Joseph Conrad - Nostromo

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– No creo que deba levantarme -murmuró hablando con la señora de Gould-. El asunto del empréstito habla por sí mismo.

Pero don José Avellanos acudió a salvar la situación con un breve discurso, en el que aludió con insistencia a los sentimientos amistosos de Inglaterra respecto de Costaguana, "sentimientos (prosiguió con énfasis) de que puedo hablar con perfecto conocimiento de haber sido en mis buenos tiempos ministro acreditado cerca de la corte de San James".

Sólo entonces sir John creyó conveniente contestar, y lo hizo con elegante distinción en mal francés, interrumpido por explosiones de aplausos y las palabras " ¡Atención!, ¡atención!" del capitán Mitchell, que de cuando en cuando entendía alguna palabra. En acabando, el financiero de ferrocarriles se volvió a la señora de Gould y le recordó galantemente:

– Usted ha tenido a bien manifestarme que deseaba pedirme un favor, ¿Qué es ello? Tenga usted la seguridad de que cualquier petición suya hallará en mí la mejor acogida.

Ella le dio las gracias con una graciosa sonrisa. A la sazón todo el mundo se levantaba de la mesa.

– Subamos a cubierta -propuso la señora- y allí podré indicarle a usted la gracia que solicito.

Una enorme bandera de Costaguana, dividida diagonalmente en dos campos, rojo y amarillo, con dos palmeras verdes en el medio, flotaba perezosamente en el palo mayor del Juno. Los fuegos artificiales, dispuestos con profusión en la playa, al borde mismo del agua, en honor del Presidente, levantaron, al ser quemados, un misterioso ruido crepitante todo alrededor del puerto. A intervalos una serie de cohetes, remontándose con un prolongado chirrido, detonaban en lo alto sin otro rastro que una manchita de humo en el despejado y brillante cielo. Entre las puertas de la ciudad y el puerto veíanse apiñadas multitudes, bajo de los manojos de banderas multicolores que flotaban sobre altos postes. De improviso se percibían ráfagas de música militar y el lejano rumor de aclamaciones. Un grupo de negros astrosos, en el extremo del desembarcadero, se ocupaba en cargar y disparar un cañoncito de hierro de tiempo en tiempo. Velando los fulgores del sol, empañaba la transparencia del aire una bruma grisácea, fina e inmóvil, causada por el polvo.

Don Vicente Rivera dio algunos pasos bajo de la toldilla del puente, apoyado en el brazo del señor Avellanos; alrededor de ambos formóse un ancho círculo, en el que podían observarse la sonrisa melancólica y el apagado brillo de los anteojos del Presidente volviéndose con expresión afable de un lado a otro. La fiesta de carácter íntimo, dispuesta de intento a bordo del Juno para procurar al Presidente-Dictador la ocasión de tratar en confianza a sus principales partidarios de Sulaco, se acercaba a su término. A un lado, el general Montero, que ocultando ahora su calvicie bajo un tricornio con pluma, permanecía inmóvil en un asiento al aire libre, con las manazas enguantadas, descansando una sobre otra en la empuñadura del sable, que sostenía vertical entre las piernas. La blanca pluma del sombrero, el tinte cobrizo de su ancho rostro, la aglomeración de bordados de oro en mangas y pecho, las charoladas botas de montar con enormes espuelas, la agitación de las fosas nasales, la mirada imbécil y dominadora del glorioso vencedor de Río Seco formaban un conjunto extraño en el que había algo fatídico e increíble; parecía la exageración de una caricatura cruel, la rudeza atroz de algún ídolo militar, de concepción azteca y atavío europeo, que aguardaba el homenaje de sus adoradores. Don José se acercó diplomáticamente al portento suprahumano e inescrutable; y la señora Gould apartó al fin sus ojos fascinados para mirar a otra parte.

Al llegarse Carlos a sir John para despedirse de él, le oyó decir, mientras se inclinaba sobre la mano de su esposa:

– Seguramente. Por supuesto, mi querida Emilia, en favor de un protegé de usted. No hay la menor dificultad. Délo usted por hecho.

