Joseph Conrad - Nostromo

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– ¿La oiré estallar antes de caer yo? -se preguntó.

El sol estaba a dos horas del horizonte cuando se levantó escuálido, sucio, cadavérico, y miró al astro rey con ojos orlados de púrpura. Sus miembros le obedecían tardos, como si estuvieran llenos de plomo, pero no sentía temor, y el efecto de aquel estado físico dio a sus movimientos una dignidad resuelta y deliberada. Procedía como si estuviera ejecutando una especie de rito. Bajó a la barranca, porque la fascinación de toda aquella plata, con el poder que encerraba, seguían sobreviviendo, como cosa única, fuera de él. Recogió el cinto con el revólver, que yacía allí, y se lo ciñó a la cintura.

La cuerda del silencio no podía estallar en la isla. Había que dejarla caer y sumergirla en el mar, pensó. ¡Y sumergirla hasta el fondo! Quedóse mirando a la tierra removida que cubría el tesoro. ¡En el mar! Su aspecto era el de un sonámbulo. Dejóse caer perezosamente de rodillas, y arañó por algún tiempo la tierra con paciencia diligente hasta descubrir una de las cajas. Sin detenerse, como quien ejecuta una labor que ha hecho antes muchas veces, la rajó y sacó cuatro lingotes que metió en los bolsillos. Cubrió de nuevo la caja y paso a paso salió de la barranca. Los arbustos se cerraron tras él chirriando.

El tercer día de su soledad fue cuando arrastró la canoa a la vera del agua con intención de alejarse remando a cualquier punto; pero había desistido, en parte, por el asomo de esperanza en el regreso de Nostromo, y en parte por haberse convencido de la evidente inutilidad de todo esfuerzo.

Ahora sólo se necesitaba dar un ligero empujón a la canoa para ponerla a flote. La poca comida que había tomado diariamente desde su permanencia en aquel lugar le había conservado alguna fuerza muscular. Manejando los remos despacio, navegó alejándose de la mole rocosa de la Gran Isabel, que se alzaba a su espalda, cálida de sol como de calor de vida, bañada de arriba abajo en rica luz, a modo de una radiación de esperanza y alegría. Remó en dirección al astro del día, próximo a ponerse. Cuando el golfo se oscureció, cesó de remar y metió dentro las paletas. El choque de éstas contra la tablazón del bote fue el ruido más fuerte que oyó en su vida. Le sonó a una revelación, a un llamamiento venido de lejos. Por su mente pasó el pensamiento: "Quizá duerma esta noche"; pero no lo creyó. No creía en nada; y continuó sentado en el banco de remar.

El alba, que empezaba a clarear por detrás de las montañas, puso un vago resplandor en sus ojos extáticos. Tras un amanecer diáfano, el sol apareció espléndido encima de los picos de la sierra. El gran golfo se encendió de pronto con un inmenso centelleo todo alrededor del bote, y en el esplendor de aquella soledad implacable, el silencio se le presentó de nuevo, tirante a punto de romperse, como una cuerda negra y fina.

Sus ojos la miraban, mientras sin prisa mudaba de asiento, pasando del banco a la borda. La miraban fijamente, y al mismo tiempo su mano, palpando alrededor de la cintura, desabrochó la tapa de la bolsa de cuero, sacó el revólver, lo amartilló, lo volvió apuntando a su pecho, oprimió el gatillo y, con un esfuerzo convulsivo, lanzó el arma todavía humeante dando vueltas por el aire.

Sus ojos siguieron mirando a la misteriosa cuerda, cuando cayó de cara con el pecho doblado sobre la regala del bote y los dedos de la mano derecha agarrotados, como garfios, al banco de remar. La miraron…

"Se acabó," dijo vertiendo un repentino chorro de sangre. Su ultimo pensamiento fue: "Desearía saber cómo ha muerto el capataz".

La rigidez de los dedos se aflojó, y el amante de Antonia Avellanos cayó al mar por la borda sin haber oído estallar la cuerda del silencio en la soledad del Golfo Plácido, cuya superficie centelleante no se alteró con la caída de su cuerpo.

Víctima de una lasitud sin ilusiones, que es el premio reservado a la audacia intelectual, el brillante don Martín Decoud, lastrado por las barras de plata de Santo Tomé, desapareció sin dejar rastro, sepultado en la inmensa indiferencia de las cosas. Su desvelada y abatida figura dejó de yacer junto a la plata de Santo Tomé, y por algún tiempo los espíritus del bien y del mal que rondan alrededor de todo tesoro escondido pudieron creer éste olvidado de todos los hombres.

