empresa de mantener fluyendo sin tropiezos la corriente del precioso metal, que él con su solo esfuerzo había hecho brotar de las excavaciones recomenzadas en el flanco de la montaña. Al paso que avanzó la explotación de la mina, Carlos Gould fue instruyendo a varios indígenas para que le ayudaran como capataces, fundidores, artesanos y escribientes, con don Pepe que desempeñaba el cargo de gobernador de la población minera. En cuanto a lo demás, él solo llevaba todo el peso del Imperium in Imperio, la gran concesión Gould, cuya mera sombra había sido bastante poderosa para arruinar la vida de su padre.
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