Joseph Conrad - Nostromo

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Así se explicaba profesionalmente el veterano militar de bigotes colgantes, cara enjuta avellanada y barbilla redonda y maciza, que recordaba el tipo del vaquero característico de los grandes Llanos del Sur. "¡Ah!, señores; si ustedes hubieran oído a un viejo oficial de Páez…" era el exordio de todos sus discursos en el Club Aristocrático de Sulaco, donde se le admitía en atención a los servicios prestados en otro tiempo a la causa de la Federación. El club, que databa de los días en que se proclamó la independencia de Costaguana, se ufanaba de contar entre sus fundadores a muchos héroes de la libertad. Fue suprimido arbitrariamente por varios gobiernos, sus miembros habían sido objeto de proscripciones, y hasta (una vez al menos) de una matanza general, después de haberlos congregado en un banquete por orden de un fanático comandante militar -la chusma desgarró luego los vestidos de las víctimas y arrojó sus cuerpos a la plaza por los balcones del edificio;- pero se organizó de nuevo y a la sazón florecía pacíficamente. Hacía extensiva a los extranjeros la amplia hospitalidad de los fríos y enormes aposentos, situados en la parte correspondiente a la fachada del edificio, donde tenía su residencia, que en lo antiguo lo fue de los supremos funcionarios del Santo Oficio. Las otras dos alas, enteramente desiertas, se desmoronaban detrás de sus puertas claveteadas, y la especie de bosquecillo de tiernos naranjos que crecía en el suelo desnudo del patio ocultaba la completa ruina de la parte interior de la entrada. Cuando se penetraba en él desde la calle, creía uno entrar en un huerto cerrado. Llegábase al pie de una escalera destartalada, sobre la que parecía tender su protección la mohosa efigie de un santo obispo con mitra y ornamentos, soportando con mansedumbre evangélica el sacrílego ultraje de su nariz rota, y con las finas manos de piedra cruzadas sobre el pecho. Atezados rostros de criadas asomaban desde arriba, medio envueltos en desgreñadas matas de negro cabello; oíase el choque de bolas de billar; y luego de subir las escaleras y poner los pies en la primera sala, se tropezaba tal vez con don Pepe, sentado rígidamente en un sillón de respaldo vertical, a buena luz, moviendo sus largos bigotes al leer con suave mosconeo un antiguo diario de Santa Marta, tendido ante los ojos a la distancia del brazo. Su caballo -flemático, pero resistente ejemplar de cabos negros y cabeza de martillo- se inmovilizaba en la calle, dormitando bajo de una silla inmensa, con la nariz tocando casi el bordillo de la acera.

Don Pepe, "cuando estaba de vuelta de la montaña," según solía decirse en Sulaco, era uno de los contertulios de la casa Gould. Sentado con modesta compostura a cierta distancia de la mesa de té, las rodillas juntas, y un bondadoso guiño de jovialidad en sus ojos hundidos, intercalaba de cuando en cuando en el curso de la conversación sus chascarrillos irónicos. Había en aquel hombre cierta agudeza sana y alegre, y una vena de esa nobleza de sentimientos tan frecuente en simples soldados veteranos, de probado valor, que han pasado por mil peligros de muerte. Por supuesto, no entendía nada de minería, pero su empleo era de un género especial. Estaba encargado de mantener el orden en la población entera del territorio de la mina, el cual se extendía desde el arranque de la garganta hasta el sitio en que el camino carretero penetra en el llano, partiendo del pie de la montaña y cruzando un riachuelo por un puentecillo de madera, pintada de verde, que, por ser el color de la esperanza, lo era también de la mina.

Referíase en Sulaco que "en toda esa extensión de la montaña" don Pepe caminaba por senderos rodeados de precipicios, ciñendo un espadón sobre su maltrecho uniforme con desvaídas charreteras doradas de primer comandante. Los mineros de Costaguana, indios en su mayor número, le miraban con ojazos espantados y le llamaban Taita (padre), como suele hacerlo la gente descalza del país al hablar con cualquiera que lleve zapatos. Mayor tratamiento aún le daba Basilio, el mozo particular del señor Gould y jefe de la servidumbre, quien con la mayor buena fe y creyendo cumplir con lo que pide la cortesía, le anunció en una ocasión con las solemnes palabras: "El señor Gobernador ha llegado."