Después, al cabo de algunos días, otra forma apareció avanzando a grandes zancadas de espalda al sol poniente, para ir a sentarse y aguardar inmóvil y despierta en la estrecha barranca tenebrosa durante toda una noche, casi en la misma postura y en el mismo sitio en que se había sentado el otro hombre atormentado de insomio, que con tanta calma se había ausentado para siempre en un pequeño bote a la hora de ponerse el sol. Y los espíritus del bien y del mal que rondan en torno a los tesoros escondidos comprendieron bien que la plata de Santo Tomé poseía ahora un esclavo leal y por toda la vida.

El magnífico capataz de cargadores, víctima de la vanidad desengañada, que es la recompensa de las acciones audaces, pasó sentado en la abatida postura de un proscrito acosado de perseguidores una noche de insomnio, tan atormentada como cualquiera de las que había padecido Decoud, su compañero, en la aventura más desesperada de su vida. Y se preguntaba cómo habría muerto Decoud. Pero en cambio no abrigaba dudas ni ignorancias sobre el papel que había desempeñado. Por causa del maldito tesoro había abandonado, en necesidad extrema, primero a una mujer moribunda y luego a un hombre. Ese tesoro estaba pagado con un alma perdida y un hombre desaparecido. Al tranquilo temor de este sentimiento sucedió una oleada de inmenso orgullo. No había en el mundo mas qué un Gian Battista Fidanza, capataz de cargadores, capaz de pagar un precio semejante.

Había abrazado la resolución de no consentir que obstáculo alguno le impidiera consumar su negocio. Nada. Decoud había muerto. Pero ¿cómo? De que había muerto no cabía la menor duda. ¿Y los cuatro lingotes?… ¿Para qué los había tomado?… ¿Pensaba volver por más… en alguna otra ocasión?

El tesoro estaba ejerciendo su influencia misteriosa, trastornando la clara inteligencia del hombre que había pagado su precio. Estaba seguro de que Decoud había muerto. La isla parecía llena de aquel susurro. ¡Muerto! ¡Desaparecido! Y echó de ver que maquinalmente escuchaba el rumor de los arbustos y el chapoteo de sus pies en el lecho del arroyo. ¡Muerto! ¡El fino hablador, el novio de doña Antonia!

– ¡Ah! -murmuró, con la cabeza sobre las rodillas, bañada en la lívida luz del alba nebulosa que clareaba sobre la libertada Sulaco y sobre el golfo de color gris ceniciento.

– ¡A ella es a quien acudirá volando! ¡A ella volará antes que a nadie!

Y ¡cuatro lingotes! ¿Los tomaría en venganza para lanzar sobre él un maleficio, como la mujer airada que le había vaticinado remordimiento y ruina, imponiéndole, no obstante, la tarea de salvar a las niñas? Bien; las había salvado. Había vencido el conjuro de la pobreza y el hambre… solo, o tal vez ayudado del diablo. ¿Qué le importaba a nadie? Lo había hecho, aun siendo víctima de una traición, salvando de un golpe la mina de Santo Tomé, que se le representaba odiosa e inmensa, tiranizando con su vasta riqueza el valor, el trabajo, la fidelidad del pobre, la guerra y la paz, las faenas de la ciudad, del mar y del campo. El sol brilló por encima de los picos de la cordillera. El capataz contempló por algún tiempo la masa de tierra removida, piedras y arbustos destrozados que ocultaban el escondrijo de la plata.

– Es necesario que me haga rico muy despacio -pensó en voz alta.

Capítulo XI

Sulaco, a diferencia de Nostromo, que procedía con prudente lentitud en mejorar de fortuna, se enriquecía rápidamente con los tesoros escondidos en la tierra, rondados por los ansiosos espíritus del bien y del mal, y arrancados de las rocas por las manos laboriosas del pueblo. Era una especie de rejuvenecimiento, de reviviscencia, llena de promesas, de inquietudes de movimiento; una exuberancia pródiga que dispersaba su riqueza por los cuatro ángulos de un mundo ávido. Cambios materiales sobrevinieron con el desenvolvimiento de los intereses materiales. Y otros cambios más sutiles, exteriormente inadvertidos, dejaron sentir su influencia en los espíritus y corazones de los obreros.

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