Joseph Conrad - Nostromo
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No había que pensar en detenerse a recoger un objeto tan insignificante. Cada minuto era de gran importancia para salvar la suerte de una ciudad entera y las vidas de sus habitantes. La proa del barco-guía, con el general a bordo, volvió a su rumbo. Tras él, la flota de transportes, diseminados a la ventura en alta mar a la distancia aproximada de una milla, aparecían negros y humeantes por la parte de poniente, con el aspecto de terminar un certamen de velocidad en el océano.
– Mi general -prorrumpió la voz de Nostromo, fuerte y tranquila detrás de un grupo de oficiales-, desearía salvar ese botecito. Le conozco, por Dios. Pertenece a mi compañía.
– Y, por Dios -replicó Barrios en tono de broma-, usted me pertenece a mí. Pienso hacerle a usted capitán de caballería en cuanto vuelva a echar la vista a un caballo.
– Sé nadar mejor que cabalgar, mi general -exclamó Nostromo, avanzando hacia la baranda con gran resolución, que se reflejaba en la fijeza de su mirada. -Permítame usted…
– ¿Permitirle? ¡Qué hombre más terco! -vociferó el general jovialmente sin mirarle siquiera. -¡Qué le deje ir! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Quiere hacerme confesar que no podemos tomar a Sulaco sin él. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Le gustaría hacer el viaje a nado, hijo mío?
Un tremendo clamoreo que resonó de un extremo a otro del barco interrumpió las bromas de Barrios. Nostromo había saltado por la borda, y su negra cabeza flotaba ya lejos del barco.
El general musitó sorprendido en tono violento:
– ¡Cielos! ¡Pecador de mí!
Miró con avidez y vio que Nostromo nadaba con gran desembarazo, y luego tronó indignado:
– ¡No!, ¡no! De ninguna manera nos detendremos a recoger a ese insolente. ¡Qué se ahogue… ese loco capataz!
Únicamente empleando la fuerza bruta hubiera sido posible impedir a Nostromo arrojarse al mar. Aquel bote vacío, que le salía al encuentro de una manera misteriosa, como dirigido por un invisible espectro, ejerció sobre el capataz la fascinación de una señal, de un aviso, y pareció responder en forma enigmática y sorprendente a su obsesión de un tesoro y del destino de un hombre. Habría saltado, aun estando seguro de hallar la muerte en aquella media milla de agua. La superficie del mar aparecía lisa como la de un estanque, y por una razón u otra en el Golfo Plácido no se conocen los tiburones, no obstante estar plagada de ellos la costa del otro lado de Punta Mala.
El capataz se asió a la popa del bote y respiró con fuerza. Mientras nadaba le había invadido una extraña sensación de debilidad. Se había quitado las botas y la chaqueta en el agua, y permaneció colgado de la borda algún tiempo cobrando aliento. A lo lejos los transportes, más agrupados ahora, avanzaban en derechura a Sulaco conservando la apariencia de navegar en amistoso certamen, practicando un deporte náutico, una regata, y el humo unido de las chimeneas formaba encima y enfrente de él un delgado bancal de niebla de color sulfúreo. Entonces pensó Nostromo que su audacia, su valor, su arriesgado viaje eran los que habían puesto en movimiento aquellos barcos haciéndolos acudir presurosos a salvar las vidas y haciendas de los blancos , amos del pueblo; a salvar la mina de Santo Tomé; a salvar a los niños.
Con un vigoroso y bien dirigido esfuerzo se encaramó al bote por encima de la popa. ¡El mismo bote! No había duda, absolutamente ninguna. Era la canoa de la gabarra núm.3 -la canoa dejada con Martín Decoud en la Gran Isabel, a fin de que tuviera algún medio de salvarse, si nada podía hacerse por él desde tierra. Y aquí se le había presentado, vacía e inexplicable. ¿Qué había sido de Decoud? El capataz practicó un minucioso registro en el bote. Buscó algún arañazo, alguna señal, algún signo, y sólo descubrió una mancha pardusca en la borda, frente al banco de remar. Acercó el rostro y frotó fuerte con el dedo. Luego se sentó en la parte de popa, inactivo, con las rodillas juntas y las piernas apartadas como las de un compás abierto.
