Joseph Conrad - Nostromo
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Carlos Gould, con el pie apoyado en un taburete de madera, estaba ya poniéndose las espuelas. Necesitaba volver precipitadamente a la mina. Su señora, sin entrar, echó una mirada escudriñadora por la estancia. Un estante de amplias dimensiones, con vidrieras, aparecía lleno de libros; mientras en otro armario sin anaqueles, forrado de bayeta roja, se veían, colocadas con orden, varias armas de fuego: carabinas Wíschester, revólveres, un par de escopetas y dos pares de pistolas de dos cañones, de las de arzón. Entre ellas pendía solitario un viejo sable de caballería, propiedad en otro tiempo de don Enrique Gould, el héroe de la Provincia Occidental, y regalado por don José Avellanos, el amigo hereditario de la familia.
En lo demás las paredes enlucidas se mostraban del todo desnudas, sin otro adorno que un boceto a la acuarela de la montaña de Santo Tomé, obra de la misma do ña Emilia. En medio del piso embaldosado se alzaban dos largas mesas, cubiertas de planos y papeles, varias sillas y una caja de cristal con muestras de mineral de la mina. La señora de Gould, después de pasar revista a los objetos mencionados, expresó la extrañeza que le causaba la intranquilidad impaciente de hombres tan acaudalados y emprendedores como sus recién idos visitantes al discutir los probables rendimientos, el laboreo y la seguridad de la mina, mientras que ella podía conversar sobre el mismo tema a todas horas con su esposo, sintiendo siempre el mismo interés y satisfacción.
Y cerrando a medias los párpados, añadió con intención:
– ¿Qué piensas tú de esto, Carlitos?
El interrogado no contestó al punto; y sorprendida ella, le miró con ojos muy abiertos, que tenían el encanto de las flores pálidas. Carlos había acabado de calzarse las espuelas, y, retorciéndose los bigotes con ambas manos horizontalmente, la contempló desde la altura de su elevada talla mostrando examinar con atención la figura de su mujercita. A ésta le gustaba ser contemplada de ese modo.
– Son personas de cuenta -dijo.
– Ya lo sé. Pero ¿te has enterado de lo que hablaron? No parecen haber entendido nada de lo que han visto aquí.
– Han visto la mina, y han entendido lo que puede prometer -replicó Carlos Gould en defensa de los visitantes extranjeros; y entonces su esposa citó el nombre del principal de los tres, figura de primer orden en la banca y en la industria, que gozaba de inmensa popularidad. El papel que representaba en el mundo de los negocios era de tal importancia que, sin duda, nose habría alejado tanto del centro de su actividad si los médicos no hubieran insistido, con veladas amenazas, en que necesitaba tomar una larga temporada de descanso.
– El sentimiento religioso de míster Holroyd ha encontrado motivo de ofensa y disgusto en los abigarrados colores que ostentan las vestiduras de los santos en la catedral; y como no entiende que su veneración se dirige a lo que representan y no a las meras imágenes materiales, la ha llamado adoración de la madera y del oropel. Pero me parece que él mira a su Dios como una especie de socio influyente, que tiene su parte en los beneficios con las subvenciones concedidas para fundar iglesias. Eso sí que es una especie de idolatría. Me dijo que todos los años dotaba templos.
– Los dota sin término -confirmo el señor Gould, admirando en secreto la movilidad de la fisonomía de su esposa-. Y en todo el territorio de los Estados Unidos. Es famoso por esa clase de munificencia.
– ¡Oh!, pero no se ufana de ello -declaró la señora con escrúpulo-. Creo que en realidad es una buena persona, pero ¡tan estúpido! Cualquier pobre choto, que ofrezca un brazo o pierna de plata por haber obtenido la curación de esos miembros, muestra una gratitud más desinteresada y simpática.
– Se halla al frente de inmensos intereses en negocios de plata y hierro -comentó Carlos Gould.
