Joseph Conrad - Nostromo

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Sus pies calzados de espuelas hacían oír de tiempo en tiempo un sonido metálico. Paseaban despacio, inclinándose él sobre su esposa. Y el enorme loro volvía la cabeza, ya a un lado, ya a otro, siguiendo el pausado movimiento de las dos figuras con su ojo redondo, fijamente abierto.

Carlos continuó:

– Era un hombre retraído y de genio algo raro. Desde que tuve diez años solía hablarme como si yo fuera una persona mayor. Cuando hacía mis estudios en Europa, me escribía cada mes. Diez, doce páginas todos los meses por espacio de un decenio. Y, a fin de cuentas, no llegó a conocerme… Hazte cargo…: diez años de ausencia, y precisamente el período en que me hacía hombre. No pudo conocerme. ¿Crees que pudo?

La señora de Gould hizo signos negativos con la cabeza, según lo que su marido esperaba de la contundente razón que había alegado. Pero si Emilia había movido la cabeza asintiendo, era únicamente porque creía que nadie podía conocer a su Carlos, excepto ella misma -se entiende conocerle en realidad tal como era. Evidentemente. Había que sentirlo. No se explicaba con palabras. Y en cuanto al padre de su esposo, muerto antes de tener noticia de su casamiento, era para ella una figura demasiado borrosa, a la que no podía atribuir el conocimiento a que Carlos se refería, ni otro alguno. El último prosiguió:

– No. Mi padre se había formado un concepto erróneo de la mina. A mi juicio, no se puede pensar en venderla. ¡Eso nunca! A pesar de la mísera herencia que me ha dejado, yo no hubiera tocado la mina por el mero deseo de sacar algún dinero.

La señora de Gould apoyó la cabeza en el hombro de su marido en señal de aprobación.

Después, los dos jóvenes esposos comentaron el deplorable fin de la vida del anciano señor Gould, en el tiempo mismo en que ellos entraban con la suya en los esplendores de un amor rico de esperanzas, de ese amor que aun a los caracteres más sensatos se les presenta como el triunfo del bien sobre todos los males de la tierra. El plan que habían concebido contenía una vaga idea de rehabilitación; y la circunstancia de ser tan vaga, que no permitía apoyarla en ningún género de razonamientos, contribuía a robustecerla. Se les había ocurrido en el momento en que el instinto de abnegación propio de la mujer y el instinto de actividad peculiar del hombre reciben su impulso más fuerte de la más poderosa de las ilusiones. La misma prohibición del finado imponía la necesidad de triunfar a todo trance. Era como si se hubieran obligado solemnemente a sacar verdadero su animoso concepto de la vida contra el error antinatural de entregarse al desaliento y a la desesperación. Si buscaban la riqueza, era en cuanto que se relacionaba con la obtención del triunfo moral, a que aspiraban.

La señora de Gould, huérfana desde muy niña y pobre, educada en un ambiente de intereses intelectuales, no había pensado nunca en los esplendores de las grandes fortunas. Las miraba como cosas lejanas, y no deseables, según lo que había aprendido. Por otra parte, no había padecido las privaciones de la pobreza extrema. La situación poco holgada de su tía la marquesa no tenía, sin embargo, nada de intolerable, aun para una persona de gustos refinados; parecía estar en consonancia con un gran duelo; tenía la austeridad de un sacrificio ofrecido en aras de un noble ideal. De esta suerte el carácter de la señora de Gould estaba limpio de todo resabio de ambiciones materiales, por más legítimas que fueran. El finado, en quien pensaba con cariño (por ser el padre de Carlos) y con cierto enojo (porque se había mostrado tan pusilánime), debía ser considerado como víctima de una completa equivocación. Era indispensable hacerlo así, para que la prosperidad del joven matrimonio se mantuviera incólume y limpia de toda mancha, tanto en su aspecto real como en el inmaterial.

Carlos Gould, por su parte, se había visto obligado a hacer figurar en su proyecto como aspiración principal la de enriquecerse; pero en realidad el deseo de riqueza manifestado era un medio, no un fin. Si la mina no era un buen negocio, no había que tocarla. De intento insistió en ese aspecto de la empresa, y le sirvió de palanca para mover a los capitalistas.

