Joseph Conrad - Nostromo

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Con lo que sus amigos franceses sacaban la impresión de que el querido compañero Decoud connaissait la question à fond . Una importante revista parisiense le pidió un artículo sobre el estado de cosas en su patria. Estaba escrito en tono serio y con un gran fondo de ligerezas. Después preguntó a uno de sus íntimos:

– ¿Ha leído usted mi articulito sobre la regeneración de Costaguana?: Une bonne blague, hein?

Se tenía por parisiense hasta la punta de los pelos. Pero tan lejos estaba de ello, que antes al contrario corría peligro de permanecer siendo toda su vida un dilettante inclasificado. Había llevado el hábito de burlarse de todo al extremo de atrofiar todos los genuinos impulsos de su naturaleza. El haber sido elegido repentinamente miembro ejecutivo del comité patriótico de Sulaco para la adquisión de armamento le pareció el colmo de lo inesperado, una de esas ocurrencias fantásticas de que únicamente eran capaces sus paisanos.

– Es como si me hubiera caído un ladrillo en la cabeza. ¿Yo miembro ejecutivo? ¿Yo? ¡En mi vida pude imaginar cosa semejante! ¿Qué entiendo yo de fusiles militares? C'est funambulesque !

Con tales exclamaciones se había desahogado ante su hermana predilecta, hablándole en francés, que era el idioma usual en la familia, excepto el padre y la madre, ya ancianos.

– Y tienes que leer la carta confidencial en que se me dan todas las explicaciones. ¡Ocho páginas enteritas! ¡Nada menos!

Esta carta, escrita de puño y letra de Antonia, estaba firmada por don José, que solicitaba el concurso del "joven y valioso costaguanero" en la vida pública de su país, y privadamente hablaba, en tono de la mayor intimidad y sin reservas, a su talentuado ahijado, hombre rico e independiente, con amplias relaciones, digno de absoluta confianza por su linaje y educación.

– Lo que significa -comentó cínicamente Martín hablando con su hermana- que no malversaré los fondos, ni iré a molestar con insubstanciales charlas a nuestro chargé d'affaires de aquí.

Todo el asunto hubo de tramitarse a espaldas del ministro de la Guerra, Montero, miembro sospechoso del gobierno de Rivera, pero del que era difícil deshacerse por el momento. Precisaba que no supiera nada hasta que las tropas que estaban al mando de Barrios tuvieran el fusil en la mano. Tan sólo el presidente-dictador, cuya posición se hallaba rodeada de gravísimas dificultades, estaba en el secreto.

¡Chistosísimo! -exclamó la hermana y confidente de Martín, quien había replicado en el tono de la más perfecta blague parisiense:

¡Es inmenso! ¡Tiene que ver todo un jefe del Estado metido a explotar una mina con ayuda de ciudadanos particulares, bajo la mirada amenazadora del ministro de la Guerra, a quien hay que aguantar, quieras o no! ¡Ah! ¡Somos inimitables!

Y rompió a reír a carcajadas.

Posteriormente su hermana se maravilló de la seriedad y destreza desplegadas por Martín en llevar a cabo su misión, que era delicada por razón de las circunstancias y difícil a causa de requerir conocimientos técnicos. En su vida le había visto molestarse tanto por ninguna cosa.

– Me divierte lo indecible -había explicado brevemente- Estoy acosado por una porción de chalanes y petardistas, que procuran venderme toda clase de carabinas de Ambrosio. Son encantadores; me invitan a espléndidas cuchipandas, y yo les satisfago con buenas palabras; es entretenidísimo. Entre tanto el negocio se está arreglando en otra parte.

Cuando se ultimó el contrato, manifestó de improviso su intención de presenciar la entrega del precioso cargamento en Sulaco. A su juicio, aquel cómico asunto merecía ser proseguido hasta el fin. En tales términos balbució sus excusas ante la sagaz señorita, que después de contemplarle abriendo los ojos asombrada, los cerró, mientras le decía, articulando muy despacio:

– Lo que tú quieres es ver a Antonia.

– ¿Qué Antonia? -replicó el boulevardier de Costaguana en tono de disgusto y desdén.

