Joseph Conrad - Nostromo

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– Más gente que va a la mina de Santo Tomé. Mañana veremos nuevos grupos.

Y espoleando sus cabalgaduras en la oscuridad del crepúsculo, discutían las noticias de la provincia relativas a la mina de Santo Tomé. Un inglés rico había emprendido su explotación… y acaso no fuera inglés, ¡quien sabe! Un gringo con mucho dinero. Era cierto; los trabajos habían comenzado. Los vaqueros, últimamente llegados a Sulaco con una manada de toros negros para la próxima corrida, al pasar por Rincón, pudieron ver desde el portal de la posada, distante de la ciudad media legua escasa, las luces de la montaña que parpadeaban entre los árboles. Y se había observado también que entre los acompañantes del gringo había una mujer cabalgando no en silla de posta, sino en una especie de arzón y con un sombrero de hombre en la cabeza. Algunos la habían visto caminar a pie por los senderos que conducen a lo alto de la montaña. Parece que era ingeniera.

– ¡Qué disparate! ¡Imposible, señor!

– ¡Sí! ¡Sí! Una americana del Norte.

– ¡Ah! Bien. Si vuestra merced lo sabe de buena tinta, me callo. Una yanqui. Por fuerza tenía que ser algo así.

Y subrayaban este comentario riendo un poco con cierta extrañeza despectiva, mientras su mirada recelosa escudriñaba las sombras del camino, porque se está expuesto a tropezar con mala gente viajando de noche por el campo.

Volviendo a don Pepe, éste no sólo conocía individualmente a los hombres, mas parecía capaz de clasificar también a las mujeres, muchachas y mozalbetes de su dominio con sólo echarles una mirada atenta y reflexiva. Únicamente la chiquillería era la que le tenía perplejo. Con frecuencia se les veía a él y al padre paseando juntos con aire meditabundo por la calle de alguna de las aldeas, poblada de niños morenos y pacíficos, y los contemplaban haciéndose preguntas en voz baja, como si intentaran averiguar la procedencia de cada uno; o bien, cuando tropezaban en el camino con algún arapiezo vagabundo, desnudo y serio, con un cigarro en la boca y tal vez el rosario de su madre sustraído a la vigilancia de ésta para adornarse con él, llevándolo pendiente del cuello en una sola vuelta que descendía hasta su redondeado abdomen, entraban en vivas discusiones sobre quién podría ser el padre de tal criatura. Los pastores espiritual y temporal de la grey de la mina eran excelentes amigos. No estaban en tan íntimas relaciones con el doctor Monygham, que había aceptado de la señora Gould el cargo de médico de la colonia minera y vivía en el edificio dedicado a hospital. Pero en realidad no había nadie que tratara en amistosa confianza al se ñor Doctor, cuya gibosa espalda, cabeza gacha, boca burlona y agresiva mirada aviesa le daban un aspecto reservado y arisco. Las otras dos autoridades trabajaban en buena armonía. El padre Román, enjuto, pequeño, vivaracho, con rostro arrugado, grandes ojos redondos, barbilla aguda, y casi siempre una gran caja de rapé en la mano, era un veterano de los campos. Había ayudado en sus últimos momentos a muchas almas sencillas, arrodillado junto a los moribundos en las laderas de los cerros, entre los altos herbales, en la umbría espesura de los bosques, para oír la postrera confesión, medio asfixiado por el humo de la pólvora que le cegaba ojos y narices, y aturdido por el estruendo de las descargas y el silbido y golpeteo de los proyectiles. Y ¿qué mal había en pasar un rato jugando con una grasienta baraja en la casa parroquial, al caer la tarde, antes que don Pepe girara su última ronda para ver si los vigilantes de la mina -cuerpo organizado por él- ocupaban sus puestos? Para cumplir ese deber, que ponía término a la labor del día, don Pepe se ceñía su vieja espada en la galería exterior de una casa de madera, revocada de blanco, de estilo norteamericano inconfundible, a la que el padre Román llamaba casa parroquial. Cerca de ella un edificio largo, negruzco y achatado, sobre cuya cubierta se alzaba una espadaña, semejante a un vasto granero con una cruz de madera en el gablete, constituía la capilla de los mineros. Allí el padre Román decía misa diariamente ante el sombrío retablo de un altar, que representaba la Resurrección, mostrando la gran losa del sepulcro volcada en un ángulo, la imagen del Redentor, defectuosamente pintada, suspendida en el aire en el centro de un óvalo de luz pálida, y en primer término un legionario de tostado rostro, con un yelmo en la cabeza, derribado en el bituminoso suelo. "Este cuadro, hijos míos, muy lindo y maravilloso -solía decir el padre a sus feligreses-, que contempláis aquí, gracias a la munificencia de la esposa de nuestro Se ñor Administrador, ha sido pintado en Europa, país de santos y milagros, mucho mayor que nuestra Costaguana." Y luego tomaba con unción un polvo de rapé. Pero en una ocasión un oyente curioso quiso saber hacia qué parte caía Europa, si costa arriba o costa abajo; y como el padre Román no había salido nunca de su patria, ni se cuidaba de otra cosa que de cumplir los deberes de su ministerio, se encontró desarmado ante la pregunta, y para disimular la perplejidad, se puso muy grave y severo. "Indudablemente es un país muy distante del nuestro, pues los grandes veleros tardan meses en llegar. Pero a vosotros los mineros de Santo Tomé, pescadores ignorantes, lo que os importa es pensar seriamente en libraros de las penas eternas, en vez de meteros a averiguar la magnitud de la tierra con sus países y ciudades, cosas que no están a vuestro alcance."

