Joseph Conrad - Nostromo

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Don Pepe cerraba con candado las portezuelas una tras otra, y a la señal dada por su silbato, la hilera de vehículos rompía la marcha, estrechamente rodeada del ruido de espuelas y carabinas, entre el sacudir y restallar de látigos, produciendo un sordo y repentino estrépito al cruzar el puente de madera que formaba el límite entre el territorio ocupado por la población minera y "el país de los ladrones y macacos sanguinarios" (según la expresión de don Pepe). La escolta avanzaba a los lados, apareciendo a la primera luz de la alborada sus figuras envueltas en ropas de abrigo, bajo de sombreros que oscilaban, con las carabinas a la cadera y las manos enjutas y morenas que empuñaban las bridas, asomando por entre los pliegues de los ponchos.

El convoy, después de contornear un bosquecillo, a lo largo de la ruta de la mina entre las chozas de barro y las casas enanas de Rincón, aceleraba el paso en el Camino real; los mozos arreaban los mulos; la escolta galopaba; don Carlos hacía lo propio, permaneciendo solo delante de la nube de polvo levantada por los carros, presentando el conjunto una vaga visión de largas orejas levantadas de flotantes banderitas verdes y blancas, clavadas en los arcones de la plata, de carabinas verticales entre una nube de sombreros, bajo de los que se divisaba blanco brillar de ojos; y detrás de toda aquella polvareda y estrépito, don Pepe, apenas visible, con semblante grave e indiferente, subiendo y bajando a compás sobre un caballo negro, cuelligacho, de belfos blancos y cabeza de martillo.

Los soñolientos moradores de los grupos de chozas en los pequeños ranchos inmediatos al camino, reconocían en el repentino estruendo el cargamento de plata de Santo Tomé, que pasaba escoltado en dirección a los desmoronados muros de la ciudad situada al lado del Campo. A veces salían a las puertas para verle rodar al galope por rutas y pedregales, entre un atronador traqueteo y chasquidos de fustas, con el ímpetu precipitado y dirección precisa de una batería de campaña al entrar en acción, llevando en la vanguardia a gran distancia la solitaria figura inglesa del señor administrador.

En las dehesas cercadas, contiguas al camino, los caballos que pastaban sueltos se lanzaban frenéticos a correr en tropas de docenas; el pesado ganado vacuno alzaba la cabeza sobre el alto hierbal que le llegaba al pecho y unía un sordo mugir al ruido de la veloz carretería; algún indio manso de una aldea echaba una mirada atrás y empujaba su cargado borriquillo contra una pared, sacándolo de la vía seguida por el convoy de Santo Tomé al encaminarse al mar; los mendigos acurrucados al pie del Caballo de Piedra, temblando con el frío de la madrugada, solían exclamar: " ¡Caramba!" al verle describir una amplia curva y penetrar a todo correr por la desierta calle de la Constitución, porque los carreros de la mina de Santo Tomé creían que lo correcto y propio era cruzar la medio adormecida ciudad de un extremo a otro sin acortar la velocidad, como si los persiguiera un diablo.

Los primeros fulgores del sol reverberaban sobre las fachadas de delicado tinte amarillo verdoso, rosa y azul pálidos de las casonas, con todas las puertas cerradas aún, y sin rostro alguno tras las rejas de las ventanas.

En toda la hilera de balcones soleados y desiertos a lo largo de la calle, sólo podía verse una figura blanca a gran altura sobre el iluminado piso: era la esposa del señor administrador, con su abundante mata de cabello rubio, recogido al desgaire, y una guarnición de encaje alrededor del cuello de su bata de muselina, que se inclinaba para ver pasar el convoy en dirección al puerto. Contestaba con una sonrisa a la rápida y única mirada de su marido, contemplaba el veloz desfile de los carretones bajo de sus pies con ordenado fragor, y agitaba la mano correspondiendo al saludo de don Pepe, que al llegar frente a ella galopando se inclinaba con ceremoniosa deferencia quitándose el sombrero y abatiéndolo hasta debajo de la rodilla.

