Joseph Conrad - Nostromo

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Don José Avellanos amaba a su país. Le había servido con pródigo desprendimiento y pérdida de intereses durante su carrera diplomática; y sus oyentes conocían la historia posterior del cautiverio y bárbaras vejaciones, sufridas bajo el poder de Guzmán Bento. Por milagro se había librado de contarse entre las víctimas de las feroces y sumarias ejecuciones que señalaron el curso de aquella tiranía; porque el terrible dictador había gobernado el país con la sombría imbecilidad del fanatismo político. El poder del Supremo Gobierno llegó a ser, en el concepto de su menguada inteligencia, un objeto de adoración sanguinaria y feroz, como si se tratara de una deidad cruel. Esa deidad había encarnado en la persona de Bento; y sus adversarios, los federalistas, eran los peores criminales del mundo, merecedores del odio, aborrecimiento y temeroso recelo, como el que inspirarían los herejes a un inquisidor convencido. Por espacio de años el tirano llevó por todo el país, a la zaga del ejército de pacificación, una banda de esos atroces criminales, como cautivos, sometidos a tan inhumanos tratamientos, que con razón consideraban una suprema desdicha el no haber sido ejecutados sumariamente. Era un grupo, que la muerte diezmaba sin cesar, de esqueletos animados en desnudez casi completa, cargados de cadenas, cubiertos de suciedad, parásitos y heridas en carne viva; hombres todos de posición, de carrera, de fortuna, que, acosados del hambre, llegaron a luchar unos con otros por las piltrafas de carne asada que los soldados arrojaban a su alcance, o a pedir con acento lastimero al negro encargado de cocinar la comida de la tropa un sorbo de agua sucia. Don José Avellanos, arrastrando su cadena entre los demás, sólo parecía continuar viviendo para probar hasta qué punto el cuerpo humano puede resistir el dolor, el hambre, la degradación y los más crueles ultrajes, sin exhalar el último aliento. De cuando en cuando los prisioneros eran sometidos a interrogatorios, en los que se aplicaba algún procedimiento primitivo de tortura, por una comisión de oficiales, reunidos a toda prisa en una cabaña de palos y ramaje, resueltos a emplear todo el rigor posible para no comprometer sus propias vidas. En tales casos, uno o dos afortunados de la compañía de escuálidos, que se arrastraban con pasos vacilantes, solían ser conducidos detrás de un arbusto y fusilados por unos cuantos soldados en fila. Un capellán de ejército, cuyo uniforme de teniente, marcado con una cruz blanca en el lado del corazón, y cuyo aspecto general reflejaba el desaliño de la vida de campaña, solía seguir a los reos con una banqueta en la mano para confesarlos y darles la absolución; porque el Ciudadano Salvador del País (así se denominaba a Guzmán Bento oficialmente en los memoriales y solicitudes) no era contrario al ejercicio de una clemencia racional. Oíase una descarga irregular del pelotón ejecutor, seguida a veces de un tiro final aislado; una nubécula azulada de humo flotaba sobre el ramaje verde, y el Ejército de Pacificación seguía su marcha por las sabanas, al través de los bosques y de los ríos, invadiendo pueblos rurales, devastando las haciendas de odiosos aristócratas, ocupando las ciudades del interior en cumplimiento de su misión patriótica, y dejando tras sí un territorio sometido al régimen unitario, donde no volvería a descubrirse la maligna semilla del federalismo entre el humo de las casas incendiadas y el olor de la sangre vertida.

Don José Avellanos había sobrevivido a esos tiempos terribles.