Con un " ¡Buenas noches. Padre!", contestado por " ¡Buenas noches, don Pepe!", el "Gobernador" partía, llevando su sable al lado, el cuerpo echado hacia adelante y avanzando a grandes y afanosas zancadas en la oscuridad. La expresión jovial, propia de un inocente juego de cartas en el que se perdían o ganaban algunos cigarros o un atadito de hierba mate, era reemplazada al punto por el austero continente del oficial que sale a visitar las avanzadas de su ejército acampado. Una aguda y prolongada nota del silbato que pendía en su cuello suscitaba inmediatamente la respuesta de numerosos silbidos, mezclados con ladridos de perros, que al fin se extinguían yendo a perderse en la boca del desfiladero; y en la calma de la noche dos serenos, de guardia junto al puente, aparecían acercándose a él calladamente. En un lado del camino se alzaba un edificio largo, de tablas -el almacén-, que permanecía cerrado y trancado de un extremo a otro; frente a él un segundo edificio del mismo material, más largo aún que el anterior, pintado de blanco, ceñido exteriormente por una galería abierta -el hospital-, tenía luz en las dos ventanas de las habitaciones del doctor Monygham. No se movía ni aun el delicado follaje de un grupo de pimenteros: tan completa era la calma del ambiente, enrarecido por la radiación de las rocas recalentadas. Don Pepe se detenía un momento con los dos serenos inmóviles ante él, y de pronto en la escarpada ladera de la montaña, a gran altura, empezaba el sordo matraqueo de la descarga de mineral de los planos inclinados entre los puntos luminosos de las antorchas diseminadas en la extensión contigua y que parecían gotas de fuego caídas de dos grupos deslumbradores de luces que brillaban encima. El estruendoso bataneo, creciendo en intensidad y volumen, chocaba contra las paredes de la garganta y era despedido hacia el llano, adonde llegaba con el fragor confuso de un trueno lejano. El posadero de Rincón juraba que en las noches serenas, escuchando atentamente, podía oírlo desde su puerta como el rumor de una tempestad en las montañas.

A Carlos Gould se le antojaba que aquel ruido debía llegar a los últimos límites de la provincia. Cuando cabalgaba de noche en dirección a la mina, empezaba a oírse a la entrada de un bosquecillo poco más allá de Rincón. Aquel inconfundible mugir de la montaña que vertía la corriente del precioso mineral en los pilones resonaba en su corazón con la fuerza peculiar de una proclama que se difundía atronadora por todo el país y con el encanto fascinador de un hecho consumado que satisfacía un deseo audaz. Lo había oído en su imaginación en cierta noche lejana, acompañado de su mujer, cuando, después de un tortuoso cabalgar por una faja de bosque, hicieron alto cerca de la corriente y contemplaron por vez primera la selvática soledad de la garganta. Aquí y allá se alzaba una empenachada palmera. En una barranca que cortaba a gran altura de la montaña de Santo Tomé (de forma cuadrada como un blocao) brillaba con destellos cristalinos, al través de las espesas y verdeoscuras frondas de helechos arborescentes, una cascada raquítica. Don Pepe, que los acompañaba, se adelantó a caballo, y extendiendo el brazo hacia la garganta, dijo con cómica solemnidad: "Ahí tiene usted, señora, el verdadero paraíso de los reptiles."

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