Joseph Conrad - Nostromo

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Orgulloso de su experiencia y penetrado de la importancia histórica de hombres, acontecimientos y edificios, hablaba con voz hueca, en frases breves, con leves gestos de su brazo corto y grueso, no dejando que se "escapara nada" a la atención de su afortunado cautivo.

– "Se están construyendo muchos edificios, como usted observará. Antes de la separación, esto era una llanura de hierba abrasada, envuelta de nubes de polvo, con un camino para carretas de bueyes hasta nuestro muelle. Nada más.

"Aquí tiene usted el arco de entrada al puerto. ¿Pintoresco, no? Anteriormente la ciudad terminaba aquí. Ahora entramos en la calle de la Constitución. Repare usted en las antiguas casas españolas. Majestuoso aspecto, ¿eh? Supongo que se conservan como en tiempo de los virreyes, excepto el pavimento de la calle, que ahora es de bloques de madera. Allí el Banco Nacional de Sulaco con las garitas de los centinelas a cada lado de la puerta. La casa Avellanos a este lado, con todas las ventanas del piso bajo cerradas. Ahí vive una mujer admirable -Miss Avellanos-, la bella Antonia. Un carácter, señor. ¡Una mujer histórica!

"Enfrente, la casa Gould. Notable portada. Sí, los Goulds, de la primitiva concesión de igual nombre, que todo el mundo conoce hoy. Yo tengo diecisiete acciones de mil dólares en la emisión consolidada de la mina de Santo Tomé. Todos los pobres ahorros de mi vida, señor, que bastarán para vivir con regalo mis últimos días en casa, cuando me retire. Piso terreno firme, ¿sabe usted? Don Carlos es gran amigo mío. Diecisiete acciones -una fortunita que dejaré cuando muera. Tengo una sobrina casada con un pastor protestante, excelente persona, encargado de una pequeña parroquia de Sussex…; una infinidad de chiquillos. Yo no me he casado; nunca. Un marino debe sacrificarse.

"De pie bajo esta misma puerta, señor, en compañía de algunos amigos ingenieros, dispuestos a defender esa casa donde habíamos recibido tan bondadosa hospitalidad, presencié la primera y última carga de la caballería de Pedrito contra las tropas de Barrios, que acababan de tomar la entrada del puerto. No pudieron resistir el fuego de los nuevos fusiles traídos por Decoud. Aquello fue una mortandad espantosa. En un momento la calle quedó abarrotada de masas de hombres y caballos muertos. No repitieron la embestida."

Y el capitán Mitchell seguía hablando así a su víctima, más o menos resignada:

– La Plaza. Yo la llamo magnífica. Dos veces el área de la Plaza de Trafalgar.

Desde el centro mismo, bajo de un sol deslumbrador, señalaba los edificios:

– "La Intendencia , ahora Palacio del Presidente; el Cabildo , donde celebra sus sesiones la Cámara de Diputados… ¿Observa usted las nuevas casas de aquel lado de la plaza? Un inmenso bazar, donde se vende toda clase de mercancías. El viejo Anzani fue asesinado por los guardias nacionales frente a la caja de hierro donde tenía el dinero. Precisamente por ese crimen murió públicamente en garrote vil el diputado Camacho, comandante de los Nacionales, bruto sanguinario y salvaje; pena a que le condenó un tribunal militar nombrado por Barrios. Los sobrinos de Anzani formaron una Compañía y siguieron el negocio en esa forma. Todo ese lado de la plaza había sido quemado; anteriormente había ahí una columnata.

