Joseph Conrad - Nostromo
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"¿El Bar Americano? Sí. Y más allá puede usted ver otro. Frecuentados sobre todo por neoyorquinos… Hemos llegado al Club Amarillo. Observe usted la estatua del obispo al pie de la escalera a la derecha, según subimos."
Y el almuerzo empezaba y terminaba su opíparo y sosegado curso en una mesita de la galería del Club, donde el capitán Mitchell hacía varias inclinaciones, se levantaba para hablar un momento a diferentes funcionarios vestidos de negro, comerciantes de americana, oficiales de uniforme, caballeros de edad madura procedentes del Campo -cetrinos, pequeños, nerviosos, o regordetes, plácidos, atenazados-, y europeos o norteamericanos de gran posición, cuyo color blanco resaltaba con morbosa palidez entre la mayoría de las caras morenas y negras de brillantes ojos,.
El capitán Mitchell se repantigaba en la silla, echando en torno de sí miradas de satisfacción, y alargaba al acompañante una caja de enormes puros.
– Pruebe usted uno con el café. Tabaco de la localidad. El café que va usted a tomar en el Club Amarillo, señor, no lo hallará usted en ninguna parte del mundo. Lo recibimos en grano de un famoso cafetal, que aquí llaman cafetería , de la falda de la sierra. Su dueño envía todos los años tres sacos, como un obsequio a sus compañeros de club, en recuerdo del combate contra los nacionales de Camacho, librado por los caballeros desde estas mismas ventanas. El donante se hallaba entonces en la ciudad: participó de la lucha hasta el final. El café llega en tres mulos -no por ferrocarril, como cualquier envío ordinario- y entra directamente en el patio, escoltado por obreros a caballo, a las órdenes del mayoral de la hacienda. Este sube las escaleras con botas y espuelas, y le entrega oficialmente al consejo directivo con la fórmula: "En memoria de los que cayeron el tres de mayo." Nosotros le llamamos el café del Tres de Mayo.
El señor Mitchell, con expresión de disponerse a oír un sermón en una Iglesia, se llevaba a los labios la menuda taza; y el néctar era ingerido a sorbitos hasta la última gota, durante un silencio tranquilo, entre nubes de humo de tabaco.
– Repare usted en ese señor vestido de negro que se retira en este momento -recomenzó, inclinándose apresuradamente. -Es el famoso Hernández, ministro de la Guerra. El corresponsal que aquí tiene el importante diario The Times , autor de la notable serie de cartas donde se llama a la República Occidental la "Tesorería del Mundo," le dedicó un artículo entero con motivo del notable cuerpo que ha organizado -los famosos Carabineros del Campo.
El huésped del capitán Mitchell, sintiendo picada su curiosidad, fijaba la vista en una figura de andar grave, envuelta en levita negra de luengos faldones, con frente surcada por líneas horizontales, rostro alargado y serio, de mirar modesto, y cabeza puntiaguda, cuyos cabellos entrecanos, ralos en la coronilla, caían por ambas partes peinados con esmero, rematando en bucles sobre el cuello y hombros. Este era, pues, el famoso bandido, cuyas hazañas se habían oído con interés en Europa. Tocábase con un sombrero de copa alta y amplios bordes planos. Un observador atento hubiera descubierto un rosario de cuentas de madera arrollado a su muñeca derecha.
Y el capitán Mitchell proseguía:
– El protector de los refugiados de Sulaco que huyeron del furor de Pedrito. Como general de caballería a las órdenes de Barrios, se distinguió en la toma de Tonoro, donde murió el señor Fuentes con los últimos restos de los monteristas. Es el amigo y humilde servidor del obispo Corbelán. Oye tres misas cada día. Apostaría que, al volver a casa para dormir su siesta, se mete antes en la catedral a rezar algunas oraciones.
Después de dar varias chupadas a su puro en silencio, tal vez aseveraba con la mayor prosopopeya:
– Esta raza española, señor, es fecunda en caracteres extraordinarios, que salen de todas las clases sociales… Si le parece a usted, podríamos ir ahora al billar, que es un sitio fresco, para charlar tranquilamente. No hay nadie allí hasta después de las cinco. Podría referir a usted episodios de la revolución separatista que le asombrarían. Cuando pase la fuerza del calor, daremos una vuelta por la Alameda.
