Joseph Conrad - Nostromo
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Tal cual carreta de bueyes, atascada en el polvo hasta el eje, mostraba en sus toscas ruedas de madera, macizas y sin radios, que en su construcción no había intervenido más instrumento que el hacha. En otro lugar contempló una cuadrilla de portadores de carbón, durmiendo tendidos en fila en la faja de sombra proyectada por sus cargas desde la parte superior de una baja pared de barro.
Los amazacotados puentes de piedra y las iglesias recordaban los tiempos en que la población indígena subyugada por los conquistadores había prestado el tributo de su trabajo sin remuneración ninguna. El poder del rey y la influencia dominadora de la Iglesia habían desaparecido; pero al tropezar con algún enorme montón de ruinas descollando en la cima de un cerro sobre las humildes construcciones de barro de una aldea, don Pepe solía interrumpir el relato de sus campañas para exclamar:
– ¡Pobre Costaguana! Antes fue toda para los Padres, que al fin y al cabo vivían y morían con el pueblo y para el pueblo; y ahora lo es para los grandes políticos de Santa Marta, que son una cuadrilla de negros y ladrones.
Carlos hablaba con los alcaldes, con los fiscales, con la gente principal de las ciudades y con los caballeros en sus haciendas. Los comandantes de los distritos le ofrecían escoltas, atendiendo a la autorización que presentaba, expedida por el jefe político de Sulaco. Cuánto le había costado este documento en monedas de oro de veinte dólares era un secreto entre él mismo, un gran financiero de los Estados Unidos (que se dignó contestar el correo de Sulaco por propia mano) y un personaje de cuenta, muy diferente del anterior, de color cetrino y mirada aviesa, que ocupaba entonces el Palacio de la Independencia en Sulaco y se preciaba de su cultura y europeísmo, de ordinario al estilo francés, porque había pasado algunos años en Europa -desterrado, según decía. Pero era bastante sabido que precisamente antes de ese destierro había perdido al juego temerariamente todo el dinero de la aduana de un pequeño puerto, donde un amigo que estaba en el poder le había colocado con el empleo de segundo recaudador. Aquella juvenil indiscreción tuvo, entre otros inconvenientes, el de obligarle a ganarse la vida por algún tiempo haciendo de mozo de caf é en Madrid; pero con todo eso, sus talentos debían ser grandes, ya que le permitieron rehacer su carrera política de un modo tan brillante. Carlos Gould, al exponerle un asunto con firmeza imperturbable, le dio el tratamiento de Excelencia.
La Excelencia de provincia tomó un aire de superioridad molestada, inclinando su asiento hacia atrás junto a una ventana abierta, al estilo del país. Ocurrió que precisamente entonces la banda militar interpretaba trozos selectos de ópera en la plaza, y por dos veces el hombre de autoridad alzó la mano imponiendo silencio para escuchar un pasaje favorito.
– ¡Exquisito! ¡Delicioso! -murmuró, mientras Carlos Gould aguardaba al lado de pie con paciencia inescrutable-. ¡Lucía, Lucía di Lammermoor! Soy apasionado por la música. Me trasporta ¡Ah! ¡El divino Mozart! [4]Sí, divino… ¿Qué estaba usted diciendo?
Por supuesto, ya le habían llegado rumores de los designios del recién llegado. Además, tenía en su poder un aviso oficial de Santa Marta. Aquel comportamiento se enderezaba a disimular su interés y causar impresión al visitante. Pero después de haber guardado bajo de llave algo valioso en el cajón de un gran escritorio, situado en un lugar de la habitación, un poco distante, volvió muy afable a ocupar su asiento con finura.
– Si proyecta usted fundar aldeas y reunir población cerca de la mina, necesita usted para esto un decreto del ministerio del Interior -indicó en el tono de quien está al corriente de los trámites administrativos.
– He presentado ya una instancia -dijo Carlos Gould con tranquilidad- y ahora cuento confiadamente con el informe favorable de Su Excelencia.
