Joseph Conrad - Nostromo

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– ¿Qué quiso usted decir al hablar de estrangularme? -preguntó el doctor acezando.

– ¿Qué quise decir? Que el mismo Satanás le ha sacado a usted de esa ciudad de cobardes y lenguaraces para salirme al encuentro en la noche más terrible de mi vida.

Bajo el cielo estrellado el Albergo d 'Italia Una se alzaba, negro y achatado, sobre el sombrío nivel del llano. Nostromo se paró.

– Los curas dicen que es un tentador, ¿no es verdad? -añadió, apretando los dientes.

– Amigo mió, usted delira. El diablo no tiene nada que hacer en este asunto. Ni tampoco le interesa nada a la ciudad, llámela usted como se le antoje. Pero don Carlos Gould no es un cobarde ni un vano charlatán. En esto convendrá usted.

Aguardó un instante y prosiguió:

– ¿Y bien?

– ¿Podría ver a don Carlos?

– ¡Cielos! ¡No! ¿Por qué y para qué? -preguntó el doctor sobresaltado. -Sería una locura, se lo aseguro. Por nada del mundo le dejaré a usted entrar en la ciudad.

– Lo necesito.

– No lo necesita usted -replicó furioso el doctor, casi fuera de sí, temiendo que el hombre se inutilizara para el viaje a Cayta por una especie de antojo absurdo. -Le repito a usted que no irá a ver a don Carlos. Preferiría…

Se interrumpió sin saber qué decir, sintiéndose abatido, impotente, y asido a la manga de Nostromo para sostenerse en pie después de la carrera.

– ¡Me han vendido! -musitó para sí el capataz.

Y el doctor, que oyó la última palabra, hizo un esfuerzo para hablar con calma.

– Eso es exactamente lo que le sucedería a usted. Le denunciarían.

En el colmo del terror, reflexionó que, siendo el capataz tan conocido en la ciudad, su presencia en la misma no podría pasar inadvertida. La casa del señor administrador estaría sin duda rodeada de espías. Y ni los mismos criados eran de fiar.

– Recapacite usted, capataz -añadió con gran vehemencia… -¿De qué se ríe usted?

– Me río de que si alguien que ve con malos ojos mi presencia en la ciudad, por ejemplo… ¿comprende usted, señor doctor?…, si ese alguien u otro cualquiera me entregara a Pedrito, yo hallaría modo de entrar en relaciones amistosas con él. Indudablemente. ¿Qué piensa usted de eso?

– Que es usted un hombre de infinitos recursos, capataz -dijo Monygham descorazonado-. Lo reconozco. Pero en la ciudad todo el mundo habla de usted; y los pocos cargadores que no se han escondido en los talleres del ferrocarril han estado gritando todo el día en la plaza: "¡Viva Montero!"

– ¡Mis cargadores! -musitó Nostromo. -¡Estoy vendido! ¡Vendido!

– Según mis noticias, en el muelle repartía usted golpes a diestro y siniestro entre sus cargadores -replicó el otro en tono brusco, que indicaba haber cobrado aliento. -No se engañe usted. Pedrito está furioso por haberse salvado el señor Rivera y haber perdido el placer de fusilar a Decoud. Ya corren rumores en la ciudad de que se ha hecho desaparecer furtivamente el tesoro. El no haberle echado el guante le tiene también disgustado a Pedrito; pero permítame decirle que, aunque tuviera usted toda esa plata en la mano para su rescate, no le salvaría de una muerte segura.

Volvióse rápido el otro, y cogiendo al doctor por los hombros, le acercó la cara, diciendo:

– ¡ Maladetto ! Usted no deja de mentarme el tesoro, como si hubiera jurado mi ruina. Los ojos de usted fueron los últimos que me miraron cuando partí con él. Y Sidoni el maquinista dice que la mirada de usted es maléfica, atrae la desgracia y la muerte.

– El debe saberlo mejor que nadie, porque precisamente el año pasado le curé la pierna que se había partido -replicó el doctor estoicamente. En su hombros sintió el peso de aquellas manos, famosas entre el populacho por romper cuerdas gruesas y doblar herraduras de caballos. -Y a usted le estoy proponiendo el mejor medio de salvarse y de restablecer su gran reputación. Usted se ufanó de hacer famoso de un extremo a otro de América al capataz de cargadores con el transporte de esa desdichada plata; pero yo le brindo una ocasión mejor. ¡ Suélteme usted, por Dios !

