Joseph Conrad - Nostromo
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Refería el padre que varias veces le habían hecho pagar fuertes multas por tener abandonada la explotación de la mina, además de otras cantidades que le habían sacado a cuenta de regalías futuras, y para ello se fundaban en que un hombre poseedor de una concesión tan valiosa no podía rehusar su ayuda financiera al gobierno de la República.
Lo que restaba de su fortuna -escribía con desesperación- tenía que irlo entregando a cambio de recibos sin valor, y entre tanto se le señalaba como un individuo que se había enriquecido explotando las necesidades de su país. Con todo lo cual el joven Gould, que estudiaba en Europa, fue interesándose más y más en un asunto capaz de motivar semejante tumulto de palabras y de pasión.
Todos los días pensaba en él, pero sin hostilidad ni acrimonia. Sin duda debía de ser un desdichadísimo negocio para su pobre papá; y toda la historia del mismo arrojaba una luz extraña sobre la vida social y política de Costaguana. Con todo eso, el estado de ánimo en que el joven le consideraba era de filial compasión, pero serena y reflexiva. Sus sentimientos personales no habían sido heridos; y es difícil conmoverse con indignación genuina y duradera por los padecimientos físicos o mentales de otra persona, sintiéndolos como propios, aunque esa persona sea nuestro mismo padre. Cuando Carlos Gould cumplió los veinte años, se halló sin saberlo fascinado por el hechizo de la mina de Santo Tomé, y presa de su mágica influencia, como el autor de sus días. Pero era un encantamiento distinto, más en consonancia con su juventud, y en cuya fórmula de conjuro entraban la esperanza, el vigor y la confianza en sí mismo, en lugar del desaliento, el despecho y la desesperación.
Facultado por su padre, desde que llegó a la edad mencionada, para elegir su camino en la vida y gobernarse en ella con independencia (sin otra restricción que la orden terminante de no volver a Costaguana), prosiguió sus estudios en Bélgica y Francia con la idea de adquirir el título de ingeniero de minas. Pero el lado científico de sus trabajos no le interesaba sino de una manera vaga e imperfecta; las minas se le ofrecían como objetos revestidos de un carácter dramático. Y además estudió sus pormenores y cualidades peculiares, según cierto aspecto personal, como el que estudia los diversos caracteres de los hombres. Las visitaba con la curiosidad que mueve a conocer y tratar a personas notables. Así lo hizo en Alemania, España y Cornualles. Las explotaciones abandonadas ejercían sobre él una fascinación poderosa; su exterior desolado le conmovía, como el espectáculo de la desgracia humana, cuyas causas son variadas y profundas. Tal vez carecieran de valor, pero también quizá se hubiera cometido algún error en el modo de beneficiarlas. Su futura esposa fue la primera y acaso la única persona que descubrió esta secreta disposición de ánimo que gobernaba el fondo sensible casi inexpresivo de este hombre con respecto al mundo de las cosas materiales. E inmediatamente el amor a Carlos, que se mantenía lánguido moviéndose a ras de tierra con las alas entreabiertas, como esas aves que no pueden levantar el vuelo fácilmente desde una superficie plana, halló un pináculo desde donde remontarse hasta los cielos.
Se habían conocido en Italia, mientras la futura señora de Gould moraba con una tía anciana y descolorida, que años atrás se había casado con un marqués italiano cuarentón y empobrecido. A la sazón llevaba duelo por su esposo, muerto en la lucha por la independencia y unidad de su país con el entusiasmo y generosidad de los más jóvenes partidarios de la misma idea. La causa en cuyas aras había sacrificado su vida era la misma por la que Giorgio Viola había peleado sobreviviendo a la derrota y siendo arrastrado por el oleaje de los tiempos a la deriva, a modo de mástil que flota abandonado después de una victoria naval. La marquesa hacía una vida de callado y quieto retiro, semejando una monja con su traje de luto y una banda blanca ceñida a la frente, en el ángulo del primer piso de un antiguo y ruinoso palacio, cuyos espaciosos salones de la planta baja cobijaban bajo de sus pintados techos las cosechas de grano y legumbres, las aves de corral y hasta el ganado vacuno, junto con la familia entera del agricultor, arrendatario de las tierras del difunto marqués.
