Joseph Conrad - Nostromo
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La desatentada lucha de facciones ambiciosas que siguió a la tiranía de Guzmán Bento pareció preparar la anhelada realización de su deseo. Era ya demasiado viejo para descender a la arena en Santa Marta; pero los hombres de mayor influencia política le consultaban en todas sus resoluciones. Además, él mismo se persuadió de que sería más útil permaneciendo a distancia en Sulaco.
El ascendiente de Avellanos creció cuando se supo que, no obstante vivir con pobreza dignificada en la residencia ciudadana de los Corbelán (frente a la casa Gould), podía disponer de medios materiales en apoyo de la causa que defendía. Su llamamiento a las fuerzas vivas del país en forma de manifiesto en tiempo de elecciones fue el que decidió la candidatura de don Vicente Rivera para la presidencia. Otro de esos documentos políticos compuestos por don José (esta vez con el carácter de alocución en nombre de la provincia) indujo a aquel escrupuloso constitucionalista a aceptar los poderes extraordinarios que se le confirieron por cinco años por un voto abrumador del Congreso en Santa Marta. Era un mandato específico para establecer la prosperidad del pueblo sobre la base de una paz estable en el interior y de redimir el crédito nacional mediante la satisfacción de las justas reclamaciones del exterior.
La tarde que llegó a Sulaco la noticia de aquel voto por la vía postal indirecta de Cayta, siguiendo en vapor a lo largo de la costa, don José, que había estado aguardando el correo en la sala de los Gould, se levantó de la mecedora dejando caer de las rodillas el sombrero. Frotóse con ambas manos el pelo cano, recortado, que cubría su cabeza, y se quedó sin poder articular palabra por el exceso de alegría.
– Emilia, hija mía -exclamó al fin-, ¡déjame darte un abrazo! Permite…
Si el capitán Mitchell hubiera estado allí, habría hecho sin duda una observación sobre el alborear de una nueva era; pero, aunque a don José le ocurrió algo semejante, su elocuencia le falló en esta ocasión. El inspirador de la reviviscencia del partido blanco vaciló en el sitio donde permanecía de pie; y la señora de Gould se le acercó presurosa, y fingiendo ofrecerle la mejilla con una sonrisa, se ingenió para sostenerle con su brazo que realmente necesitaba.
El anciano se recobró al punto, pero por algún tiempo sólo pudo balbucir: "¡Mis queridos patriotas! ¡Mis queridos patriotas, los dos!", mientras dirigía la vista cuándo al uno, cuándo al otro de los dos esposos. Por la mente del escritor vagaron planes de otra obra histórica, en la que se expondrían a la reverente veneración de la posteridad todos los sacrificios dedicados a la regeneración del país por él tan amado. Como historiador, había tenido bastante elevación de sentimientos para escribir sobre Guzmán Bentos: "No obstante lo anteriormente expuesto, este monstruo, empapado en la sangre de sus compatriotas, no debe ser entregado sin reserva a la execración de las futuras edades. Parece cierto que también él amaba a su país. Le había dado doce años de paz; y habiendo sido dueño absoluto de vidas y haciendas, murió pobre. Tal vez su falta más grave no fue la ferocidad, sino la ignorancia." El hombre que pudo escribir tales palabras sobre un cruel perseguidor suyo (el pasaje citado se contiene en la Historia del Desgobierno ) experimentaba, al ver apuntar el término de sus aspiraciones, un sentimiento de caridad casi ilimitado a los dos jóvenes esposos de allende el Atlántico que le habían ayudado en la empresa.
Así como, años antes, Enrique Gould, sin obedecer a ningún arrebato pasional, por sola la convicción de la necesidad práctica, más poderosa que todas las doctrinas políticas abstractas, había desenvainado la espada en favor del orden; así ahora, mudada la condición de los tiempos, Carlos Gould había intervenido en la contienda con la plata de Santo Tomé. El inglés de Sulaco o el "inglés de Costaguana" de la tercera generación distaba tanto de ser un intrigante político, como distó su tío de ser un matón revolucionario. El comportamiento de ambos fue hijo de la reflexión y estuvo inspirado por la instintiva rectitud de sus temperamentos. Vieron la oportunidad, e hicieron uso del arma que hallaron a mano.
