Joseph Conrad - Nostromo
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– ¡Hola, viejo! -repitió con voz insegura, vacilando en el sitio donde estaba.
Extendió la mano para conservar el equilibrio, y tocó la mesa. Avanzó un paso, registró el tablero y sintió bajo los dedos una caja de fósforos. Se imaginó haber oído un suspiro sosegado. Escuchó un instante, conteniendo el aliento, y luego con mano temblorosa procuró encender luz.
Ardió el pequeño fósforo con luz deslumbradora en el extremo de los dedos de Nostromo, levantados por encima de sus ojos parpadeantes. Al caer el resplandor concentrado sobre la blanca testa leonina del viejo Giorgio, sentado junto a la chimenea, le presentó inclinado hacia adelante en una silla, inmóvil y extático, rodeado y oprimido por grandes masas de sombra, con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en la mano y una pipa vacía en el ángulo de la boca. Antes que intentara volver la cara, transcurrieron varios minutos que parecieron horas; en el momento preciso de hacerlo, se apagó el fósforo, y la figura del garibaldino desapareció anegada en las sombras, como si las paredes y el techo de la desolada casa se hubieran desplomado sobre su blanca cabeza en espectral silencio. Nostromo le oyó moverse y proferir fríamente las palabras:
– Tal vez haya sido una visión.
– No -replicó el capataz en tono suave. -No es visión, viejo. Una voz fuerte y timbrada preguntó en la oscuridad:
– ¿Eres tú el que oigo, Giovanni Battista ?
– Sí, viejo. Tranquilízate. No tan alto.
Después de puesto en libertad por Sotillo, Giorgio Viola halló a la puerta, aguardándole, al bondadoso ingeniero en jefe, y regresó a su casa, de donde le habían arrancado casi en el mismo instante de expirar su mujer. Todo yacía en silencio. La lámpara del piso alto seguía ardiendo. Sintióse tentado de llamar a la difunta por su nombre; y al pensar que ningún llamamiento suyo evocaría de nuevo la respuesta de su voz, se dejó caer pesadamente en la silla con un fuerte gemido, arrancado por el dolor, como si un cuchillo agudo le traspasara el pecho.
El resto de la noche se le pasó en absoluto silencio. La oscuridad se tornó gris, y en la aurora de claridad incolora y glaseada la sierra de perfil se alzaba plana y opaca, a manera de un cartón recortado.
El alma austera y entusiasta del viejo Viola, marino, campeón de la humanidad oprimida, enemigo de los reyes y, por merced de la señora de Gould, hotelero del puerto de Sulaco, había descendido al profundo abismo de la desolación entre los arruinados vestigios de su pasado. Recordó sus relaciones amorosas entre las dos campañas; una sola y breve semana en la estación en que se recoge la aceituna. A la intensa pasión de entonces sólo podía compararse la honda y viva conciencia de su soledad y abandono. Comprendió ahora la confortadora influencia de la voz de aquella mujer, enmudecida ya para siempre. Su voz era lo que echaba de menos. Las niñas le causaban inquietud por su suerte futura; no le servían de verdadero consuelo. La voz extinta de la finada era la que dejaba un lúgubre vacío en su alma. Y se acordó también del otro hijo -del niño que había muerto en el mar. ¡Ah! Un hombre hubiera sido el báculo de su ancianidad. Pero ¡oh desgracia! El mismo Gian Battista -aquel de quien su mujer había hablado con tan ansioso anhelo, asociando a su nombre el de Linda, antes de sumirse en su ultimo sueño sobre la tierra; aquel a quien había invocado en voz alta para que salvara a sus hijas, un momento antes de exhalar el último suspiro…- ¡también había muerto!
Y el anciano, doblado el busto y la cabeza apoyada en la mano, pasó el día entero sentado en la inmovilidad y el aislamiento. No oyó el broncíneo estruendo de las campanas de la ciudad. Cuando éste cesó, el filtro de barro cocido, situado en el rincón de la cocina, continuó su dulce goteo musical, dejando caer el agua en el gran cántaro poroso, de donde se tomaba para el consumo.
