Joseph Conrad - Nostromo
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Algunos jóvenes lenguaraces, piezas insignificantes de la pequeña maquinaria en aquella fábrica de grandes negocios, que contaba quince pisos, manifestaron sin rebozo su opinión de que el gran jefe había hecho al fin alguna tontería y se avergonzaba de su locura; otros empleados, de mayor edad y también poco importantes, dominados por el sentimiento de veneración romántica al negocio que había devorado sus mejores años, solían murmurar, con misterio, mostrando estar enterados, que aquello era una señal portentosa, y que la firma Holroyd tenía intención de posesionarse en breve de la República de Costaguana toda entera, con almas, vidas y haciendas.
De hecho, los que acertaban eran los que suponían ser todo ello un capricho del eminente financiero. Había sentido el antojo de interesarse personalmente por el asendereado asunto de la mina de Santo Tomé con la historia de depredaciones y matanzas; y tanto interés llegó a cobrarle que le dedicó preferentemente la primera temporada de vacaciones que había disfrutado en un período larguísimo de años. Aquí no se trataba de realizar una gran empresa; no era cuestión de negociar con una compañía de ferrocarriles o una corporación industrial. Míster Holroyd quería probar lo que daba de sí la firmeza de carácter de un hombre. Le agradaría ver coronada por el éxito esta su intervención en un terreno nuevo, por vía de descanso reconfortante; pero junto con ese sentimiento alimentaba el propósito de abandonar totalmente el negocio al primer síntoma de fracaso. Al fin, todo se reducía a dejar en la estacada a un hombre. Por desgracia la prensa había propalado a los cuatro vientos su viaje a Costaguana. Aunque estaba satisfecho de la manera con que Carlos Gould llevaba el asunto, se confirmó en la idea de conceder su apoyo financiero. En la última entrevista, media hora o cosa así antes de cruzar el patio, sombrero en mano, detrás del tronco plateado que arrastraba el carruaje de la señora de Gould, había dicho en la habitación de Carlos:
– Siga usted adelante con entera libertad de acción, y yo me encargo de ayudarle, mientras sepa sostenerse. Pero esté usted seguro de que, si surgen graves contingencias, sabremos retiramos a tiempo.
A lo cual Carlos se había limitado a contestar:
– Puede usted empezar a expedir la maquinaria tan luego como guste.
Y al gran hombre le había caído en gracia la calma imperturbable de su consocio. El secreto de esa impasibilidad estaba en que a Carlos le satisfacían aquellas condiciones. De ese modo la mina conservaba el carácter mismo con que él la había concebido siendo muchacho, esto es, un negocio rodeado de fatídicas amenazas: y además continuaba dependiendo sólo de él mismo. Era una empresa seria, y también él la tomaba con ahínco.
– Por supuesto -le dijo a su mujer, aludiendo a la última conversación con el huésped que acababa de partir, mientras paseaban despacio yendo y viniendo por el corredor, seguidos de la mirada hostil del loro-, por supuesto, un hombre de su condición puede tomar o dejar, cuando le place, cualquier asunto. No tolerará verse derrotado. Puede ocurrir que lo deje, o que se muera mañana; pero los grandes intereses de plata y hierro le sobrevivirán y algún día se apoderarán de Costaguana junto con el resto del mundo.
Habíanse parado junto a la jaula. El loro, cogiendo el sonido de una palabra perteneciente a su vocabulario, se sintió impulsado a intervenir. Los loros son a veces muy humanos.
"¡Viva Costaguana!", gritó con intensa obstinación, y al instante siguiente, erizando las plumas, tomó un aire de somnolencia esponjosa tras los dorados y brillantes alambres.
– ¿Y crees tú en el fundamento de esos proyectos de dominar las riquezas del mundo? -interrogó la señora Gould.