Los dos jóvenes se habían encontrado en Luca. Después de esa primera entrevista Carlos no visitó más minas, si bien en una ocasión fueron juntos en carruaje a ver unas canteras de mármol, donde el trabajo se parece al de la minería en que extrae de las entrañas de la tierra una primera materia. Carlos Gould no abrió su corazón a la joven en una serie de discursos; sencillamente se limitó a obrar y pensar ante ella. Es el procedimiento de la verdadera sinceridad. Una de sus frecuentes reflexiones era: "A veces pienso que mi pobre padre considera el negocio de la mina de Santo Tomé con una disposición de ánimo enteramente equivocada." Y ambos discutieron con calor por largo tiempo aquella opinión, como si sus comentarios y razones pudieran influir en el espíritu del anciano Gould a la distancia de media circunferencia del globo; pero en realidad la discutían, porque el sentimiento del amor puede entrar en cualquier asunto y vivir ardientemente en frases que en sí mismas no se refieren a él en nada.
Por tan natural razón, tales controversias le eran gratísimas a la señora de Gould, cuando sostenía relaciones amorosas con Carlos. Este temía que su padre estaba derrochando su vigor y destruyendo su salud con los esfuerzos que hacía para librarse de la concesión. "Se me figura que no es ese el modo de manejar un negocio de tal índole", afirmó meditando en voz alta, como hablando consigo mismo. Y cuando ella declaró con franqueza que se maravillaba de ver a un hombre serio y honrado dedicar sus energías a intrigas y negociaciones secretas para salir con su intento, Carlos le explicaba con afabilidad, mostrando comprender su extrañeza: "No debe usted olvidar que papá ha nacido allí."
Ella aplicó su ágil inteligencia a meditar sobre ello, y luego formuló la siguiente réplica, no del todo lógica, pero que él aceptó como perfectamente sagaz, porque realmente era tan…
– Bien, ¿y usted? También usted ha nacido allí.
Carlos tenía prevenida la contestación.
– Es distinto. Yo hace diez años que falto del país. Papá no estuvo ausente tanto tiempo; y de entonces acá ha transcurrido cerca de un tercio de siglo.
Cuando nuestro joven recibió la noticia de la muerte de su padre, ella fue la primera persona a quien la comunicó.
– El asunto de la Concesión le ha matado -dijo.
Había salido de la ciudad inmediatamente y seguido, bajo del ardiente sol del mediodía, el polvoriento camino que conducía en derechura al arruinado palazzo, en cuyo gran salón se encontró cara a cara con ella. La magnífica estancia aparecía despojada de colgaduras, salvo tal cual trozo largo de damasco, ennegrecido por la humedad y el tiempo, que caía inerte sobre algún desnudo entrepaño del muro. Su moblaje se reducía a una poltrona dorada con el respaldo roto, un soporte en forma de columna octogonal que sostenía un pesado vaso de mármol, ornamentado con caretas y guirnaldas de flores y con una rajadura de arriba abajo.
El visitante se presentó blanco del polvo del camino que le cubría las botas, los hombros y la gorra, chorreando sudor por todos los poros de su rostro y empuñando un grueso garrote de roble en la mano derecha, que llevaba desenguantada.
Acercándose ella muy pálida, tocada con un sombrero de paja de ala tendida, cuyo adorno de rosas hacía resaltar el color descolorido de su tez, calzados los guantes, columpiando una sombrilla de color claro, tomada precisamente para encaminarse al sitio en que solía encontrarse con él, al pie de una colina, donde se alzaban tres álamos junto a la cerca de una viña.
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