Joseph Conrad - Nostromo

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Nostromo: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando el carruaje reanudó la marcha, el de la yegua se quitó de nuevo el sombrero, que era gris con cordón y borlas de plata. Los brillantes colores de un sarape mejicano arrollado en el borrén del arzón, los enormes botones de plata de la chaqueta de cordobán bordada, en la hilera de botoncitos del mismo metal a lo largo de las costuras de las perneras, la blanquísima pechera de la camisa, la faja de seda con remates bordados, las guarniciones plateadas de la silla y cabeza proclamaban la inimitable galanura del famoso capataz de cargadores -el antiguo marinero mediterráneo-, ataviado con el esplendor mas elegante que cualquier rico ranchero del campo en un día de gran fiesta.

– Es un grandísimo favor para mí -murmuró Giorgio, pensando todavía en la casa, porque a la sazón odiaba los cambios de residencia-. A la signora Gould le ha bastado decir una palabra al inglés.

– ¿Al señor ese, que tiene bastante dinero para pagar la construcción de un ferrocarril? Se marcha dentro de una hora -observó Nostromo con indiferencia-. ¡Buonviaggio! Le he guardado los huesos en todo el trayecto que hay desde el paso de la Entrada hasta el llano y la ciudad de Sulaco ni más ni menos que si hubiera sido mi padre.

El viejo Giorgio se limitó a mover la cabeza a un lado con aire distraído. Nostromo apuntó al carruaje de los Gould, que se acercaba a la puerta herbosa de la antigua muralla de la ciudad, semejante a un seto selvático de espeso y entretejido ramaje.

– Y también he pasado noches y noches sentado solo en el almacén de la Compañía junto al montón de lingotes de plata del otro inglés, custodiándolo cómo si fuera mío.

Viola parecía absorto en sus pensamientos.

– Es un gran favor para mí -repitió obsesionado por la idea de no tener que desalojar la casa.

– Lo es -asistió el magnífico capataz de cargadores tranquilamente-. Oye, Vecchio…, entra y sácame un cigarro puro, pero no lo busques en mi cuarto. Allí no hay nada.

El garibaldino entró en el caf é y salió al punto, fija aún la mente en el mismo pensamiento, mientras mascullaba caviloso entre sus bigotes:

– Las niñas crecidas ya… y ni un sólo varón. ¡Las dos muchachas!

Suspiró y guardó silencio.

– Hombre, ¿no me traes más que uno? -advirtió Nostromo mirando al distraído viejo con regocijado humor-. Pero no importa -añadió indiferente-; basta con uno hasta que se necesite otro.

Encendió el puro y dejó caer el fósforo de sus dedos inertes. Giorgio Viola alzó la vista y dijo de pronto:

– Mi hijo hubiera sido un mozo tan arrogante como tú, Gian Battista, si hubiera vivido.

– ¿Quién? ¿Tu hijo? ¡Ya lo creo! Tienes razón, padrone. Si se hubiera parecido a mi, no hay duda de que habría sido un hombre.

Hizo girar despacio su cabalgadura y avanzó por entre los tenduchos refrenando hasta pararse de cuando en cuando, a causa de los chiquillos y gente venida de lejanas aldeas del Campo, que se le quedaban mirando de hito en hito con admiración. Los descargadores de la Compañía le saludaban desde lejos; y el envidiado capataz proseguía su marcha hacia el pabellón de baile entre murmullos y frases atentas de los que le reconocían. La aglomeración de gente crecía; las guitarras rasgueaban con más fuerza; otros jinetes permanecían inmóviles, fumando tranquilamente sobre las cabezas de la multitud; ésta se arremolinaba y oprimía ante las puertas del ingente circo, de donde salía ruido de pisadas que caían a un tiempo al compás de la música vibrante y chillona con un ritmo de ingrata monotonía, dominado por el tremendo, insistente y sordo fragor del gombo. El bárbaro y tonante batir del enorme tambor, que posee la magia de enloquecer a las multitudes y de impresionar vivamente a los mismos europeos, pareció atraer a Nostromo al lugar de donde salía el estruendoso ruido.