El papel desempeñado por Carlos Gould -preeminente detrás de bastidores en la tentativa encaminada a restablecer la paz y el crédito de la República- era muy claro. En principio tuvo que acomodarse a la corrupción dominante. El mismo descaro ingenuo e impudencia cínica con que era confesada, en vez de despertar su enojo, le movieron a no retroceder ante aquella fuerza irresponsable, que destruía todo lo que tocaba. No era odio lo que merecía, sino desprecio. Así, pues, no vaciló en valerse de la venalidad de los funcionarios públicos, pero lo hizo con el frío e impávido desdén que se traslucía, antes que se disimulaba, en las formas de rígida cortesía usadas al tratar con ellos. Esas formas encerraban una especie de protesta muda que le eximía ante su conciencia de la ignominia de la complicidad. Con todo, en el fondo padecía, porque su genio no se avenía a cobardes condescendencias. Pero rehusaba discutir con su esposa el lado moral de tal intervención. Confiaba en que, si bien algo desencantada, tendría bastante inteligencia para comprender que el carácter de su esposo, tanto o más que su política, constituía la salvaguardia de la empresa a que habían consagrado sus vidas. El extraordinario desenvolvimiento de la mina había puesto en manos de Carlos Gould un gran poder. Le era cada vez más molesto contemplar aquella prosperidad a merced de codicias insensatas. A la señora de Gould le parecía humillante. Como quiera que se mirara, era peligroso. En las comunicaciones confidenciales, cambiadas entre Carlos Gould -Rey de Sulaco- y el jefe de los grandes negocios de plata y acero, residente en California, fue arraigándose la convicción de que convenía apoyar discretamente toda tentativa regeneradora, dirigida por personas de instrucción e integridad. "Puede usted decir a su amigo Avellanos que pienso como él", había escrito míster Holroyd en el momento oportuno desde su inviolable santuario, recluido en el interior del alto edificio de once pisos, donde se fraguaban los negocios colosales. Poco después, el partido riverista de Costaguana, disponiendo de un crédito abierto por el Tercer Banco del Sur (situado en la segunda puerta desde la del Edificio Holroyd), tomó una forma práctica a los ojos del administrador de la mina de Santo Tomé. Y don José, el amigo hereditario de la familia Gould, pudo decir: "Tal vez, mi querido Carlos, no ha sido vana mi fe en la regeneración del país."
Capítulo II
Después de otra lucha armada, decidida por la victoria de Montero en Río Seco, y que se añadió a la historia ya larga de las guerras civiles, los "hombres honrados", como los llamaba don José, pudieron respirar libremente, por vez primera desde hacía medio siglo. El mandato de cinco años, conferido por la representación del país a don Vicente Rivera, llegó a ser la base de la regeneración, tan ardientemente deseada y esperada por Avellanos, siendo para él una especie de elíxir de juventud eterna.
Mas, cuando la situación fue puesta en peligro por el "bruto de Montero" repentinamente -aunque no de un modo inesperado-, la vehemente indignación de don José es la que pareció reanimarle a nueva vida. Ya en los días de la visita del presidente-dictador a Sulaco, Moraga había dado una nota de alarma, desde la capital de la República, sobre el ministro de Guerra. Montero y su hermano fueron objeto de una grave conferencia entre el jefe de Estado y el Néstor inspirador del partido. Pero don Vicente, doctor en filosofía de la Universidad de Córdoba, parecía sentir un respeto exagerado por los talantes militares, y su imaginación de intelectual veía en ellos algo misterioso que le impresionaba. El vencedor de Río Seco era un héroe popular. Sus servicios estaban tan recientes, que el presidente-dictador temblaba ante la obvia acusación de ingratitud política. Por otra parte se habían iniciado grandes negociaciones regeneradoras -el último empréstito, una nueva línea de ferrocarril, un vasto plan de colonización. Había que evitar a todo trance todo lo que pudiera sobresaltar la opinión pública en la capital. Don José concedía gran importancia a estos argumentos, y se esforzaba por sacudir de su cerebro la pesadilla del prestigioso soldadote, a quien su uniforme galoneado de oro, enorme sable y brillantes botas de montar no libraban de quedar reducido a una figura sin importancia -así lo esperaba el antiguo diplomático- en el nuevo orden de cosas. ¡Deplorable ilusión!
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