– ¡Ah!, sí. La religión de la plata y el hierro. En el trato es atentísimo. Cuando vio por primera vez la Madona de la escalera, se puso horriblemente serio; pero no me dijo nada… Oye, Carlos querido, me ha sorprendido el asunto que trataban en su conversación. ¿Es posible que realmente tengan el proyecto de llegar a ser los proveedores de agua y madera de construcción en todos los países y naciones de la tierra?
– Todo hombre debe proponerse algún ideal en la vida -respondió Carlos de un modo vago.
Emilia se quedó mirándole de pies a cabeza. Con sus calzones de montar, polainas de cuero (prenda de indumentaria caballera no conocida anteriormente en Costaguana), chaqueta Norfolk de franela gris y los grandes bigotes rojos hacía pensar en un oficial de caballería, convertido en noble hacendado. Esta combinación halagaba el gusto de la señora de Gould. "¡Qué delgado está el pobre chico! -pensó-. Trabaja con exceso". Pero no cabía negar que su fino y rubio semblante de perfil distinguido y el conjunto entero de su figura enjuta y estirada tenía un sello de nobleza señoril. Ella mudó de tono, mostrándose más afectuosa.
– Únicamente deseaba saber cuáles son tus sentimientos ahora -murmuró afablemente.
Durante los últimos días, en atención a las circunstancias, Carlos Gould había estado ocupadísimo pensando dos veces las cosas antes de hablar; así que no había prestado gran atención al estado de sus sentimientos. Pero ahora no tenía que guardar recelo alguno, porque se las había con su mujercita, y no halló por tanto dificultad en responder.
– Mis mejores sentimientos los tengo depositados en ti, querida -manifestó al punto-; y esta frase vaga encerraba tanta verdad, que al pronunciarla sintió sobreexcitársele la gratitud y cariño que le inspiraba la compañera de su vida.
Ella no pareció encontrar la menor vaguedad en la respuesta precedente. Esperó con delicadeza a que le expusiera con toda claridad lo que sentía después de la entrevista con los americanos; y entonces él prosiguió en tono serio:
– Hay hechos positivos. El valor de la mina, en cuanto tal, está fuera de duda. Nos hará inmensamente ricos. La explotación es cuestión de competencia técnica, que yo poseo, como tantos otros ingenieros en el resto del mundo. Pero su seguridad, su existencia continuada, como empresa remuneradora para los extraños -relativamente extraños- que ponen en ella su dinero, queda confiada enteramente a mi persona. He logrado inspirar confianza a un hombre acaudalado y de posición. A ti te parece muy natural, ¿no es así? Bien, yo no sé. Ignoro por qué le he merecido esa confianza, pero es un hecho. Y este hecho allana todas las dificultades, y es de tal importancia, que, a no concurrir él, jamás hubiera pensado en hacer caso omiso de los deseos de mi padre. Nunca hubiera transferido la concesión -especulando con su valor- a una compañía, mediante dinero contante y acciones, con el fin de enriquecerme eventualmente en lo posible, o en todo caso, meterme desde luego algún dinero en el bolsillo. No. Aunque me hubiera sido factible -que lo dudo-, no lo hubiera hecho. Mi pobre padre padeció una grave ofuscación. Temió ver ligada mi suerte futura a un negocio ruinoso, y que yo me decidiera a esperar inactivo una ocasión favorable para desentenderme de él, gastando mi vida lastimosamente. Ese es el verdadero sentido de su prohibición, de la que he prescindido después de meditarlo con todo detenimiento.
Los dos esposos paseaban yendo y viniendo por el corredor. La cabeza de ella le llegaba a él precisamente al hombro. El brazo caído de Carlos alcanzaba apenas a la cintura de su consorte. Las espuelas dejaban oír un suave retiñido.
– Hacía diez años que no me veía. No me conoció. Me envió a Inglaterra, separándome de su lado, atento sólo a mi bien, y no me permitió regresar. En sus cartas me hablaba siempre de salir de Costaguana, de abandonarlo todo y escapar en cualquier forma. Pero era una presa demasiado valiosa. A la primera sospecha le hubieran metido en la cárcel.
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