Mientras allí se encaminaba, un hombre envuelto en un poncho, viejo y roto, se le acercó al estribo, y a pesar de los empujones que recibía por ambos lados, avanzó con el jinete, pidiendo a "su merced" una vez y otra que le diera empleo en el descargadero. Suplicó y rogó en tono quejumbroso ofreciendo al se ñor Capataz la mitad de su paga diaria por el privilegio de ser admitido en la hermandad de bravos cargadores, protestando de que con la otra mitad tendría bastante. Pero el hombre que era la mano derecha del capitán Mitchell -"de incalculable valor para la buena marcha de nuestro trabajo en el puerto, espejo de integridad"-después de examinar con mirada escudriñadora al harapiento mozo, movió la cabeza sin decir una palabra entre la barahúnda que seguía atronando alrededor.

El pedigüeño retrocedió; y un poco más adelante Nostromo tuvo que tirar del freno a su yegua. De las puertas del circo de baile hombres y mujeres salían con pasos vacilantes, chorreando sudor, temblando de pies a cabeza, para apoyarse acezando, con la boca entreabierta y la vista hipnotizada, contra la pared de tablas del pabellón, donde las arpas y guitarras continuaban resonando con furor creciente produciendo un estruendo tempestuoso. Centenares de manos palmoteaban; oíase un barullo de chillidos, y de repente las voces cesaban en sus gritos para cantar al unísono el estribillo de una tonada amorosa, que acababa en una cadencia desmayada y triste.

De entre la multitud salió disparada con certera puntería una flor roja, que dio en la mejilla al arrogante capataz. Este la cogió al caer con gran limpieza, y por algún tiempo permaneció sin volver la cara. Cuando al fin se dignó echar una mirada alrededor, el pelotón de gente que había junto a él se abrió para dejar paso a una linda morenita, de cabello sujeto con peineta de oro, que avanzó por el espacio libre.

Sus brazos y cuello emergían rollizos y desnudos de una camiseta blanquísima; la falda azul, recogida en todo su vuelo por delante, muy ajustada en las caderas y prieta por detrás, revelaba su andar provocador. Llegóse en derechura al jinete y puso la mano sobre el cuello de la yegua, mirando de lado con expresión tímida y coqueta.

– Di, querido -murmuró en tono acariciador-, ¿por qué te haces el distraído cuando paso?

– Porque ya no te quiero -respondió Nostromo resueltamente, tras un momento de reflexión.

La mano que descansaba en el cuello de la yegua se agitó con un repentino temblor; y la muchacha bajó la cabeza ante el amplio círculo de curiosos, formado en torno del generoso, terrible e inconstante capataz de cargadores y su morenita.

Nostromo miró a la joven y vio que las lágrimas empezaron a correr por su rostro.

– ¿Se acabó todo, pues, amado de mi alma? -murmuró-. ¿Lo dices de veras?

– No -contestó el jinete, mirando a lo lejos indiferente. -Ha sido una broma. Te quiero como siempre.

– ¿Es cierto? -preguntó con zalamería, húmedas aún las mejillas con el llanto.

– Cierto.

– ¿Me lo aseguras por tu vida?

– Te lo aseguro; pero no me pidas que te lo jure por la Madona que tienes en tu cuarto.

Y el capataz se echó a reír, correspondiendo a las bromas de la multitud.

Ella hizo un mohín -muy gracioso- con un leve tinte de desagrado.

– No, no necesito pedirte eso; estoy viendo el amor en tus ojos y en el temblor de tu mano -dijo, mientras el cavernoso tronar del gombo seguía sin parar-. Pero si verdaderamente amas tanto a tu Paquita, debes regalarle un rosario engarzado en oro para el cuello de su Madona.

– Eso, es demasiado -replicó Nostromo, mirándola en el fondo de sus ojos suplicantes, que de pronto se quedaron yertos de sorpresa.

– ¿Demasiado? Pues ¿qué otra cosa ha de obsequiarme su merced en el día de la fiesta? -interrogó enojada la morenita-. ¿O es que su merced ha de dejarme avergonzada ante toda esta gente?

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