Joseph Conrad - Nostromo
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– ¡Le ha matado! -replicó Carlos-. Debía haber vivido todavía muchos años, porque en toda nuestra familia ha sido cosa común la longevidad.
La honda emoción que dominaba a la joven no le permitió articular una palabra. Quedóse él contemplando con mirada penetrante y fija la rajada urna de mármol, como si hubiera resuelto grabar eternamente su forma en la memoria; y luego, volviéndose de repente a su interlocutora, repitió con vehemencia dos veces:
– He venido a ver a usted… Sí…, derechamente a ver a usted…
Y se interrumpió embargado por el dolor que le asaltó al pensar en la solitaria y atormentada muerte que su pobre padre había tenido en Costaguana. Tras esto, le tomó la mano y se la llevó a los labios; y al verlo ella, dejó caer la sombrilla para darle unas palmaditas en la mejilla, murmurando:
– ¡Pobre chico!
Mientras se enjugaba los ojos bajo del ala de su sombrero, que caía describiendo una curva honda, su breve estatura, realzada por la sencilla falda blanca que vestía, le daba el aspecto de una chicuela que llorara al verse perdida en la decaída magnificencia del inmenso y nobiliario salón, mientras él seguía de pie a su lado, del todo inmóvil en la contemplación de la urna de mármol.
Poco después salieron para dar un largo paseo, que fue silencioso, hasta que él exclamó de súbito:
– Sin duda la situación de papá era horrible. Pero ¡ah!, ¡si él hubiera sabido tomarla por el verdadero lado!…
Y entonces se detuvieron. Por todas partes se tendían largas sombras sobre las colinas, sobre los caminos, sobre los cercados olivares; las sombras de los erguidos álamos, de los frondosos castaños, de las casas y edificios de labor, de las paredes de piedra; y en el aire vibraba el tañido de una campana, delgado y vivo, semejando el percutiente palpitar de la tornasolada puesta del sol.
Los labios de la joven se entreabrieron ligeramente, como reflejando la sorpresa de que él no la mirase con la expresión acostumbrada. Esta expresión era de aprobación incondicional y de afabilidad atenta. Cuando platicaba con ella, lo hacía con autoridad en extremo solícita y deferente; comportamiento que a ella le agradaba infinito, porque respetaba su independencia, sin abdicar él de su dignidad. Aquella jovencita de corta estatura, con sus menudas manos y pies, y su carita encuadrada airosamente por espesa y abundante cabellera, con su boca un tanto grande, que al entreabrirse parecía aromatizar el ambiente con la fragancia de la franqueza y de la generosidad, tenía el alma fastidiosa de una mujer de experiencia. Ante todas cosas y por encima de todos los cumplidos lisonjeros atendía a que el objeto de su elección la satisficiera en términos de enorgullecerse de él. Carlos ahora no la miraba, y su expresión presentaba cierto dejo violento e impropio, como ocurre siempre que un hombre tiende la vista con fijeza distraída por encima de la cabeza de la mujer con quien habla.
– Bien, sí. Aquello fue inicuo. Le trastornaron del todo al pobre anciano: le quitaron la vida. ¡Oh! ¿Por qué no me permitiría volver a su lado? Pero ahora yo sabré habérmelas con el asunto de la mina.
Después de pronunciar estas palabras con insuperable aplomo, bajó los ojos para mirar a su interlocutora, y al punto se sintió presa del desaliento, la incertidumbre y el temor.
Lo único que al presente le importaba, dijo, era aclarar la duda de si ella le amaba lo bastante y tendría el valor necesario para acompañarle a un país tan remoto. Formuló esta indagación con voz temblorosa de ansiedad… por lo mismo que era hombre de gran resolución.
Sí, le amaba hasta ese punto. Iría con él, aunque fuera al otro lado del mundo. E inmediatamente de hacer estas declaraciones, la futura ama de la casa Gould de Sulaco, que había de dispensar en ella su amable hospitalidad a todos los europeos, sintió que la tierra huía debajo de sus pies, desvaneciéndose del todo junto con el tañer de la campana. Cuando se sintió de nuevo en el suelo, la campana seguía difundiendo sus vibraciones por el valle; llevóse las manos al cabello respirando aceleradamente y registró con la mirada la vereda pedregosa en toda su longitud. Estaba desierta indudablemente. Entretanto Carlos, echando un pie al fondo de una zanja sin agua y polvorienta, recogió la abierta sombrilla, que había caído dando saltos con un marcial tamborileo. Alargósela con seriedad, un poco amilanado.
