Joseph Conrad - Nostromo

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– No hay vergüenza ninguna para ti en que por una vez no recibas nada de tu amante.

– ¿Para mi no? Pero la hay para su merced… que es un amante tacaño. ¡Como el infeliz está tan pobre…! -añadió sarcásticamente.

El tono de zumba con que fueron pronunciadas las últimas palabras excitó la risa de los circunstantes. ¡Qué lengua de víbora y qué atrevimiento! Los que presenciaban la escena llamaban a otros a participar de ella, con lo que se fue estrechando el círculo alrededor de la yegua.

La muchacha se apartó unos pasos haciendo frente a la burlona curiosidad de los ojos, luego volvió al estribo, se alzó de puntillas y volvió hacia Nostromo el semblante enfurecido con los ojos centellantes. El capataz se inclinó sobre ella desde la silla, y la oyó decir:

– Juan, merecerías que te diera una puñalada en el corazón.

El temido capataz de cargadores, ostentoso y desaprensivo en sus relaciones amorosas, sostenidas en público, asió a la morenita al oír aquella amenaza, y gritó:

– ¡Un cuchillo!

Veinte hojas aceradas brillaron a la vez en el círculo. Un joven en traje dominguero, saliendo del grupo, puso una navaja en la mano de Nostromo, y volvió a mezclarse entre la multitud, con aire de orgullosa satisfacción. El capataz ni siquiera le miró.

– Apóyate en mi pie -ordenó a la muchacha, que de pronto se sintió levantada en vilo, y cuando el jinete la tuvo junto a sí, le entregó el arma añadiendo-: Ahora, morenita, puedes cumplir tu deseo… ¿No te atreves?… Pues entonces tampoco has de avergonzarme por mi tacañería. Tendrás tu regalo; y, para que todo el mundo pueda ver quién es tu amante en un día como hoy, corta, para hacerte un rosario, todos los botones de Plata de mi chaqueta.

Aquella guapeza imprevista fue saludada con carcajadas y aplausos, y entre tanto la muchacha fue pasando la cortante hoja por cada botón hasta llegar al último, siendo recogidos sucesivamente por el impasible Nostromo. Pasólos luego a las manos de su querida y la depositó en tierra, cargada con su botín. Después de decirle en voz baja algunas palabras con semblante muy serio, la morenita se alejó mirando con arrogancia y desapareció entre el montón de curiosos. Estos se dispersaron; y el señoril capataz de cargadores, el hombre indispensable, el probado y leal Nostromo, el marino mediterráneo, que dejó su barco y se quedó en Costaguana buscando mejor fortuna, partió en su yegua hacia el puerto.

En aquel momento el Juno borneaba en redondo; y cuando Nostromo refrenó la yegua para contemplar la salida del barco, se izó una bandera sobre un asta improvisada, en un fortín antiguo y desmantelado de la boca del puerto. De las barracas de Sulaco había sido trasladada allí de prisa media batería de cañones para hacer las salvas de ordenanza al Presidente-Dictador y al ministro de la Guerra. Cuando la proa del vapor empezó a surcar aguas libres, las retrasadas detonaciones anunciaron el fin de la primera visita oficial de don Vicente Rivera a Sulaco, y el término de un nuevo "acontecimiento histórico" para el capitán Mitchell.

La vez siguiente que la "Esperanza de los hombres honrados" hubo de volver por aquel lugar, año y medio después, no fue con carácter oficial, sino huyendo por veredas de montaña en una mula coja después de una derrota, llegando a tiempo de ser salvado por Nostromo de una muerte ignominiosa a manos del populacho. Fue un suceso muy diferente, del que solía decir el capitán Mitchell:

– ¡Histórico, señor! ¡Verdaderamente histórico! Y ese mi hombre, Nostromo, ¿sabe usted?, se portó admirablemente. Es pura historia, señor.

Pero aquel hecho, que fue honroso para Nostromo, había de conducir inmediatamente a otro, imposible de ser clasificado ni como "histórico", ni como "equivocación", en la fraseología del capitán Mitchell. Para designarlo halló otra palabra.

– Señor -repetía refiriéndose al mismo-, eso no fue una equivocación, sino una fatalidad. Una desgracia pura y sencillamente, señor. Y ese pobre servidor mío no tuvo la menor culpa…, hizo cuanto podía y debía. Una fatalidad, si es que acaso hay alguna… y, a mi juicio, desde entonces no ha vuelto a ser el mismo hombre.

