Joseph Conrad - Nostromo
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Pero haremos constar aquí que por la época en que se recomenzaron los trabajos en la mina de Santo Tomé, el mulatero utilizado por Carlos Gould para sus primeros viajes al Campo añadió su pequeña recua de bestias de carga a la exigua corriente de tráfico que se hacía por los pasos de la montaña entre la altiplanicie de Santa Marta y el Valle de Sulaco. Por tan escabrosa y arriesgada ruta no hay de ordinario quien viaje, a no ser en circunstancias muy excepcionales; y, fuera de eso, el estado del comercio interior no requiere aumento de facilidades de transporte; pero el hombre pareció hallar modo de procurarse encargos. Siempre que emprendía el viaje por la mencionada ruta se agenciaba paquetes. Muy moreno y curado, con calzones de piel de cabra con el pelo hacia afuera, cabalgaba sentado cerca de la cola de su mulo, vuelto contra el sol el enorme sombrero, en el rostro alargado una expresión de bienaventurada holganza, y mosconeando, día tras día, una canción amorosa en tono triste, que interrumpía para lanzar, sin mudar de expresión, un grito a la tropilla de bestias que iba delante.
Colgado a la espalda cerca de los hombros llevaba un guitarrillo en el que se había preparado ingeniosamente un hueco a propósito para recibir un rollo de papel bien apretado, y que se tapaba después con una cuña de madera sujetándola a la armazón mediante un clavo. Mientras este mulatero estaba en Sulaco, no hacía otra cosa que fumar y pasar dormitando el día entero (como si para él no hubiera cuidados en el mundo), tendido sobre un banco de piedra junto a la entrada de la casa Gould, frente a las ventanas de la de Avellanos. Muchos años atrás, su madre había sido la encargada de lavar la ropa de la familia de don José, ejecutando con la mayor perfección el planchado de toda clase de prendas finas. El mulatero había nacido en una de sus haciendas. Llamábase Bonifacio, y don José, siempre que cruzaba la calle, a eso de las cinco, para visitar a doña Emilia, correspondía al humilde saludo de su antiguo criado con algún movimiento de la mano o de la cabeza. Los porteros de ambas casas conversaban con él en sus largas horas de ocio, tratándole con la mayor intimidad. Las noches las dedicaba al juego y a visitar, animado de generoso buen humor, a las chicas del peine de oro en las callejuelas más apartadas de la ciudad. Pero esto no obstaba para que fuera hombre discreto.
Capítulo VIII
Aquellos de nosotros a quienes el negocio o la curiosidad llevó a Sulaco en los años anteriores a la construcción del primer ferrocarril podrán recordar el efecto de estabilidad y orden que la mina de Santo Tomé causó en tan remota provincia. Las apariencias exteriores no habían cambiado entonces, como ha ocurrido después según me dicen. Ahora, según parece, los tranvías recorren las calles que parten de la plaza de la Constitución; y las carreteras penetran en el interior del país hasta Rincón y otras poblaciones, donde los comerciantes extranjeros y los ricos suelen tener quintas modernas; y hay un gran depósito con material y talleres, perteneciente al ferrocarril, junto al puerto, que tiene un muelle complementario, una larga serie de almacenes, y también sus quebrantos de huelgas, serias y organizadas.