Emprendieron el regreso, y, después de deslizar ella su mano bajo del brazo de Carlos, las primeras palabras que éste pronunció fueron:
– Es una fortuna que podamos establecernos en una ciudad de la costa. Ya conoces su nombre -prosiguió, mudando desde ahora el tratamiento-. En Sulaco. Me satisface lo indecible que mi pobre padre comprara la casa en ese punto. Es muy espaciosa y la adquirió hace años, a fin de que hubiera siempre una casa Gould en la ciudad más importante del territorio, llamado ordinariamente Provincia Occidental. He vivido en ella, de niño, con mi querida madre, durante un año entero, mientras mi padre estuvo ausente en los Estados Unidos por asuntos del negocio. Tú serás la nueva ama de la Casa Gould.
Y después, en el ángulo habitado del Palazzo, que se levanta sobre los viñedos, las colinas de canteras de mármol, y los pinos y olivos de Luca, le dijo también:
– El nombre de Gould ha sido siempre muy respetado en Sulaco. Mi tío Harry fue prefecto de ese Estado por algún tiempo en la época de la federación y dejó un gran nombre entre las principales familias. Al decir esto, me refiero a las familias netamente criollas, que no intervienen en la miserable farsa de los gobiernos. El tío Harry no era un aventurero. En Costaguana los Goulds no somos aventureros. Era hijo del país y le amaba, pero continuó siendo esencialmente inglés en el modo de pensar. Siguió la bandera política de su tiempo, que era la del sistema federal, pero no era político. Sencillamente se declaró a favor del orden social por puro amor a una libertad bien entendida y por odio a la opresión. No fue hombre de ideas exaltadas o absurdas. Se portó como lo hizo, porque lo creyó justo; de igual suerte que yo voy a tomar posesión de esa mina, porque me parece que debo hacerlo.
Le habló en tales términos, movido por los recuerdos de la niñez pasada en su país natal, por la perspectiva de felicidad doméstica que vislumbraba en compañía de la joven y por la meditada y firme resolución de probar lo que podía hacerse con la Concesión de Santo Tomé. Añadió que necesitaba separarse de ella por algunos días para buscar a un americano de San Francisco, que se hallaba viajando por Europa. Le acompañaba su mujer, pero parecían dos seres extraños el uno al otro, y poco amigos del trato social, pues se pasaban el día entero tomando apuntes de portadas antiguas y esquinas de casas medievales, coronadas por torrecillas. Carlos Gould esperaba hallar en él un valioso apoyo y un socio seguro para la explotación de la mina. El americano se interesaba en esa clase de empresas, conocía algo de Costaguana y tenía alguna noticia de los Gould. Habían hablado del proyecto con cierta intimidad, que contribuía a facilitar la diferencia de edades. Carlos necesitaba ahora hallar a ese capitalista, hombre de entendimiento sagaz y genio comunicativo. La fortuna de su padre en Costaguana, que él suponía considerable aún, parecía haberse fundido en el encanallado crisol de las revoluciones. Fuera de unas diez mil libras, depositadas en Inglaterra, lo que restaba se reducía, al parecer, a la casa de Sulaco, a un vago derecho sobre una explotación forestal en un distrito remoto y salvaje y a la concesión de Santo Tomé que había acompañado a su infeliz padre hasta el borde mismo de la tumba.
Carlos explicó a su compañera todas esas cosas. Era tarde cuando se separaron. La joven nunca le había ofrecido una visión tan fascinadora de sí propia. Todo el entusiasmo de la juventud por una vida extraña, por las grandes distancias, por un porvenir en que había algo de aventura, de combate…, un pensamiento sutil de restauración y conquista la había llenado de una excitación intensa que remuneró al autor de la misma con la demostración de un cariño mas franco y de una ternura más exquisita.
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