Joseph Conrad - Nostromo

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Con todo, fijando la vista en el lingote de plata, hizo una seña con la cabeza a don Pepe, para advertirle:

– A no ser por la desenfrenada tiranía de los gobiernos de ustedes, don Pepe, muchos facinerosos que ahora siguen a Hernández vivirían pacíficos y felices con el honrado trabajo de sus manos.

– ¡Verdad como un templo, señora! -exclamó don Pepe con entusiasmo-. Dios le ha dado a usted talento para comprender el verdadero sentir de los hijos del pueblo. Usted los ha visto a su alrededor, doña Emilia -mansos como corderos, sufridos como sus burros, bravos como leones. Aquí donde usted me ve, señora, los he mandado en los combates y me han seguido hasta la boca misma de los cañones… en tiempo de Páez, hombre de extraordinaria generosidad y valor, al que sólo se pareció algo el tío de don Carlos, en lo que yo sé. No es extraño que merodeen bandidos en el campo cuando en el gobierno de la capital no hay más que ladrones, petardistas y macacos sanguinarios. Pero, así y todo, un bandido es un bandido, y necesitamos una docena de buenas carabinas Winchester para bajar con la plata a Sulaco.

El viaje a caballo de la señora de Gould con el grupo que escoltó la primera remesa de plata a Sulaco fue el episodio que cerró lo que ella llamaba "mi vida de campo", antes de establecerse en la ciudad de un modo permanente, según cumplía y hasta le era necesario a la esposa del administrador de una institución tan importante como la mina de Santo Tomé. Porque llegó a ser una verdadera institución, un foco de resurgimiento general en la provincia, necesitada de orden y estabilidad para vivir. De la garganta de la montaña parecía fluir la seguridad y derramarse por todo el territorio. Las autoridades de Sulaco llegaron a comprender que la mina de Santo Tomé imponía la necesidad de no molestar al pueblo ni perturbar la marcha de las cosas. Esto era la mayor aproximación al gobierno de sensatez y justicia que Carlos Gould creyó posible obtener en los comienzos.

Realmente la mina, con su organización, su colonia que crecía, sostenida por una situación de seguridad privilegiada, con su equipo de pertrechos y bastimentos, con su don Pepe, con su cuerpo armado de serenos (en el que, según se susurraba, habían hallado empleo muchos criminales y desertores… y aun algunos miembros de la banda de Hernández), la mina era un poder en el país. Así lo proclamó con risa sarcástica e indignada cierto prohombre del gobierno de Santa Marta, al discutirse en cierta ocasión el comportamiento observado por las autoridades de Sulaco durante una crisis política.

– ¿Usted llama a esos hombres funcionarios del gobierno? ¿Del gobierno? ¡Nunca! Funcionarios de la mina…, funcionarios de la concesión… Eso es lo que son.

El eminente personaje (que a la sazón estaba en el poder, tipo de rostro amarillento y pelo corto, ensortijado, por no decir lanoso) llegó en su momentáneo enojo a amenazar con el puño a su contrincante, mientras vociferaba:

– ¡Sí! ¡Todos! Y no se me contradiga. ¡Todos! El jefe político, el jefe de policía, el jefe de aduanas, el general, todos, sí, señor, todos son funcionarios de ese Gould.

Palabras que fueron recibidas con un intrépido, pero ahogado murmullo de protesta, que se prolongó por algún tiempo en el gabinete ministerial; y la furia del eminente personaje acabó en un cínico encogimiento de hombros. Al fin y al cabo, pareció decir, ¿qué importa, mientras no se relegue al olvido al ministro mismo durante el breve período de su autoridad? Mas el agente no oficial de la mina de Santo Tomé, que trabajaba por una buena causa, tenía sus momentos de ansiedad, que se reflejaban en las cartas escritas a don José Avellanos, de quien era sobrino carnal por parte de madre.