Nostromo le soltó bruscamente, y el doctor temió ver huir otra vez al hombre indispensable. Pero no lo hizo; al contrario, empezó a caminar con lentitud. El doctor le acompañó cojeando hasta que estuvieron a un tiro de piedra de la casa de Viola. Nostromo se paró de nuevo.

Envuelta en muda e inhospitalaria oscuridad, la casa Viola le pareció a Nostromo haberse transformado en algo extraño para él. Su antigua morada le repelía con cierta hostilidad misteriosa e implacable. El doctor dijo:

– Ahí estará usted seguro. Entre usted, capataz.

– ¿Y cómo hacerlo?-se preguntó en voz sorda, acosado de remordimientos al parecer. -Ni ella puede retractarse de lo que dijo, ni yo deshacer lo que hice.

– Todo irá bien, se lo aseguro a usted. Viola está solo. Lo he visto por mis ojos al salir de la ciudad. En esa casa estará usted perfectamente a salvo, hasta que la deje usted y emprenda el viaje que hará su nombre famoso en el Campo. Ahora voy a disponer lo necesario para su partida con el jefe de ingenieros, y mucho antes de romper el día le traeré a usted noticias.

El doctor Monygham, sin parar mientes en el significado del silencio de Nostromo, o tal vez temiendo comprenderlo, le dio una palmadita en la espalda, y partiendo de prisa con el rengueo peculiar de su cojera, desapareció enteramente a las pocas zancadas en dirección a la vía férrea.

El capataz permaneció inmóvil entre los dos postes de madera donde la gente solía atar las cabalgaduras; y allí aguardó como si él también fuera un madero, sólidamente clavado en el suelo.

Al cabo de media hora alzó la cabeza al oír el bronco ladrar de los perros en la cerca del ferrocarril: había empezado repentinamente y sonaba tumultuoso y debilitado como si procediera de un subterráneo de la llanura. Aquel doctor cojo, de mirada maléfica, había llegado bien pronto a los cercados de la estación.

Paso a paso Nostromo se acercó al Albergo d'Italia Una , que nunca había estado tan oscuro y silencioso. La puerta, cuya negrura resaltaba sobre el pálido muro, estaba abierta como la había dejado veinticuatro horas antes, cuando no tenía ningún motivo para ocultarse de las miradas del mundo. Quedóse parado ante ella, irresoluto, como un fugitivo, como un hombre traicionado. ¡Pobreza, miseria, hambre! ¿Dónde había oído estas palabras? La indignación de una mujer moribunda le había vaticinado aquel destino por su locura. Parecía haberse verificado con la mayor prontitud. Y los vagabundos se reirían -había dicho. Sí, se reirían, si supieran que el capataz de cargadores estaba a la disposición del doctor loco, a quien podían recordar comprando pocos años antes una ración de menestra en un puesto de la plaza por una moneda de cobre -como cualquiera de ellos.

En aquel momento le pasó por las mientes la idea de ver al capitán Mitchell. Echó una mirada en dirección al muelle y vio débil resplandor de luz en el edificio de la Compañía O.S.N. Las ventanas con luz no le atraían. Dos de ellas le habían inducido a entrar en la desierta Aduana para caer en las garras del maligno doctor. ¡No! En aquella noche no quería nada con tales ventanas. El capitán Mitchell estaba allí. Pero ¿podía hacerle alguna confidencia? El doctor le sonsacaría como si fuera un niño.

Desde el umbral de la casa Viola llamó en voz baja:

– ¡Giorgio!

Nadie respondió. Franqueó la entrada y volvió a llamar:

– ¡Hola! ¡ Viejo ! ¿Estás ahí?

En la oscuridad impenetrable la cabeza le daba vueltas, sintiendo la ilusión de que la oscuridad de la cocina era tan vasta como el Golfo Plácido, y de que el piso se hundía hacia adelante, como una gabarra al irse a pique.

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