Y sin más, se encogió de hombros, dio media vuelta y partió. Pero la hermana le gritó con burlón regocijo:

– La Antonia, a quien conociste cuando llevaba el cabello trenzado en dos coletas a la espalda.

La había conocido unos ocho años antes, poco después que Avellanos partió de Europa para volver a su patria, cuando aquélla era una muchacha, más alta y desarrollada de lo que pedían sus dieciséis años, de porte juvenilmente austero y juicio tan maduro, que llegó a dispararle algunas bromas sobre su afectado alarde de hombre desengañado. En cierta ocasión, tuvo un impulso de enojo, en que le echó en cara la vanidad de su vida y la ligereza de sus opiniones. Martín contaba a la sazón veinte años, y como hijo varón único, estaba mimadísimo por su familia que le adoraba. Aquella andanada imprevista le desconcertó de tal modo, que su pose de jovial superioridad vaciló ante la recriminación de la colegiala. Y tan honda impresión le dejó, que desde entonces todas las muchachas amigas de sus hermanas le recordaban a Antonia Avellanos, o por algún leve parecido o por ser el reverso de la medalla. Esto es una fatalidad ridícula, solía decirse a sí propio. Y, por supuesto, en las noticias que los Decoud recibían, con regularidad, de Costaguana, solía mencionarse a sus amigos, los Avellanos, con la historia de la prisión y abominables tratamientos del ex-ministro, los peligros y penalidades sufridos por la familia, su traslado de residencia a Sulaco en la mayor pobreza, el fallecimiento de la madre.

El pronunciamiento monterista se había efectuado antes que Martín Decoud desembarcara en Costaguana. Hizo el viaje con gran rodeo por el estrecho de Magallanes, en el mejor servicio de vapores que había en Europa, y luego en el de la Costa Occidental de la Compañía O.S.N. Su importante consignación llegó precisamente a tiempo de levantar los ánimos consternados, abriéndolos a la resolución y a la esperanza. A Decoud se le consideraba mucho entre las familias principales , y esta estimación era pública. Privadamente, don José, quebrantado y débil aún, le abrazó con lágrimas en los ojos.

– ¡Ha hecho usted el sacrificio de venir! No podía esperarse menos de un Decoud. ¡Ay, amigo! Nuestros temores más graves se han realizado -gimió en tono afectuoso.

Y volvió a dar un abrazo a su ahijado. Era en realidad la hora de que los hombres de inteligencia y corazón se agruparan alrededor de la causa de la salvación del país, puesta en peligro.

Entonces fue cuando Martín Decoud, el hijo adoptivo de la Europa Occidental, sintió el cambio absoluto de ambiente. Dejóse abrazar entre expresiones cariñosas, sin contestar nada, y hasta se conmovió a pesar suyo, al oír aquella nota de pasión y tristeza, desconocida en los centros más refinados de la política europea. Y, cuando la gentil Antonia, avanzando con paso elástico en la penumbra del desguarnecido salón, le alargó la mano (con su libertad y desembarazo habituales) murmurando: "Me alegro de verle a usted aquí, don Martín", comprendió la imposibilidad de decir a padre e hija que tenía pensado partir en el paquebote del mes siguiente. Don José proseguía entre tanto sus elogios. Cada nueva adhesión aumentaba la confianza pública. Y, además, ¡qué ejemplo para la juventud de Costaguana el del ilustre defensor de la regeneración del país, el digno expositor de la fe política del partido ante el mundo civilizado! Todos habían leído el magnífico artículo en la famosa revista parisiense. Esa información había llegado a todas partes; y la aparición del autor en momento tan crítico equivalía a un acto público de fe. El joven Decoud se sintió abrumado por un sentimiento de confusión impaciente. Su plan había sido regresar a Europa por la vía de los Estados Unidos, atravesar California, visitar el Parque de Yellow-Stone, Chicago, Niágara, echar un vistazo al Canadá, detenerse probablemente unos días en Nueva York y varios más en Newport, utilizando sus cartas de recomendación. El apretón de mano de Antonia fue tan franco, y el tono de su voz tan firme al saludarle efusivamente en señal de sincera aprobación, que, después de inclinarse profundamente, sólo acertó a decir:

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