El programa seguía desenvolviéndose implacable, como una ley de la Naturaleza. El paseo por la Alameda se daba andando despacio y entre comentarios enfáticos y graves.
– Toda la alta sociedad de Sulaco aquí, señor-. El capitán Mitchell hacía ceremoniosas inclinaciones a derecha e izquierda, y luego continuaba con animación: -Doña Emilia, el carruaje dé la señora de Gould. Mire usted. Siempre mulas blancas. La mujer más bondadosa y agraciada que se ha conocido en el mundo. Gran posición, señor, gran posición. La primera señora de Sulaco -muy por encima de la esposa del Presidente. Bien se lo merece.
El capitán Mitchell ante un encuentro de esta clase se descubría; y si por acaso la señora de Gould llevaba compañía, no dejaba de dar las correspondientes explicaciones en un tono que indicaba el concepto que le merecían los acompañantes.
– El señor que va al lado, de cara ceñuda, cubierta de cicatrices, con un cuello de camisa alto, que resalta sobre su traje negro -prosiguió con acento un tanto despectivo-, es el doctor Monygham, Inspector de los Hospitales del Estado, primer médico de las Minas Consolidadas de Santo Tomé. Persona íntima de la casa. Siempre en ella. No tiene nada de particular. Todo lo que es se lo debe a los Goulds. Muy hábil y todo lo que se quiera pero a mí nunca me ha gustado. Ni a nadie. Todavía recuerdo cuando andaba cojeando por las calles, con camisa de franela a cuadros y sandalias del país. A veces se le veía llevar una sandía bajo el brazo, único alimento que había podido agenciarse para el día. Ahora todo un gran personaje, señor, pero tan repulsivo como siempre. Sin embargo…, indudablemente desempeñó bastante bien su papel en tiempo de la revolución. Nos salvó a todos de la mortal pesadilla de Sotillo, empresa en que un hombre de otras cualidades hubiera fracasado.
Un nuevo gesto indicador del brazo regordete, y su dueño seguía explicando:
– "La estatua ecuestre que estaba sobre aquel pedestal ha sido trasladada. Era un anacronismo -comentaba el narrador vagamente. -Se habla de reemplazarla por una columna de mármol, conmemorativa de la Separación, con ángeles de paz en los cuatro ángulos, y una Justicia de bronce sosteniendo una balanza, toda dorada, en la parte superior. Se encargó el proyecto al Cavaliere Parrochetti; y la maqueta puede usted verla metida en una vitrina de la sala del Ayuntamiento.
"Se grabarán varios nombres todo alrededor del pedestal. ¡Bien! Lo mejor que podían hacer era empezar por el de Nostromo. Ha colaborado a la Separación tanto como cualquier otro y -añadió, mudando de tono- ha obtenido menos tal vez que nadie."
Al llegar a un asiento de piedra, situado bajo de un árbol, no era raro que el capitán Mitchell se dejara caer en él, invitando a su acompañante a imitarle, y la narración seguía:
– "Ese Nostromo llevó a Barrios las cartas de Sulaco que decidieron al general al abandonar Cayta temporalmente y acudir a socorrernos aquí regresando por mar. Por fortuna los transportes estaban todavía en el puerto, señor.
"Yo ni siquiera sabía que mi capataz viviera. No tenía idea. El doctor Monygham fue quien tropezó con él por casualidad en la Aduana, evacuada una o dos horas antes por el malhadado Sotillo. Conmigo no contaron; ni se dignaron hacerme la menor indicación… como si fuera indigno de que me confiaran su proyecto. Monygham lo arregló todo. Fuese a los talleres del ferrocarril, y logró ser recibido por el jefe de ingenieros, que por consideración a los Goulds principalmente, consintió en dejar salir una maquina para recorrer a toda velocidad un trayecto de ciento ochenta millas llevando a Nostromo. Era el único modo de asegurar su viaje.
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