Con el transcurso de los años se alargó la serie de arcones cerrados y creció proporcionalmente la escolta. Cada tres meses un tren creciente de cargamento de plata barría como furiosa avenida las calles de Sulaco encaminándose a la cámara fuerte del edificio de la Compañía O.S.N., situado junto al puerto, para aguardar allí el momento de ser embarcado con destino al Norte. El convoy crecía no sólo en volumen, sino en valor -más grande aún en proporción-, porque, según Carlos dijo una vez a su esposa con satisfacción mal disimulada, no había visto en el mundo nada que se acercara a la vena de la Concesión Gould. Para ambos consortes, identificados en sus designios, cada convoy que pasaba por debajo de los balcones de la casa que habitaban representaba una nueva victoria, ganada en la conquista de la paz para Sulaco.

A no dudarlo, la acción inicial de Carlos se había visto secundada en un principio por el período de relativa paz que sobrevino entonces, y también por la general dulcificación de las costumbres, sobre todo si se las comparaba con las de la época de las guerras civiles, de las que emergió la férrea tiranía de Guzmán Bento, de terrible memoria. En las luchas que estallaron al finalizar su gobierno, después de quince años de paz, hubo más fatua ostentación de valentía, abundante crueldad y callado sufrimiento, pero menos ferocidad de fanatismo político. Prevalecieron los procedimientos bajos y ruines, más despreciables que los de época anterior e infinitamente menos violentos y difíciles de contrarrestar utilizando el mismo descarado cinismo de los móviles. Las contiendas revistieron el carácter franco de una rebatiña por apoderarse del botín, cada vez más mermado, porque toda empresa había sido estúpidamente asesinada en el país.

De esta suerte avino que la provincia de Sulaco, teatro en otro tiempo de enconadas venganzas de partidos, llegó a ser una de las que reunían mejores condiciones para galardonar servicios políticos y facilitar el ascenso a los primeros puestos del gobierno. Los amos del poder en Santa Marta reservaban los cargos del Estado Occidental para sus más cercanos parientes y allegados, sobrinos, hermanos, esposos de hermanas predilectas, amigos íntimos, partidarios leales -o poderosos que inspiraban temor. Era la provincia afortunada, donde se ofrecían las ocasiones más ventajosas de medro y se percibían las pagas más crecidas; porque la mina de Santo Tomé tenía su lista extraoficial, cuyas partidas y asignaciones, fijadas en consulta por Carlos Gould y el señor Avellanos, se sometían a la aprobación de un eminente financiero norteamericano, que todos los meses dedicaba unos veinte minutos a los negocios de Sulaco.

Al mismo tiempo, los intereses materiales de todo género, apoyados por la influencia de la mina de Santo Tomé, adquirían tranquilo desenvolvimiento en aquella parte de la República. Y mientras, por una parte, la colecturía de tributos de Sulaco, según se sabía generalmente en el mundo político de la capital, allanaba el camino para llegar al ministro de Hacienda, y así sucesivamente respecto de otros puestos oficiales; por otra, los decaídos círculos de negocios del país llegaron a considerar la Provincia Occidental como la tierra prometida de salvación, en especial si se lograba estar en buenas relaciones con la administración de la mina. "Carlos Gould; excelente persona. Absolutamente indispensable obtener su apoyo antes de dar un solo paso. Procúrese usted una recomendación de Moragas, si le es posible, el agente del Rey de Sulaco, ¿sabe usted?"

Se comprende, pues, que sir John, al llegar de Europa con ánimo de obviar dificultades para su ferrocarril, se encontrara en Costaguana con el nombre (y aun el sobriquete) de Carlos Gould al revolver de cada esquina. Y en vista de la ayuda decisiva, prestada por el agente de la administración de Santo Tomé en la capital (sujeto cortés y bien informado, a juicio de sir John), para la realización de la gira presidencial, el último empezó a creer que había un gran fondo de verdad en los rumores corrientes sobre la inmensa influencia oculta de la Concesión Gould.

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