Joseph Conrad - Nostromo

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La señora de Carlos no tenía que cuidarse de ninguna mina de plata. En la vida general de la de Santo Tomé estaba representada por sus dos lugartenientes, el médico y el sacerdote, pero nutría su amor femenino de excitación e impresiones nuevas con acontecimientos, cuya significación se le ofrecía purificada en el crisol de sus elevadas aspiraciones. Aquel día llevó con ella al puerto a los dos Avellanos, padre e hija.

Entre otros trabajos, requeridos por las perturbaciones e intranquilidad de aquellos días, don José desempeñaba el cargo de presidente de un comité patriótico, que había armado a un gran contingente de tropa perteneciente a la comandancia de Sulaco con un modelo perfeccionado de fusil. Precisamente una de las grandes potencias europeas acababa de desecharle, reemplazándole por otro de mayor eficiencia. Qué cantidad fue cubierta para el pago de este armamento de segunda mano por la suscripción voluntaria de las principales familias, y cuál otra salió de los fondos puestos a disposición de don José en el extranjero, es un secreto que él únicamente podía revelar; pero los ricos, como los llamaba el populacho, contribuyeron con largueza, apremiados por la elocuencia de su Néstor. Algunas de las señoritas más entusiastas no vacilaron en presentar sus joyas al hombre que era la vida y el alma del partido.

Hubo momentos en que tanto su vida como su alma parecían abrumadas por tantos años de fe indeficiente en la regeneración. Parecía una momia, rígidamente sentado junto a la señora de Gould en el landó, con su cara enteramente afeitada, fina, consumida por la edad, de tinte uniforme, como si hubiera sido modelada en cera amarilla, bajo de un sombrero flexible de fieltro, perdida en el ambiente la mirada fija de sus ojos pardos. Antonia, la bella Antonia, como se llamaba en Sulaco a la señorita Avellanos, se había colocado frente a ellos un poco echada atrás sobre el respaldo del asiento; y su espléndida figura en la plenitud del desarrollo, el grave óvalo de su rostro con carnosos labios de carmín la hacían parecer más respetable que la señora de Gould, con su movilidad de facciones y menguada estatura, que se mostraba erecta bajo de la inquieta sombrilla.

Siempre que le era posible, Antonia acompañaba a su padre; y la notoria devoción que le tenía suavizaba no poco el desagrado producido por su desprecio de los rígidos convencionalismos observados por las muchachas hispanoamericanas de su edad. Realmente no tenía ya nada de muchacha. Decíase que escribía a menudo los documentos políticos que su padre le dictaba y que el último le permitía leer todos los libros de su biblioteca -compuesta en general de obras de legislación e historia. En las recepciones -donde las conveniencias sociales quedaban cumplidas merced a la presencia de una señora anciana muy decrépita (parienta de Corbelanes), enteramente sorda e inmovilizada en una poltrona- Antonia era capaz de sostener sus opiniones discutiendo con dos o tres hombres a un tiempo. Evidentemente no era muchacha que se contentara con dejar entrever el rostro al través de las rejas de una ventana a la embozada figura de un amante medio oculto en la puerta de enfrente -manera propia de galantear en Costaguana. Era creencia general que la marisabidilla y orgullosa Antonia, con su educación extranjera e ideas extranjeras, no se casaría nunca -a no ser, si acaso, con algún extranjero de Europa o Norteamérica, ahora que Sulaco parecía a punto de ser invadido por el mundo entero.

Capítulo III

Cuando el general Barrios se detuvo para hablar a la señora de Gould, Antonia levantó con negligencia su mano que sostenía un abanico abierto en ademán de preservar de los rayos del sol su cabeza, tocada con leve chal de encaje. El animado brillo de sus ojos azules, movibles tras los negros flecos de las pestañas, se posó un momento sobre su padre, y luego voló más allá yendo a caer sobre la figura de un joven que a lo sumo contaría treinta años, de talla media, un tanto metido en carnes, envuelto en fino sobretodo. Apoyado con la palma abierta de la mano sobre el puño esférico de una caña flexible, había estado mirando distraído, pero en cuanto se notó observado se acercó tranquilamente y puso el codo sobre la portezuela del landó.