Quizá, cuando el Ciudadano Salvador del País comunicó al extraviado aristócrata, en términos despectivos, que se le concedía la libertad, le creyó reducido a la impotencia por verle quebrantado de salud, de ánimos y de hacienda. O tal vez la concesión de tal gracia fuera un mero capricho. Guzmán Bento, aunque dominado casi siempre por temores imaginarios y sospechas cavilosas, padecía repentinos accesos de irracional confianza en su propia seguridad, al verse elevado sobre un pináculo de poder, alejado de todo riesgo, fuera del alcance de los simples mortales que conspiraban. En esas ocasiones ordenaba a raja tabla la celebración de una misa solemne de acción de gracias, que era cantada con gran pompa en la catedral de Santa Marta por el sumiso y tímido arzobispo nombrado por él. Bento asistía a la función religiosa ocupando un sillón dorado, dispuesto en el centro del presbiterio, entre otros asientos a derecha e izquierda donde se colocaban los jefes civiles y militares de su gobierno. El mundo no oficial de Santa Marta acudía en masa a la catedral, porque para toda persona de viso era peligroso permanecer alejada de aquellas manifestaciones de la piedad presidencial. Después de haber reconocido así el único Poder que admitía como superior al suyo, dispensaba gracias de perdón político con sardónica ufanía de clemencia. Por entonces no le quedaba otro modo de saborear las delicias del mando que ver a sus abatidos adversarios arrastrarse inermes a la luz del día, recién salidos de las oscuras y hediondas celdas del Colegio. La impotencia de los presos libertados daba pábulo a su vanidad insaciable, que se complacía en poder encarcelarlos de nuevo. Era cosa corriente que las mujeres de los agraciados se presentaran después a dar gracias en una audiencia especial. La encarnación de aquella extraña deidad, el Gobierno Supremo, las recibía de pie con el tricornio de airón en la cabeza, y las exhortaba, murmurando amenazas, a mostrar su gratitud, educando a sus hijos en la fidelidad a la forma democrática de gobierno "establecido por mí para la prosperidad de nuestro país". Pronunciaba las palabras con un sonido sibilante y confuso por haber perdido los dientes de en medio en un accidente de su primera vida de vaquero. "Había venido trabajando por Costaguana, solo, rodeado de traidores y enemigos. Preciso era que acabara de una vez tal estado de cosas, o, cuando no, ¡se cansaría muy luego de perdonar!"

Don José Avellanos era uno de los agraciados con ese perdón.

Tan quebrantado se hallaba de salud y fortuna al salir de la cárcel, que no podía presentar un espectáculo más grato al jefe supremo de las instituciones democráticas. La primera determinación de aquél fue retirarse a Sulaco. Su mujer poseía una hacienda en la provincia y con sus cuidados le restituyó a la vida, sacándolo de la casa de la muerte y el cautiverio. Cuando la fiel y amante esposa murió, dejó una hija de bastante edad para seguir asistiendo con abnegada solicitud al "pobre papá".

La señorita Avellanos, nacida en Europa y educada en parte en Inglaterra, era una joven alta, grave, con modales que indicaban gran dominio de sí propia, frente despejada y blanca, opulenta mata de cabello castaño y ojos azules.

Las demás señoritas de Sulaco la miraban con respeto a causa de su carácter y conocimientos. Gozaba fama de ser terriblemente instruida y seria. En cuanto a orgullo, ya se sabía que los Corbelanes se daban boato de grandes señores, y a esa familia pertenecía por parte de madre. Don José Avellanos era objeto constante de incontables sacrificios que su amada Antonia se imponía por él, y los aceptaba sin advertirlos con esa ciega inconsciencia de muchos hombres que, aunque hechos a imagen de Dios, son como insensibles ídolos de piedra ante el humo de ciertos holocaustos. El pobre Avellanos había quedado arruinado en todas las formas, pero un hombre dominado apasionadamente por una idea no es un fracasado en la vida. El antiguo representante diplomático amaba ardientemente a su país y le deseaba paz, prosperidad y (como dice al final del prefacio de su obra Cincuenta Años de Desgobierno ) "un puesto honroso en el consorcio de las naciones civilizadas." En esta última frase el ministro plenipotenciario, cruelmente humillado por la mala fe de su gobierno para con los tenedores extranjeros de la deuda nacional, se retrata como patriota.

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