Cuando el sol se acercaba para el ocaso, se levantó y a paso lento empezó a subir por la estrecha escalera. Apenas cabía en ella; y el roce de sus hombros contra las paredes producía un rumor suave, semejante al de un ratón al correr detrás de un delgado tabique de yeso. Mientras permaneció en el piso superior, la casa estuvo silenciosa como una tumba. Después bajó con el mismo rumor apagado. Para volver a su asiento, tuvo que asirse a las sillas y las mesas. Tomó la pipa de la alta repisa de la chimenea, pero sin buscar el tabaco, se la puso vacía en el ángulo de la boca y se sentó de nuevo, quedando en la anterior postura extática. El sol de la entrada de Pedrito en Sulaco, el ultimo sol de la vida del señor Hirsch, y el primero de la soledad de Decoud en la Gran Isabel, pasó sobre el Albergo d 'Italia Una en su camino hacia el poniente. El dulce son del goteo del filtro había cesado; la lámpara de la habitación superior estaba apagada; y la noche envolvió a Giorgio Viola y su difunta esposa en una oscuridad y silencio que parecían invencibles, hasta que el capataz de cargadores, vuelto de las regiones de la muerte, las disipó con el chisporroteo y fulgor de un fósforo.
– Si, viejo. Soy yo. Aguarda.
Nostromo, después de trancar la puerta y cerrar cuidadosamente los postigos, palpó en un anaquel buscando una candela y la encendió.
El viejo Viola se había levantado, y siguió con la vista en la oscuridad los ruidos hechos por su paisano. La luz le dejó ver, de pie, sin apoyarse en ninguna parte, como si la mera presencia de aquel hombre, leal, valiente, íntegro, que era todo lo que su hijo hubiera sido, bastara para reanimar sus decaídas fuerzas.
Llevó la mano a la boca para retirar la pipa de agavanzo, asiéndola por la cazoleta de carbonizados bordes, y frunciendo las hirsutas cejas ante la luz, dijo con temblorosa dignidad:
– Estás de vuelta. ¡Ah! ¡Muy bien! Yo…
No pudo continuar. Nostromo de espaldas a la mesa y apoyado en ella, los brazos cruzados sobre el pecho, asintió con una leve inclinación de cabeza.
– Tú me creíste ahogado. ¡No! El mejor can de los ricos, de los aristócratas, de esos señores finos que sólo saben charlar y hacer traición al pueblo, no ha muerto aún.
El garibaldino, inmóvil, parecía beber el sonido de aquella voz familiar. Su cabeza se movió un poco una vez, como en señal de aprobación; pero Nostromo vio con toda claridad que no había entendido nada de lo dicho por él. Necesitaba alguien que le comprendiera, alguien a quien comunicar confidencialmente la suerte de Decoud, la suya propia, el secreto de la plata. El doctor era un enemigo del pueblo…, un tentador…
La corpulenta figura del viejo Giorgio se estremeció de pies a cabeza con el esfuerzo hecho para dominar su emoción a vista de aquel hombre, que había participado en las intimidades de su vida doméstica, como si fuera su hijo, ya mozo.
– Ella creyó que regresarías -dijo con gravedad.
Nostromo levantó la cabeza.
– Era una mujer de talento. ¿Cómo podía yo dejar de volver…
Y terminó el pensamiento mentalmente: "…habiéndome anunciado un fin de pobreza, desgracia y hambre?" Estas palabras, dictadas a Teresa por la indignación, reforzadas por las circunstancias en que habían sido proferidas, como el grito de un alma contrariada en el deseo de reconciliarse con Dios, removieron la secreta superstición del destino personal ligado a los vaticinios de los moribundos; superstición de la que rara vez se libran ni los mayores genios entre los hombres emprendedores y audaces. Las fatídicas palabras de la moribunda subyugaban el ánimo de Nostromo con la fuerza de una maldición poderosa. Y ¡qué maldición la que habían echado sobre él! Había quedado huérfano siendo tan niño, que no recordaba otra mujer a quien hubiera dado el nombre de madre. En adelante estaba condenado a fracasar en todas sus empresas. El conjuro estaba surtiendo ya sus efectos. La muerte misma rehuiría el librarle de sus desgracias… De pronto dijo con gran vehemencia:
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