En aquella época nadie había oído hablar de huelgas de esa clase. Los cargadores del puerto formaban ciertamente una hermandad indisciplinada, en la que entraban perdularios y gentuza de todas las calañas, sin que por eso dejara de tener su santo patrón. Pero sólo se declaraban en huelga con indeficiente regularidad los días de toros, no con miras socialistas, sino de mera diversión. Este trastorno del servicio no pudo ser corregido eficazmente ni por el mismo Nostromo. Las fiestas de guardar también traían cola de holganza, si no se acudía a tiempo con mano enérgica; mas en tales casos, a la mañana siguiente, antes que las vendedoras indias del mercado hubieran abierto sus quitasoles, cuando la nieve del Higuerota enviaba a la plaza su pálido resplandor, que resaltaba sobre un cielo todavía oscuro, la aparición de un jinete fantasma, caballero en una yegua cana, resolvía infaliblemente el problema del trabajo. La cabalgadura se metía por los callejones de los barrios bajos, y salvando las cercas de maleza dentro de los antiguos baluartes, avanzaba por entre los grupos de negras chozas a oscuras, que semejaban establos de vacas o perreras. El jinete daba terribles martillazos con la culata de su grueso revólver en las puertas de pulper ías ruines, de tugurios obscenos, apoyados en el destartalado trozo de un noble paredón, de barracas de tabla, cuyos delgados tabiques dejaban oír ronquidos y murmullos somnolientos durante las pausas del atronador golpeteo. Llamaba por sus nombres a los trabajadores, amenazándoles desde la silla de la yegua una y dos veces. Las respuestas de los dormilones -regañonas, conciliadoras, salvajes, joviales o deprecatorias- salían a la silenciosa oscuridad exterior, en la que el jinete aguardaba tranquilo, y, a poco, un bulto hacía notar su presencia con repetidas toses. A veces una mujer de voz gruesa respondía con humildad por el hueco de la ventana: "Ahora mismo va, señor"; y el de la yegua permanecía quieto hasta que el anuncio se cumplía. Pero si por acaso tenía que apearse, entonces, al poco rato, de la puerta de la barraca o de la pulpería, entre un violento patuleo y ahogadas imprecaciones, salía disparado un cargador con la cabeza adelante y las manos tendidas yendo a caer entre las patas delanteras de la yegua cana, que se limitaba a poner erectas sus puntiagudas y menudas orejas. Echábase de ver que estaba acostumbrada a tales escenas; y el hombre, levantándose, huía del revólver de Nostromo y se alejaba por la calle entre traspiés y maldiciones.
Al salir el sol, el capitán Mitchell, que aparecía ansioso en traje de dormir, en el balcón larguísimo, tendido todo a lo largo del solitario edificio de la Compañía O.S.N. cerca de la playa, veía ya a los cargadores en su camino, moviéndose activamente junto a las grúas de carga, y tal vez oía al incomparable Nostromo, ahora en pie, con su camisa de color y faja roja de marino mediterráneo, dando órdenes desde el extremo del muelle con voz estentórea. Como él, había pocos en el mundo. ¡Uno entre millares!
El refinamiento material de una civilización madura, que borra la individualidad de las viejas ciudades con el barniz de las estereotipadas conveniencias de la vida moderna, no había invadido aún el recinto de Sulaco; pero sobre su mugrienta antigüedad tan característica, con sus casas estucadas y ventanas de rejas, con los grandes muros amarillentos de conventos abandonados, tras monótonas hileras de sombríos cipreses, el hecho -modernísimo en su espíritu- de la mina de Santo Tomé había proyectado ya su influencia sutil. También había modificado el aspecto de las multitudes en los días festivos, cuando se reunían en la plaza, fronteriza al pórtico abierto de la catedral, por el número de ponchos blancos con una franja verde, ostentados como prenda dominguera por los mineros de Santo Tomé. Estos habían adoptado además sombreros blancos con cordón y cinta verde, artículo, como el anterior, de buena calidad, que podía obtenerse por poquísimo dinero en el almacén de la administración.
Cualquier pobre cholo que usara estos colores (no llevados en Costaguana) era rara vez molestado a pretexto de haber faltado al respeto a la policía de la ciudad, y tampoco corría mucho peligro de ser cazado a lazo por sorpresa, yendo de camino, por algún escuadrón de lanceros de reclutamiento -sistema considerado casi como legal en la República.
Aldeas enteras habían sido incorporadas al ejército en esa forma; pero, como solía decir don Pepe a la señora de Gould, con un encogimiento de hombros que expresaba lo irremediable: "¿Qué se le ha de hacer? ¡Pobre pueblo! ¡Pobrecitos! ¡Pobrecitos! No se puede menos. El Estado necesita su ejército."
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