El cuello de la camisa, de corte bajo, el enorme lazo de su corbata, la forma del traje, desde el sombrero hongo hasta los charolados zapatos, sugerían la idea de la elegancia francesa; pero en lo demás era un bello ejemplar del criollo español. El sedoso bigote y la barba rubia, corta y ensortijada, no ocultaban sus rojos labios, frescos y con cierta expresión de mueca burlona. Su cara llena y redonda tenía el sano y cálido tinte blanco criollo, no curtido por los ardores del sol de su patria. Martín Decoud rara vez había estado expuesto al sol de Costaguana, que le había visto nacer. Su familia estuvo establecida por largo tiempo en París, donde él había estudiado leyes y hecho sus pinitos literarios, esperando a veces en momentos de exaltación llegar a ser un poeta de tanto vuelo como el otro de sangre española, don José María de Heredia. En ocasiones, por vía de pasatiempo, se había allanado a escribir artículos sobre asuntos europeos para el Semanario , principal diario de Santa Marta, que los publicaba con el encabezamiento: "De nuestro corresponsal especial", aunque la paternidad de tal correspondencia era un secreto a voces. Todo el mundo sabía en Costaguana -donde se seguía con vivo interés la historia de los compatriotas residentes en Europa- que el autor era Decoud hijo, joven de talento, relacionado, a lo que se suponía, con la flor y nata de la sociedad parisiense. En realidad Martín Decoud era un ocioso boulevardier o paseante de los bulevares, conocido de algunos periodistas listos, con entrada franca en las redacciones de los diarios, y bien recibido en los sitios de recreo, frecuentados por la gente de la prensa. Esta vida, cuya deplorable superficialidad se disfrazaba con el brillo de una blague universal, al modo que las estúpidas payasadas de un arlequín pretenden disimularse tras las brillantes lentejuelas y abigarrados colorines de un traje charro, le daban un barniz de cosmopolitismo agabachado -soberanamente antifrancés en el fondo-, pues real y verdaderamente era una desoladora indiferencia que se pavoneaba con aires de superioridad intelectual. De Costaguana solía decir a sus compañeros de París: "Imagínense ustedes un ambiente de ópera bufa, en la que todos los incidentes cómicos de la representación, donde intervienen estadistas, bandoleros, etc., etc., y toda la farsa de robos, intrigas y asesinatos se realizan con la más perfecta serenidad. Es horrendamente chistoso, la sangre corre sin cesar, y los actores se imaginan estar torciendo el rumbo de los destinos del universo. Por supuesto, los gobiernos en general, todo gobierno, sea de donde fuere, es un objeto exquisitamente cómico para el hombre que sabe discernir; pero nosotros los hispanoamericanos no conocemos límites. Ningún hombre de mediana inteligencia se aviene a intervenir en las intrigas de une farce macabre . Sin embargo, esos riveristas, de quienes precisamente ahora recibo tantas noticias, trabajan realmente en su estilo cómico por hacer habitable el país y pagar algunas de sus deudas. Amigos míos, harían ustedes bien en poner por las nubes al señor Rivera ante los tenedores de obligaciones de mi país. Si es cierto lo que me escriben, al fin van a tener probabilidades de realizar sus créditos."

Y a continuación explicaba con verbo mordaz lo que representaba don Vicente Rivera -hombrecillo tétrico, abatido por el peso de sus buenas intenciones-; la significación de las batallas ganadas; quién era Montero (un grotesque vaniteux et féroce ), y la índole del nuevo empréstito relacionado con el desarrollo del ferrocarril y la colonización de vastos territorios, en un gran plan financiero.

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