Chorreando agua de pies a cabeza, el cabello y las patillas lacias y mojadas, y los ojos sin brillo fijos en las tablas del fondo, el capataz de los cargadores de Sulaco parecía el cadáver de un ahogado, salido de las profundidades del golfo para pasar ocioso la hora de la puesta del sol en un pequeño bote. La excitación de su arriesgado viaje a caballo; la excitación del regreso oportuno, de la hazaña, del triunfo; toda esa excitación concentrada en torno de las ideas unidas del gran tesoro y del único hombre que, además de él, conocía su existencia, le había abandonado. Hasta el ultimo instante había estado devanándose los sesos para descubrirla manera de visitar la Gran Isabel sin pérdida de tiempo y sin ser visto de nadie. Tan estrechamente relacionado estaba en su mente la idea del secreto con la del tesoro, que aun al mismo Barrios se había abstenido de mencionarte la existencia de Decoud y de la plata en la isla.
Sin embargo de eso, las cartas que había llevado al general hablaban brevemente de la pérdida de la gabarra por la relación que tenía con la situación de Sulaco. En circunstancias tan críticas, el tuerto cazador de tigres, que olfateaba de lejos la batalla, no había perdido el tiempo en hacer preguntas al emisario. De hecho Barrios, en su conversación con Nostromo, suponía que Decoud y los lingotes de la mina de Santo Tomé se habían ido a pique juntos; y Nostromo, no interrogado directamente, había guardado silencio, bajo de la influencia de alguna forma indefinible de resentimiento o desconfianza. ¡Qué se lo explicara todo don Martín! -se dijo a sí mismo mentalmente.
Y ahora que tenía en su poder el medio de llegar a la Gran Isabel, puesto en su camino con la mayor antelación posible, se había disipado todo su entusiasmo, como cuando huye el alma dejando el cuerpo inerte en una tierra que ya no conoce. Nostromo parecía no conocer el golfo. Por algún tiempo ni siquiera sus párpados se agitaron una vez sobre la vítrea vacuidad de su mirada fija.
Después, lentamente, sin el menor movimiento de los miembros, ni contracción de ningún músculo, ni temblor de las pestañas, apareció en las facciones inmóviles una expresión de vida; y un pensamiento hondo se reflejó en la inexpresiva mirada -como si un alma proscrita, un alma apacible y errante, al hallar abandonado aquel cuerpo en su camino, hubiera llegado furtivamente a tomar posesión de él.
El capataz frunció el ceño; y en la inmensa quietud del mar, de las islas y la costa, de las formas nubosas en el cielo y de los regueros de luz en el agua, el fruncir de aquella frente tuvo el énfasis de un gesto poderoso. Nada mas se movió por largo tiempo; luego el hombre movió la cabeza y se unió de nuevo al reposo universal de todas las cosas visibles.
De pronto empuñó los remos, y haciendo virar la canoa en redondo con un solo movimiento, puso la proa hacia la Gran Isabel; pero antes de empezar a remar se inclinó una vez mas sobre la mancha pardo-oscura de la borda.
– Sé lo que es esto -se dijo, moviendo la cabeza con expresión sagaz-, esto es sangre.
Sus remadas eran largas, vigorosas y constantes. De cuando en cuando volvía la cara para mirar por encima del hombro a la Gran Isabel, que presentaba su achatado peñón en la ansiosa mirada de Nostromo, como un rostro impenetrable. Al fin la tajamar del bote tocó la grava. Empujó con violencia la canoa, en lugar de arrastrarla a la pequeña playa. Inmediatamente volviendo la espalda al sol poniente, penetró con luengas zancadas en el interior de la barranca, mientras el agua del arroyo saltaba con el chapoteo de sus pies, que parecían querer hollar el alma somera, clara y murmuradora de la pequeña corriente. Anhelaba aprovechar lo que restaba del día.
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