Segunda Parte Las Isabeles

Capítulo Primero

Objeto de elogios y maledicencias en las variadas vicisitudes de aquella lucha, cuya gravedad y peligros expresó de una manera gráfica don José con la frase "la suerte del honor nacional oscila temblorosa en la balanza", la Concesión Gould, "Imperiun in Imperio", había seguido sus trabajos; la montaña de forma prismática fue vertiendo su precioso mineral por los canalones de madera en las infatigables baterías de bocartes; las luces de Santo Tomé parpadearon, noche tras noche, sobre la sombría e inmensa extensión del Campo; cada tres meses continuaron bajando al mar los convoyes de plata, como si ni la guerra ni sus consecuencias pudieran afectar al antiguo Estado Occidental, aislado del resto de la República por el alto murallón de la Cordillera.

Todos los combates se trababan del otro lado de aquella colosal barrera de aserrados picos, dominada por el blanco domo del Higuerota, y no surcada hasta entonces por el ferrocarril, del que sólo se había construido la primera parte, eso es, el fácil trayecto del Campo desde Sulaco hasta el Valle de Ivie al pie del desfiladero.

Tampoco la línea telegráfica cruzaba a la sazón las montañas; sus postes, que aparecían clavados como jalones en el llano, penetraban en la faja de bosque de las alturas menores, cortada por la profunda avenida de la vía, y sus alambres terminaban bruscamente en el campo de construcción sobre una blanca mesa de madera que sostenía un aparato Morse, dentro de una larga barraca de tabla con techo de chapa acanalada, a la sombra de gigantes cedros -residencia del ingeniero encargado de la sección avanzada.

El puerto hervía de actividad con el tráfico del material del ferrocarril y con los movimientos de tropas a lo largo de la costa. La Compañía O.S.N. halló abundante ocupación para su flota. Costaguana no tenía marina; y, fuera de algunos cúters guardacostas, los barcos nacionales se reducían a un par de vapores mercantes usados como transportes.

El capitán Mitchell, sintiéndose cada vez más rodeado de "acontecimientos históricos", dedicaba una hora de la tarde a la tertulia de la casa Gould, donde, con una extraña ignorancia de las verdaderas fuerzas que trabajaban a su alrededor, se mostraba complacido de poder rehuir el contacto con las complicaciones de los negocios. Según decía, se habría visto en trances apurados a no ser por el habilísimo Nostromo. Los políticos endiablados de Costaguana le daban más que hacer de lo que él había podido figurarse. Así se lo manifestó en confianza a la señora de Gould.

Don José Avellanos había desplegado en servicio del gobierno de Rivera, amenazado de muerte, una actividad organizadora y una elocuencia, cuyos ecos llegaron a la misma Europa. Porque esta parte del mundo, después del nuevo empréstito hecho al gobierno Rivera, empezó a fijar la atención en Costaguana. La sala de la Diputación provincial (en los edificios municipales de Sulaco), con sus retratos de los libertadores en las paredes y una antigua bandera de Cortés, conservada en urna de cristal sobre la silla del presidente, había oído todos sus discursos -el primero de los cuales contenía la fogosa declaración: "El militarismo: he ahí el enemigo ", y el famoso, en que pronunció la frase: "La suerte del honor nacional tiembla en la balanza ", al apoyar el voto para que se reclutara un segundo regimiento en Sulaco en defensa del gobierno reformista. Y, cuando las provincias enarbolaron de nuevo sus antiguas banderas (proscritas en tiempo de Guzmán Bento), don José, en otra de sus grandes arengas, saludó aquellos viejos emblemas de la independencia, que salían otra vez a la luz del sol en nombre de nuevos ideales. La antigua idea del federalismo había desaparecido. Por su parte no deseaba resucitar doctrinas políticas de tiempos pasados. Eran perecederas. Mueren. Pero la doctrina de la rectitud política era inmortal. El segundo regimiento de Sulaco, a quien se hacía entrega de la bandera, iba a demostrar su valor en una lucha por el orden, la paz, el progreso; por la consolidación de la dignidad nacional, sin la que -declaró con energía- "somos la vergüenza y el oprobio de las naciones civilizadas".

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