A don José Avellanos, que a la sazón estaba en la sala, le cayó en gracia de un modo extraordinario la propiedad del título, y con él saludó pomposamente a la bizarra figura militar de su homónimo, tan luego como apareció en la puerta. Don Pepe se limitó a sonreír al amparo de sus luengos bigotes, como diciendo: "Acaso no pudiera usted hallar otro nombre que peor le sentara a un viejo soldado."

Y el se ñor Gobernador continuó bromeando sobre sus funciones y dominio, en el que, según aseguraba con festiva exageración a la señora Gould:

– No chocan dos piedras en ninguna parte, sin que el gobernador oiga el ruido, se ñora.

Palabras que profería golpeándose la oreja con la punta del índice de un modo significativo. A pesar de que el número de mineros solamente pasaba de seiscientos, parecía conocer individualmente a los interminables Jos és, Manueles, Ignacios de las aldeas primera, segunda y tercera (tres eran los poblados mineros) que tenía bajo de su gobierno. Sabía reconocerlos no sólo por su caras achatadas y tristes, que a la señora de Gould le parecían iguales, como vaciadas en el mismo molde ancestral de sufrimiento y paciencia, sino, al parecer, también por los matices, graduados hasta lo infinito, de los torsos morenos recargados o cobrizos, cuando las dos tandas de obreros, quedándose en calzoncillos y con casquetes de cuero en la cabeza, se mezclaban en una confusión de miembros desnudos, picos al hombro, lámparas colgantes entre un confuso patuleo de pies calzados con chátaras en el llano fronterizo a la boca del túnel principal.

Era un período de descanso. Los muchachos indios se tumbaban perezosamente a lo largo de la prolongada línea de vagonetas vacías; los cernedores y rompedores de mineral se ponían en cuclillas y fumaban largos cigarros; los canalones de madera en plano inclinado sobre el borde de la plazoleta a la entrada del túnel yacían vacíos y mudos, oyéndose sólo el violento rodar del agua en los canalizos, y el estrellarse con furia contra las turbinas junto con el sordo golpear de los bocartes que pulverizaban la roca argentífera en la plataforma inferior. Los capataces, caracterizados por las medallas de bronce, pendientes sobre sus pechos desnudos, se ponían poco después al frente de sus cuadrillas, y al fin la montaña se tragaba una mitad de la silenciosa multitud, mientras la otra mitad se movía descendiendo en largas filas por los serpeantes senderos que conducían al fondo de la garganta.

Era profunda; y allá en el fondo una línea de vegetación que ondulaba entre las lustrosas superficies de las rocas semejaba un delgado cordón verde, en el que tres nudos terrosos con bananos, palmeras y copudos árboles mercaban la Aldea Una, la Aldea Dos y la Aldea Tres, que servían de morada a los mineros de la Concesión Gould.

Familias enteras habían emprendido la marcha, tan luego como se difundió la noticia del comienzo de los trabajos por el campo de pastizales, en dirección a la garganta de la cordillera del Higuerota, abriéndose camino, como las aguas de una gran diluviada, por los vericuetos y grietas de las azulinas laderas de las Sierras. Primero el padre con sombrero de paja cónico, luego la madre con los hijos mayores y generalmente también un asnillo; todos cargados, excepto el cabeza de familia, y acaso alguna muchacha talluda, orgullo de sus progenitores, que avanzaba, descalza y derecha como el astil de una lanza, con flotantes guedejas de azabache, perfil lleno y altivo, sin otra carga que el guitarrillo del país y un par de blandas sandalias de cuero, atadas con aquél a la espalda. Al ver grupos de esta clase siguiendo, como regueros de hormigas, los senderos cruzados de los pastizales o vivaqueando junto al camino real, los viajeros a caballo se decían:

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