Joseph Conrad - Nostromo
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Con una rápida carrera al puerto en el artefacto de dos ruedas (que el capitán Mitchell llamaba currículo), tirado por un mulo seco y encanijado, al que un cochero evidentemente napolitano no cesaba de apalear, el ciclo de la visita a Sulaco se acercaba a su término ante las oficinas iluminadas de la Compañía O.S.N., que seguían abiertas a hora tan avanzada por causa del vapor. Se acercaba a su fin…, pero no terminaba.
– Las diez. Su barco no estará listo para zarpar hasta las doce y media, y aun entonces lo dudo. Vamos a tomar un vaso de soda con aguardiente y a fumar otro puro.
Y en el despacho particular del superintendente, el distinguido viajero del Ceres , el Juno o el Palas , escuchaba, como un niño cansado un cuento de hadas, la serie inesperada de descripciones, sonidos, nombres, sucesos e informaciones complicadas e incompletas, con que el señor Mitchell le aturdía mentalmente. Y oía una voz familiar y de impresionante énfasis, como venida de otro mundo, refiriéndole que había habido "en aquel mismo puerto" una demostración naval internacional, que puso fin a la guerra entre Costaguana y Sulaco; y que el crucero de los Estados Unidos Powhattán fue el primero en saludar la bandera occidental -blanca con una corona de laurel verde en el centro, rodeando una flor amarilla. Y oía contar que el general Montero, antes de transcurrir un mes desde que se proclamó a sí mismo Emperador de Costaguana, había sido muerto de un tiro (durante una solemne y pública distribución de condecoraciones y cruces) disparado por un joven oficial de artillería, hermano de la mujer que a la sazón era su querida.
– El abominable Pedrito, señor, huyó del país -seguía contando la voz. -El capitán de uno de nuestros barcos me dijo últimamente que había visto a Pedrito el Guerrillero luciendo unas babuchas moradas y un gorro de terciopelo con borla de oro, al frente de una casa de lenocinio en uno de los puertos meridionales.
– ¡Detestable Pedrito! ¿Qué diablo de hombre era ése? -preguntaba el distinguido pasajero, fluctuando entre la vigilia y el sueño, pero con los ojos abiertos merced a un esfuerzo de cortesía, y con un amistoso mohín en los labios, de entre los que salía el decimoctavo o vigésimo puro de aquel memorable día.
El capitán Mitchell, olvidándose del último personaje traído a cuento, volvía a hablar de su Nostromo con acento sentido y un deje de melancólico orgullo:
– "Se me presentó de repente en esta misma habitación como un fantasma, señor. Imagínese usted la impresión que me causaría. Como es natural, había vuelto por mar con Barrios. Y lo primero que me dijo cuando estuve repuesto del susto, y en condiciones de oírle, fue que había recogido el bote de la gabarra, abandonado en el golfo, donde flotaba a la deriva. Mi pobre capataz parecía abatido por tal incidente, que en realidad era extraordinario, si se recuerda que habían pasado dieciséis días desde el naufragio del lanchón de la plata.
"Al punto pude ver que era otro hombre. Miraba de hito en hito a la pared, señor, como si hubiera una araña o algo que corriera por ella. La pérdida de la plata se le había clavado en el alma. Me preguntó desde luego que si doña Antonia tenía ya noticia de la muerte de Decoud, y al hacer esta pregunta le temblaba la voz. Hube de decirle que doña Antonia no había vuelto aún a la ciudad. ¡Pobre señorita! Y, cuando me disponía a interrogarle sobre mil asuntos, saltó de pronto: "Perdone usted, señor", y salió sin más de este despacho. No volví a verle en tres días, pues me hallaba a la sazón abrumado de ocupaciones, ¿sabe usted? Creó que vagaba por dentro y fuera de la ciudad, y que dos noches volvió a dormir a los barracones de los empleados del ferrocarril. Parecía absolutamente indiferente a lo que ocurría. Le pregunté una vez en el muelle: "¿Cuándo piensa usted encargarse nuevamente de su tarea, Nostromo? Ahora tenemos trabajo en abundancia para los cargadores". "Señor -me respondió, echándome una mirada interrogadora-, ¿se maravillaría usted si le dijera que todavía me siento muy cansado para volver a la faena? Y ¿qué labor podría hacer ahora? ¿Cómo podría mirar a la cara a mis cargadores después de haber perdido la gabarra?"