"Fue un incendio terrible, a cuya luz vi la última refriega: los llaneros se declararon en fuga; los nacionales arrojaron las armas, y los mineros de Santo Tomé, todos indios de la Sierra, avanzaron como un torrente, al son de flautas y címbalos, con banderas verdes ondeando al viento, en una revuelta masa de hombres con ponchos blancos y sombreros verdes, a pie, en mulas, en borricos. Espectáculo como aquel no se verá otra vez, señor. Los mineros habían venido contra la ciudad, acaudillados por don Pepe, jinete en un caballo negro; y las mujeres, que los seguían a retaguardia en burros, gritaban animosamente, señor, tocando tamboriles. Recuerdo que una de ellas llevaba en el hombro un loro verde, tan quieto como si fuera de piedra. Llegaron a punto de salvar al señor administrador, porque, aunque Barrios ordenó el asalto sin dilación, a pesar de haber anochecido, hubiera sido muy tarde para librar a don Carlos. Pedrito Montero le había sacado para fusilarle -como hicieron con su tío hace muchos años- y en tal caso, según dijo Barrios después, Sulaco no valía la pena de pelear por ella.

"Sulaco sin la Concesión no era nada; y había toneladas y toneladas de dinamita, distribuidas por toda la montaña con las mechas dispuestas; y un anciano sacerdote, el Padre Román, tenía a su cargo algunos obreros que hubieran aniquilado la mina de Santo Tomé a la primera noticia de haber fracasado la expedición salvadora. Don Carlos había resuelto que no le sobreviviera la mina y contaba con los hombres decididos a cumplir su determinación."

Así solía hablar el capitán Mitchell en medio de la Plaza, al amparo de una sombrilla blanca con franja verde. Pero cuando entraba en la penumbra de la catedral, en cuyo fresco ambiente flotaba un débil aroma de incienso, y se veían aquí y allá figuras de mujer arrodilladas, vestidas de riguroso luto o de blanco, cubierta la cabeza con un velo, la voz del narrador bajaba de tono, haciéndose más solemne e impresionante:

– "He aquí -decía, señalando a un nicho en el muro de la sombría nave- el busto de don José Avellanos, "patriota y estadista," como dice la inscripción, "ministro plenipotenciario cerca de las cortes de Inglaterra, España, etc., etc., fallecido en los bosques de Los Hatos a consecuencia de las fatigas de una lucha incesante por el Derecho y la Justicia, al alborear de una nueva era." La escultura es de un gran parecido. Obra de Parrocheti según algunas fotografías antiguas y un boceto a lápiz de la señora de Gould. Traté mucho a ese ilustre americano-español de la vieja escuela, un verdadero hidalgo, amado de todo el que le conoció.

"El medallón de mármol, empotrado en el muro, de estilo antiguo, que representa una mujer envuelta en un velo, sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, conmemora al infortunado joven que zarpó con Nostromo en aquella noche fatal, señor. Vea usted: A la memoria de Martín Decoud, su prometida, Antonia Avellanos . Franco, sencillo, noble. En esa dedicatoria tiene usted retratado el carácter de la señorita. Una mujer excepcional. Los que creyeron verla morir de desesperación se equivocaron. Se la criticó mucho por no haber tomado el velo, como se esperaba, pero la señorita Antonia no tiene madera de monja. El obispo de Corbelán, su tío, vive con ella en la casa que la familia posee en la ciudad mientras se habilita el palacio junto a la catedral. Es un hombre de un carácter terrible, siempre en guerra con el gobierno por causa de las tierras y conventos confiscados a la Iglesia en tiempos pasados. Creo que goza de gran predicamento en Roma. Y ahora atravesamos la Plaza y vayámonos a almorzar al Club Amarillo."

Luego de salir de la catedral, en el mismo rellano de la magnífica escalinata, la voz del señor Mitchell recobraba su tono fuerte y pomposo mientras describía con el brazo un gesto circular acostumbrado:

– " El Porvenir en aquel primer piso, encima de los comercios con vitrinas francesas. Periódico conservador, o por mejor decir, constitucional-parlamentario, partido cuyo jefe actual es el mismo Presidente de la República, don Justo López. Hombre avisado, a mi juicio, y de gran inteligencia, señor. El partido democrático de oposición se apoya principalmente -siento decirlo, señor- en los socialistas italianos con sus sociedades secretas, camorras y cosas parecidas. Tenemos aquí numerosos italianos, establecidos en los terrenos del ferrocarril; obreros despedidos, mecánicos, etc., todo a lo largo de la línea. Hay aldeas enteras de italianos en el Campo. Y los naturales del país se dejan arrastrar por sus predicaciones.

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