Pero Carlos Gould creía en el valor de la mina; sabía de ella cuanto podía saberse; su fe en el éxito era contagiosa, a pesar de no estar secundada por una gran elocuencia; y en la realización de sus planes le ayudaba la circunstancia de que los hombres de negocios son a veces tan vehementes y soñadores como los enamorados. Se dejan sugestionar por el vigor de una personalidad, más a menudo de lo que vulgarmente se cree; y la seguridad y firmeza de Carlos Gould inspiraba una convicción absoluta. Además, los capitalistas a quienes había acudido sabían como cosa corriente que la explotación de minas en Costaguana era un negocio capaz de remunerar con beneficios considerables los desembolsos que se hicieran. Los hombres de negocios estaban muy al tanto de aquello. La verdadera dificultad en decidirse a acometer la empresa provenía de otra parte; pero contra ese obstáculo se alzaban, con grandes probabilidades de victoria, la calma y la resolución inquebrantable de Carlos Gould, que las reflejaba aun en el tono de la voz.

Los grandes negociantes se aventuran a veces en empresas que el juicio común del mundo calificaría de absurdas; toman sus resoluciones fundándose, al parecer, en motivos emocionales y caprichosos.

– Muy bien -había dicho el eminente financiero a quien Carlos Gould, de paso por San Francisco, había expuesto con lucidez su opinión sobre la mina de Santo Tomé-. Supongamos que se emprende la explotación de esa mina de Sulaco. En el negocio tendríamos: en primer lugar, a la razón social Holroyd, de absoluta confianza; después al señor Carlos Gould, ciudadano de Costaguana, que también es persona de completa satisfacción; y, por último, al gobierno de la República. Hasta aquí las cosas se presentan como cuando se inició la explotación de los yacimientos de nitrato de Atacama, donde intervinieron: una casa financiera, un tal señor Edwards y… un gobierno, o, por mejor decir, dos -dos gobiernos sudamericanos. Y ya sabe usted lo que resultó. Sobrevino la guerra con tal motivo; una guerra devastadora y prolongada, señor Gould. Aquí, en cambio, tenemos la ventaja de que no media más que un solo gobierno sudamericano, espiando la ocasión de entrar al saqueo, además de tomarse su parte como socio. Es una ventaja; pero hay grados de maldad, y ese gobierno es el gobierno de Costaguana.

Así habló el importante personaje, el millonario que costeaba la erección de iglesias con una munificencia acomodada a la grandeza de su país natal -el mismo a quien los médicos prescribían una temporada de descanso con velados y terribles anuncios de ser inminente, en caso contrario, un accidente fatal. Era un hombre robusto y de expresión resuelta, cuya tranquila corpulencia comunicaba a una holgada levita con solapas de seda una dignidad opulenta. Su cabello era de color gris acerado; sus cejas se conservaban aún negras; y el enérgico perfil de su semblante recordaba el del busto de César en una moneda romana. Por sus venas corría sangre alemana, escocesa e inglesa con alguna mezcla remota de danesa y francesa; y, como consecuencia quizá de tan compleja prosapia, unía al temperamento de un puritano una ambición insaciable de conquistas. Se dignó entrar en una franca y completa discusión del negocio con su visitante, a causa de la encarecida y calurosa recomendación que había llevado de Europa y también por la influencia irresistible que sobre él ejercían la seriedad y la resolución dondequiera que tropezara con ellas, y fuera el que fuere el fin a que se enderezaran.

– El gobierno de Costaguana hará sentir su poder en todo lo que vale -no lo olvide usted, señor Gould. Ahora bien, ¿qué es Costaguana? El abismo sin fondo adonde han ido a sepultarse préstamos del diez por ciento y otras insensatas inversiones de dinero. Los capitalistas europeos lo han venido arrojando en él a dos manos. Pero no los de mi país. Nosotros sabemos quedarnos en casa cuando llueve. Podemos permanecer sentados y acechar la ocasión. Por supuesto, algún día llevaremos allí nuestra actividad financiera. Estamos obligados a hacerlo. Pero no hay prisa. Cuando le llegue su hora al mayor país del universo, tomaremos la dirección de todo; industria, comercio, legislación, prensa, arte, política y religión desde el cabo de Homos hasta el estrecho de Smith… y más allá, si hay algo que valga la pena en el polo norte. Y entonces tendremos tiempo de extender nuestro predominio a todas las islas remotas y a todos los continentes del globo. Manejaremos los negocios del mundo entero, quiéralo éste o no. El mundo no puede evitarlo… y nosotros tampoco, a lo que imagino.

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