Don José Avellanos regresó a tierra en el mismo bote que los Gould, mostrándose muy taciturno. Ni aún después que estuvieron en el carruaje despegó los labios por largo tiempo. Las mulas trotaban muy despacio, alejándose del desembarcadero entre las manos extendidas de los mendigos, que aquel día parecían haber abandonado los pórticos de las iglesias. Carlos Gould iba sentado atrás tendiendo la vista por el llano. Una multitud de tenduchos, construidos con ramaje verde, juncos, trozos sueltos de tabla, completados con retazos de lona, aparecían diseminados por todas partes; y en ellos se vendía caña, dulces, frutas, cigarros. Sobre montoncitos de carbón encendido, algunas indias, acurrucadas en esteras, guisaban la comida en pucheros negruzcos de barro cocido y hervían el agua para las calabazas del mate, que ofrecían a la gente del pueblo con voces blandas y acariciadoras. En una larga faja del llano había sitio preparado para un certamen de carreras entre los vaqueros: y más lejos, a la izquierda, la muchedumbre se apiñaba alrededor de un pabellón enorme, erigido provisionalmente, en forma de plaza de toros, pero cubierto por una techumbre cónica de hierba. De allí salía un vibrante resonar de cuerdas de arpa, vibrante punteo de guitarras, el monótono mugir de un gombo indio, cuyas broncas pulsaciones se mezclaban con la gritería de los bailarines.

Carlos dijo:

– Toda esta extensión de terreno pertenece ahora a la Compañía del Ferrocarril. No volverá a haber aquí más fiestas populares.

La señora de Gould lo oyó con cierta pena, y aprovechó la ocasión para decir que acababa de obtener de sir John la promesa de ser respetada la casa de Giorgio Viola. Añadió que no había podido comprender nunca el empeño de los ingenieros en demoler aquel antiguo edificio, no estaba en el trayecto del ramal secundario proyectado para el servicio del puerto.

Detuvo el carruaje a la puerta del viejo genovés, que salió descubierto y se quedó de pie junto al estribo, y le dio la noticia para tranquilizarle. Le habló en italiano por supuesto, y Giorgio le expresó su gratitud con grave dignidad. Un veterano garibaldino le quedaba reconocido desde el fondo de su corazón por el favor extraordinario de conservarle el techo que cobijaba a su mujer e hijas. A sus años, no estaba ya para andar de ceca en meca.

– ¿Y es para siempre, señora? -preguntó.

– Por todo el tiempo que usted quiera.

– Bene. Entonces tengo que bautizar la casa. Antes no lo merecía. Una sonrisa ruda cubrió de arrugas los ángulos de sus ojos; y luego añadió:

– Mañana voy a dedicarme a pintar el título.

– Y ¿cuál va a ser, Giorgio?

– Albergo d'Italia Una -respondió el viejo garibaldino, mirando abstraído por un momento-. Más en memoria de los que han muerto (explicó) que en la del país, robado a los soldados de la libertad por la astucia de esa maldita raza piamontesa de reyes y ministros.

La señora de Gould sonrió benévolamente, e inclinándose un poco, empezó a preguntarle por su mujer e hijas. Las había enviado a la ciudad aquel día. La padrona estaba mejor de salud. Muchas gracias por el interés…

La gente pasaba en grupos de dos y de tres, o en numerosas cuadrillas de hombres y mujeres, que llevaban asidos a las faldas niños corriendo al trote. Un jinete, caballero en una yegua entrecana, refrenó su montura parándose a la sombra de la casa, después de saludar descubriéndose a los señores del carruaje, que le correspondían con sonrisas y venias afectuosas. El viejo Viola, ostensiblemente satisfecho de la noticia que acababa de recibir se interrumpió un momento para decirle que la casa estaba asegurada, gracias a los caritativos sentimientos de la signora inglesa, por todo el tiempo que quisiera habitarla. El otro le escuchó atentamente, pero no dijo nada.

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