– A mi me parece el más odioso materialismo, y…
– Hija mía, eso no me importa -interrumpió su marido en tono de blanda reconversión-. Yo me limito a utilizar su apoyo pecuniario. En cuanto a los demás, ¿qué se me da a mí de que ese modo de hablar sea la voz del destino o un simple trozo de elocuencia hueca y estruendosa? Por cierto que de esa clase de elocuencia se produce bastante en ambas Américas. El clima de Nuevo Mundo parece favorable al arte de la declamación. ¿Recuerdas cómo el querido Avellanos perora durante horas seguidas en sus visitas?
– ¡Oh, pero es distinto! -protestó la señora Gould, casi enfadada.
El ejemplo no venía al caso. Don José era una excelente persona que hablaba divinamente y ponderaba con entusiasmo el gran valor de la mina de Santo Tomé.
– ¿Cómo puedes compararlos, querido? -increpó recriminándole-. El ha sufrido… y tiene aún esperanzas.
A la señora le sorprendía que realmente fueran personas muy entendidas en negocios -cosa que no discutía- los extranjeros recién salidos de su casa, porque en muchos asuntos clarísimos se habían mostrado extrañamente estúpidos.
Carlos Gould, con una calma circunspecta y vigilante, que le granjeaba al punto la viva simpatía de su mujer, aseguró a ésta que no había pretendido establecer ninguna comparación. El mismo era también americano, y quizá pudiera desplegar ambas clases de elocuencia… "si fuera cosa que mereciera intentarse", añadió con firmeza. Había respirado el aire de Inglaterra por más tiempo que ninguno de los suyos en el transcurso de tres generaciones; y esta circunstancia le hacía ver las cosas con un criterio que en ocasiones tal vez necesitara ser disculpado. Su pobre padre fue hombre de palabra fácil y abundante, con sus ribetes de elocuencia. Y a propósito de esto preguntó a su mujer si se acordaba de cierto pasaje contenido en una de las últimas cartas del finado, en el que éste expresaba su convicción de que "Dios parecía mirar airado a estos países, porque a no ser así, habría dejado brillar un rayo de esperanza por algún resquicio abierto en la terrible noche de intrigas, muertes y crímenes que se cernía sobre la Reina de los Continentes".
La señora de Gould no lo había olvidado.
– Sí, me lo leíste, Carlitos -murmuró-. Y por cierto que me impresionó mucho. ¡Que pena tan desgarradora debió de atormentar a tu padre!
– No se resignaba a ser robado. Eso le exasperaba -explicó Carlos Gould-. Pero el pasaje mencionado no dejaba de contener un gran fondo de verdad. Lo que aquí se necesita es legalidad, buena fe, orden, seguridad. Todo el mundo puede discursear sobre ese tema; pero yo prefiero poner mi confianza en promover el desenvolvimiento de los intereses materiales. Con sólo que lleguen a adquirir estabilidad en los comienzos, ellos mismos impondrán las únicas condiciones en que pueden continuar existiendo, esto es, el orden, la paz, la justicia. En este sentido es como está justificado el que yo pretenda hacer dinero frente a la ilegalidad y el desorden. Y digo que está justificado, porque la seguridad exigida para la índole misma de la explotación se extenderá necesariamente a un pueblo oprimido. Un estado social en que impere una justicia más perfecta vendrá después. Ese es nuestro rayo de esperanza. (El brazo de Carlos tocó un momento a la menuda figura que tenía a su lado.) Esperemos, pues, que la mina de Santo Tomé sea el resquicio abierto en las tinieblas, que mi pobre padre desesperó de ver jamás.
Ella le contempló con admiración. Carlitos entendía a fondo el asunto y concretaba en una elevada y vasta aspiración la vaguedad de sus ambiciones generosas.
– Carlos querido -le contestó-, tu desobediencia tiene una finalidad espléndida.
De pronto se separó de ella en el corredor, para ir por su sombrero gris flexible prenda del traje nacional que se amoldaba con sorprendente perfección a su atavío inglés. Volvió con una fusta en la mano abotonándose un guante de piel; su semblante reflejaba la firme resolución de no cejar en el plan concebido. Su mujer le aguardó en la parte superior de la escalera, y antes de despedirla con un beso, puso término a la conversación con estas palabras:
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