Joseph Conrad - Nostromo
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Y después habían hecho girar los caballos y regresado para dormir en Rincón. El alcalde -un tal Moreno, viejo arrugado, que había sido sargento en la época del dictador Guzmán- tuvo entonces la amabilidad de desalojar su casa con sus tres lindas hijas, a fin de que pudieran descansar en ella la señora extranjera y sus mercedes los caballeros. Por toda recompensa no pidió otra cosa a Carlos Gould (a quien tomó por un misterioso personaje oficial) sino que recordara al Supremo Gobierno la pensión de un dólar mensual aproximadamente, a que creía tener derecho. Se le había prometido, aseguró, enderezándose marcialmente, "hacía muchos años, por mi valor en las guerras con los indios bravos, en mi juventud, señor".
La cascada dejó de existir. Los helechos gigantes que se habían desarrollado lujuriosamente con la rociada de aquélla, se secaron todo alrededor del álveo de la charca madre, y la barranca se redujo a una enorme trinchera, medio llena de desechos y tierra de las excavaciones. Pero se captó más arriba el torrente; y el embalse formado por un sólido dique envió su agua precipitándose por canalizos, abiertos en troncos de árboles y sostenidos en soportes de tres pies, a las turbinas que hacían funcionar los bocartes o trituradores del rellano inferior - la mesa grande de la montaña de Santo Tomé. De la antigua cascada, con su estupenda vegetación de helechos, semejante a un jardín colgado de las rocas de la garganta, sólo quedó un recuerdo en el boceto de la acuarela, pintado por la señora de Gould; lo había hecho apresuradamente un día desde un claro del monte bajo, sentada a la sombra de un sotechado de paja, construido de intento sobre tres palos toscos bajo de la dirección de don Pepe.
La señora de Gould había visto los trabajos todos desde el principio: el desmonte de bravíos arbustos, la apertura del camino y de nuevos senderos hasta el farallón mismo de Santo Tomé. Semanas seguidas había pasado en aquel sitio con su esposo; y tan poco tiempo permaneció aquel año en Sulaco, que la aparición del carruaje de Gould en la Alameda era un acontecimiento que daba lugar a demostraciones de alegre sorpresa entre la alta sociedad. Respetables señoras y señoritas de ojos negros, sentadas en grandes carrozas que rodaban majestuosas en la umbrosa avenida, agitaban sus blancas manos saludando a la recién llegada. "Doña Emilia había bajado de las montañas."
Pero no por mucho tiempo. Al cabo de un día o dos, doña Emilia "volvía a subir a la montaña"; y el tronco de su bonito coche gozaba con ello de una larga temporada de descanso. Había presenciado la construcción de la primera casa de madera, sobre la mesa o rellano inferior, para servir de despacho y residencia a don Pepe; oído con un estremecimiento de grata emoción el estrepitoso rodar de la carga de una vagoneta por el único canalón en plano inclinado que a la sazón había; permanecido en silencio junto a su esposo, y temblado de emoción al romper a funcionar la primera batería de solos quince trituradores de roca argentífera. Cuando los hornos de la primera serie de retortas hubieron ardido hasta hora avanzada de la noche, no se retiró a descansar sobre el tosco catre, reservado para ella en la casa, todavía desamueblada, hasta que vio la primera pella esponjosa de plata, cedida para correr los azares del mundo por las tenebrosas profundidades de la concesión Gould; con ansiedad temblorosa había puesto sus manos, ajenas a toda labor mercenaria, sobre el primer lingote de plata sacado del molde, caliente aún; y formulado en su mente una apreciación justa del poder que encerraba aquel trozo de metal, considerándolo no como un mero hecho material, sino como algo impalpable y de especial trascendencia, como la expresión verdadera de una emoción o la emergencia de un principio.
Don Pepe, interesado también en extremo, miraba por encima del hombro de la señora con una sonrisa que, llenándole el rostro de arrugas longitudinales, le daba el aspecto de una máscara coriácea con expresión benignamente diabólica.