Don Pepe, para tranquilizar a la señora de Gould, solía asegurarle:

– Ningún macaco sanguinario de Santa Marta pondrá los pies en la parte de Costaguana que cae del otro lado del puente de Santo Tomé, a no ser, por supuesto, que se trate de algún invitado por nuestro se ñor administrador, que es un gran político.

Pero a Carlos Gould, en su habitación particular, el veterano sargento mayor solía advertirle con militaresca jovialidad, preñada de siniestros recelos:

– En este negocio nos estamos jugando la cabeza.

Don José Avellanos murmuraba con aire de profunda satisfacción:

– Imperium in imperio, Emilia, hija mía.

Expresión que por extraño modo parecía contener cierta mezcla de malestar físico. Este pormenor, no obstante, tal vez sólo podía ser notado por los que estaban en el secreto.

Y para los iniciados en el mismo era un lugar maravilloso la sala de confianza de la casa Gould. Los verdaderamente íntimos formaban un grupo poco numeroso. En primer lugar, el amo -el señor administrador-, envejecido, imperturbable, encerrado en misterioso silencio, ahondadas las líneas de su rubia tez inglesa, dejándose ver sólo momentáneamente, cruzando con sus larguiruchas piernas de incansable caballista las puertas de la casa, recién llegado "de la montaña", o con sonantes espuelas y la fusta bajo del brazo, a punto de partir "para la montaña". Después del amo, don Pepe, sentado en su silla con modesta marcialidad, el llanero, que parecía haber adquirido, sin saber cómo, su buen humor de soldado aguerrido, su conocimiento del mundo, y sus modales propios del puesto que ocupaba, en medio de las feroces peleas con sus compatriotas. El tercero era Avellanos, cortés y afable, diplomático, cuya locuacidad encerraba delicados consejos de cautelosa prudencia, con su manuscrito de un trabajo histórico sobre Costaguana, intitulado " Cincuenta A ños de Desgobierno ", que por entonces no creía prudente (aun caso de ser posible) "dar a conocer al mundo". Estos tres y doña Emilia entre ellos, graciosa, menuda, con el aspecto de una hada ante el brillante servicio del té, se hallaban poseídos todos del mismo pensamiento dominante, tenían la misma conciencia de la tirantez de la situación, y alimentaba la misma perenne aspiración de conservar el inviolable carácter de la mina a toda costa. También solía verse allí al capitán Mitchell, un poco aparte, junto a, una de las largas ventanas, envuelto en cierto aire de viejo solterón acicalado a la antigua usanza; un poco aparatoso, con su chaleco blanco; un tanto desatendido, pero sin percatarse de ello; del todo a oscuras en muchos asuntos e imaginándose estar enterado a fondo. El buen hombre, que se había pasado treinta años largos de su vida navegando en alta mar, antes de obtener lo que él llamaba un "billete de playa", se asombraba de que en tierra firme pudiera haber otros negocios y sucesos de importancia que los relativos a embarque. De modo que todos los hechos que se salían del curso normal diario, para él "señalaban una época" o, por lo menos, constituían "historia". Cuando no encajaban en esas dos clasificaciones, el capitán Mitchell, luchando entre su habitual pomposidad y el desmayo, doblaba la rubicunda y hermosa faz, encuadrada por denso cabello blanquísimo y recortadas patillas, para musitar:

– Ah! Eso, señor, fue una equivocación.

La llegada de la primera consignación de la plata de Santo Tomé para ser embarcada con destino a San Francisco en uno de los vagones correos de la Compañía O.S.N., como era natural, "señaló una época" para el capitán Mitchell. Los lingotes empaquetados en cajas de cuero crudo de buey con dobles asideros trenzados, bastante pequeñas para ser transportadas con facilidad por dos hombres, fueron bajadas cuidadosamente por los serenos de la mina en parejas, en un trecho de media milla poco más o menos por senderos escarpados y tortuosos, hasta el pie de la montaña.

Allí eran cargadas en una ristra de carretones de dos ruedas, semejantes a cofres grandes con una portezuela en la parte posterior, y tirados cada uno por dos mulos, que aguardaban bajo de la custodia de serenos a caballo y armados.

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