"Le rogué que no pensara más en la plata y se sonrió. Una sonrisa que me llegó al corazón, señor. "Usted no tuvo la culpa -le dije. -Fue una fatalidad. Una desgracia que no pudo evitarse". "¡Sí! ¡sí!", dijo y volvió la espalda. Creí lo mejor dejarle en paz una temporada para que se sobrepusiera a su pesadumbre; pero le ha costado años el conseguirlo. Estuve presente a su entrevista con don Carlos. Debo decir que Gould es un hombre un tanto frío. Ha tenido que reprimir sus sentimientos, tratando con ladrones y granujas, en constante peligro de arruinarse con su mujer; y lo ha venido haciendo por tantos años, que la impasibilidad constituye hoy, por decirlo así, su segunda naturaleza. Los dos permanecieron largo rato mirándose; y don Carlos preguntó, con el sosiego y reserva de costumbre, qué podía hacer por él.
– "Mi nombre es conocido de un extremo a otro de Sulaco -respondió el otro con la misma calma-. ¿Qué mayor remuneración podría usted concederme?
"Eso es todo lo que pasó en esa ocasión. Posteriormente, sin embargo, se puso a la venta una magnífica goleta; y la señora de Gould y yo tuvimos gran empeño en comprarla y regalársela. Así se hizo, pero en los tres años siguientes devolvió el precio. El tráfico abundaba todo a lo largo de la costa, señor. Además, ese hombre es afortunado en todas sus empresas, menos en salvar el lanchón de la plata.
"La pobre doña Antonia, no repuesta aún de los terribles trabajos sufridos en los bosques de los Hatos, tuvo también una entrevista con él. Deseaba recibir noticias de Decoud: qué dijo, qué hizo, qué pensaron hasta el último en aquella noche fatal. Por la señora de Gould supe que el capataz había hablado a la señorita con afabilidad y calma. La señorita Avellanos supo reprimir su pena, y sólo prorrumpió en llanto cuando Nostromo le dijo que el señor Decoud tenía seguridad en el triunfo glorioso de su proyecto… Y, a no dudarlo, señor, ha sido un verdadero triunfo".
El ciclo de los relatos y paseos estaba á punto de cerrarse al fin. Y, mientras el ilustre pasajero, temblando de placer al pensar anticipadamente en la litera de su camarote, se olvidaba de preguntar: "¿Qué singular proyecto podía ser el de ese Decoud?", el capitán Mitchell continuaba:
– Siento que en breve tendremos que separarnos. La atención inteligente que ha prestado usted a mis explicaciones me ha procurado un día delicioso. Ahora le acompañaré a usted a bordo. Ha echado usted un vistazo a la "Tesorería del Mundo". Una denominación muy apropiada.
La voz del segundo contramaestre, anunciando a la puerta que la chalupa aguardaba, ponía término a las etapas del acompañamiento obsequioso.
Nostromo realmente había hallado el bote de la gabarra, abandonado en la Gran Isabel con Decoud, flotando vacío a gran distancia de la isla del golfo. Hallábase a la sazón en el puente del primero de los transportes de Barrios, que en una hora de navegación llegaría a Sulaco. Barrios, a quien siempre caían en gracia las hazañas atrevidas y juez competente en materia de valor, había cobrado gran afición al capataz. Durante el viaje contorneando la costa, el general retuvo a Nostromo cerca de su persona, hablándole a menudo en los términos rudos y jactanciosos que solían expresar su especialísima estimación.
Los ojos de Nostromo fueron los primeros en divisar a cierta distancia frente a la proa una manchita negra, que aparecía aislada de la Tres Isabeles en la superficie plana y temblorosa del golfo. Hay ocasiones en que ningún hecho debe ser despreciado por insignificante; un pequeño bote, tan lejos de tierra, podía indicar algo digno de averiguarse. A una señal de Barrios, el transporte mudó de rumbo y pasó bastante cerca para cerciorarse de que la barquichuela estaba vacía. Era un bote ordinario que navegaba a la deriva con los remos dentro. Pero Nostromo, que tenía fijo insistentemente a Decoud en su pensamiento durante días, había reconocido mucho antes con sobresalto la canoa de la gabarra.
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