– Por Dios que se parece muchísimo a un trozo de estaño, ¿no es así? -comentó en tono de broma-. Pero si los muchachos de la banda de Hernández supieran el valor que tiene, les gustaría echarle la zarpa.
Este Hernández era un capitán de bandoleros. Vivió primero pacíficamente cultivando un pequeño rancho, pero secuestrado de su casa con circunstancias de especial barbarie, durante una de las guerras civiles, y forzado a servir al ejército, observó como soldado un comportamiento ejemplar, espiando la ocasión de matar a su coronel, como en efecto lo hizo, logrando después escurrir el bulto. Al frente de una cuadrilla de desertores que le eligieron por jefe, se refugió más allá del árido y bravío Bolsón de Tonoro. Las haciendas le pagaban rescate en vacas y caballos; contábanse extraordinarias historias de su valor y admirable astucia para eludir la captura. Solía entrar sólo a caballo, con dos revólveres al cinto, y llevando delante una acémila, en las aldeas y pequeñas poblaciones del Campo; íbase derecho a la tienda o almacén, escogía lo que necesitaba, y se retiraba sin que nadie le saliera al paso: tal era el terror que inspiraba con sus hazañas y temerario atrevimiento.
No molestaba a los campesinos pobres; pero las personas de la clase rica se veían a menudo detenidas y robadas en los caminos. ¡Desgraciado del funcionario civil o clase del ejército que cayera en sus manos! No se libraba de una terrible paliza. En el elemento armado los jefes torcían el gesto cuando alguien le nombraba en su presencia. Sus secuaces, jinetes en caballos robados, se burlaban de la persecución de la caballería regular, enviada a darles caza, y se complacían en prepararle emboscadas ingeniosas en las quebradas del terreno sometido a su dominio. Preparáronse expediciones; púsose a precio su cabeza, y hasta se hicieron tentativas, traidoras por supuesto, para entrar en negociaciones con él, sin que en lo más mínimo alterasen el rumbo de su carrera.
Al fin, según el genuino uso de Costaguana, el fiscal de Tonoro, que ambicionaba la gloria de haber reducido al famoso Hernández, le ofreció una suma de dinero y un salvoconducto para salir del país si entregaba a su cuadrilla. Pero evidentemente Hernández no era de la pasta de que estaban hechos los ilustres políticos y conspiradores de Costaguana. El mencionado expediente, ingenioso, pero burdo (que a menudo posee la mágica virtud de dar al traste con las revoluciones), fracasó al aplicarlo en un jefe de salteadores vulgares. En un principio el asunto se presentó bien para el fiscal, pero acabó de una manera desastrosa para el escuadrón de lanceros, apostados, según las instrucciones de aquél, en un repliegue del terreno, al que Hernández había prometido conducir a sus descuidados e ignorantes hombres. Llegaron, en efecto, a la hora señalada, pero arrastrándose a gatas por entre los arbustos, y, cuando estuvieron a la distancia conveniente, hicieron notar su presencia por una descarga general de armas de fuego, que derribó a numerosos jinetes. Los que resultaron ilesos o levemente heridos volvieron grupas ya todo galope se internaron en Tonoro.
Según cuenta, el comandante de la fuerza (que por tener mejor caballo sacó gran ventaja en la huida a los demás) se puso después en un estado de furiosa embriaguez y dio una bárbara paliza con el sable de plano al entremetido fiscal delante de su mujer e hijas por haber acarreado tamaña desgracia al ejército nacional. El jefe militar, herido profundamente en su pundonor, cuando la primera autoridad civil de Tonoro cayó al suelo desmayado, le pateó todo el cuerpo y le pasó las agudas espuelas por la cara y el cuello.
Esta historia, que se contaba entre los campesinos del interior con sus pormenores de tiranía, ineptitud, procedimientos necios, traición y brutalidad salvaje, era perfectamente conocida por la señora de Gould. Y el que personas cultas, de exquisita educación y excelente carácter, la aceptaran sin un comentario indignado, como algo inherente a la naturaleza de las cosas, era uno de los síntomas de degradación que la exasperaban, poniéndola casi al extremo de perder toda esperanza en la regeneración del país.
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