La autoridad de tal tratamiento era un hombre de variable humor; y su alma sencilla se sintió dominada por una gran melosidad después de recibir el dinero. De pronto exhaló un profundo suspiro.
– ¡Ah, Don Carlos! Lo que necesitamos en la provincia son hombres ilustres y emprendedores como usted. La letargía… ¡la letargía de esos aristócratas! ¡La falta de espíritu público! ¡La ausencia de toda empresa! Yo, dado mis profundos estudios en Europa, ya comprenderá usted…
Con una mano metida en su inflada pechera se levantó, y de pie, por espacio de diez minutos sin tomar aliento, continuó asediando con intencionados asaltos el silencio cortés de Carlos Gould; y, cuando al interrumpirse de pronto, volvió a caer sobre su silla, presentaba el aspecto de haber sido rechazado de una fortaleza. Para salvar su dignidad, se apresuró a despedir al hombre silencioso con una inclinación solemne de cabeza y las siguientes palabras, pronunciadas con cierta condescendencia aburrida y descontenta:
– Puede usted contar con mi benevolencia, en tanto que lo merezca su comportamiento de buen ciudadano.
Y tomando un papel, empezó a abanicarse con él dándose tono de gran señor, mientras Carlos Gould hacia una inclinación y se retiraba. Entonces dejó el improvisado abanico, y se quedó mirando fijamente a la puerta un gran rato. Al fin se encogió de hombros como para confirmarse en su desdén. "Frío, soso… Sin intelectualidad… Pelo rojo… Un verdadero inglés." Le despreció.
Su semblante se puso torvo. ¿Qué significaba aquel comportamiento tan retraído e impasible? Fue el primero de los gobernadores enviados sucesivamente desde la capital para regir la Provincia de Sulaco, a quien los modales de Carlos Gould en una entrevista oficial hubieron de desagradar, por su ofensiva independencia.
El último tenía por cierto que, si el escuchar con paciencia vaciedades entraba en el precio que tenía que pagar para que no se le molestase, la obligación de proferirlas él mismo personalmente no entraba en el contrato. A eso no llegaría nunca. Estos autócratas de provincia, en cuya presencia la población pacífica de todas las clases estaba acostumbrada a temblar, experimentaban ante la reserva estirada del ingeniero inglés una inquietud, que oscila entre la adulación y la truculencia. Poco a poco fueron descubriendo todos que, sin distinción de partidos turnantes en el poder, el ingeniero continuaba en excelentes relaciones con las primeras autoridades de Santa Marta.
Esto era un hecho, y explicaba perfectamente que los Gould se vieran muy mermados en la riqueza que el ingeniero jefe del nuevo ferrocarril podía atribuirles con fundado motivo. El sostenimiento de tales relaciones era una carcoma para la fortuna de Gould.
Siguiendo el consejo de don losé Avellanos, persona de buen criterio (aunque influido por el terrible recuerdo de las vejaciones sufridas en tiempos de Guzmán Bento), Carlos se había mantenido alejado de la capital; pero en las hablillas corrientes de la colonia extranjera se le conocía (habiendo un gran fondo de seriedad debajo de la ironía) con el sobriquete del "Rey de Sulaco".
Un abogado del colegio de Costaguana, sujeto de reconocida pericia y buen carácter, miembro de la distinguida familia Moraga, que poseía extensas propiedades en el Valle de Sulaco, pasaba, con cierta sombra de misterio y respeto, entre la gente de fuera del país, por el agente de la mina de Santo Tomé -"político, ¿sabe usted?" Era alto, usaba barba negra, y se distinguía por su discreción. Sabíase que tenía fácil acceso a los ministerios, y que los numerosos generales de Costaguana se disputaban el honor de comer en su casa. Los presidentes le concedían audiencia con facilidad. Sostenía activa correspondencia con su tío, don José Avellanos; pero sus cartas (salvo las que se referían a meras relaciones afectuosas de parentesco) rara vez se confiaban a la oficina de correos de Costaguana. En ella se abrían los sobres con la impudencia descarada e infantil, característica de algunos gobiernos hispanoamericanos.
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