Joseph Conrad - Nostromo
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– ¿Conque por qué no? -repitió con un dejo sarcástico-. Entonces lo más seguro para usted es matarme aquí mismo. Yo me defendería, pero tal vez no ignore usted tampoco que salgo siempre sin armas.
– ¡ Por Dios !-exclamó el capataz con vehemencia. -Ustedes, las personas finas y educadas, son todas iguales. Todas peligrosas. Todas traidoras con los pobres, a quienes miran como perros.
– Usted no me comprende -empezó a decir con calma el doctor.
– Sí, señor, sí; les comprendo a todos ustedes -replicó el otro con un movimiento brusco, tan confuso a los ojos del doctor como la persistente inmovilidad del señor Hirsch. -Un pobre, entre ustedes, tiene que mirar por sí. Ustedes no se cuidan de los que les sirven. Y si no, míreme usted a mi. Después de todos estos años, me encuentro de pronto como uno de esos perros abandonados, que ladran en las afueras de la ciudad, sin una covacha de refugio ni un mal hueso que roer. ¡ Caramba !
Tras ese desahogo, se calmó con desdeñosa condescendencia y prosiguió más tranquilo:
– Por supuesto, no creo que usted se apresurara a denunciarme a Sotillo, por ejemplo. No es eso. Lo que hay es que ¡yo no soy nada! Así de repente… -blandiendo el brazo hacia abajo. -¡Nada para nadie!
El doctor respiró con libertad.
– Oiga, capataz -dijo tendiendo la mano casi afectuosamente hacia el hombro de su interlocutor. -Voy a decirle una cosa muy sencilla. Usted está seguro, porque es el hombre necesario. Por nada del mundo le descubriría a usted; me es usted indispensable.
Nostromo se mordió los labios en la oscuridad. Ya estaba cansado de oír eso, y sabía lo que significaba. ¡Qué no se lo mentaran más! Ahora tenía que mirar por sí -pensó. Y pensó también que no era prudente separarse de su compañero riñendo. El doctor, reconocido como un gran médico, tenía entre el populacho de la ciudad la fama de ser un mal sujeto. Y ese concepto se hallaba sólidamente fundado en su aspecto personal, que era raro y en sus modales burlones -pruebas visibles, palpables e incontrovertibles de la malévola disposición del doctor. Nostromo, que pertenecía al pueblo, participaba de ese modo de ver. Así pues, se limitó a refunfuñar con incredulidad.
– Usted, hablando sin rodeos, es el hombre único -prosiguió el doctor. -En su poder está el salvar la ciudad y… a todos de la rapacidad asoladora de hombres que…
– No, señor -saltó el capataz ceñudo. -No está en mi poder presentar aquí de nuevo el tesoro para que usted se lo entregue a Sotillo, a Pedrito, a Camacho o Dios sabe a quién otro.
– Nadie espera lo imposible -fue la respuesta.
– Usted mismo lo ha dicho: nadie -musitó Nostromo en tono amenazador y hosco.
Pero el doctor Monygham, muy esperanzado, no paró mientes en la enigmática respuesta ni en su dedo amenazador. Como sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, la figura del muerto señor Hirsch, que se mostraba con mayor claridad, parecía haberse acercado. El doctor bajó la voz al exponer su plan, como si temiera ser oído por algún extraño.
Franqueóse enteramente con el hombre indispensable. La lisonja que tal proceder llevaba consigo y la indicación de grandes peligros le sonaron al capataz a cosas corrientes, y su ánimo, vacilante entre la irresolución y el descontento, las recibió con amargura. Comprendió perfectamente que el doctor anhelaba salvar de la destrucción la mina de Santo Tomé. Sin ella el buen señor no sería nada. Era interés personal suyo. Como lo había sido del señor Decoud, de los blanquistas y de los europeos el tener de su parte a los cargadores. Su pensamiento se detuvo en Decoud. ¿Qué sería de él?
El prolongado silencio de Nostromo puso intranquilo al doctor. Indicó, sin la menor necesidad, que, aunque, por el momento estuviera seguro en casa de Viola, no podría vivir siempre oculto. Tenía que escoger entre aceptar la misión de ir a verse con Barrios, atropellando por riesgos y dificultades, o dejar a Sulaco furtivamente, sin gloria y en pobreza.
– Ninguno de sus amigos podría recompensarle a usted ni protegerle en estas circunstancias; ni el mismo don Carlos.
– No quiero ninguna de sus protecciones ni recompensas. Lo único que desearía es poder fiarme de su valor y de su cordura. Cuando vuelva, triunfante como usted dice, con Barrios, tal vez los encuentre a todos ustedes muertos. En este momento tienen ustedes el cuchillo a la garganta.
Ahora fue el doctor a quien le tocó quedarse callado meditando los horrores que podían sobrevenir.
– Bien, nosotros en cambio nos fiamos enteramente del valor y de la cordura de usted, que también tiene el cuchillo a la garganta.
– ¡Ah! Y ¿quién me premia ese sacrificio? ¿Qué me importan a mí su política y sus minas…, su plata y sus constituciones…, su don Carlos por aquí y su don José por allá…?
– No sé nada de eso -exclamó el doctor exasperado. -Pero hay personas inocentes en peligro, y algunas valen más que usted, que yo y que todos los riveristas juntos. Yo no puedo contestar a su pregunta. Debería usted haberlo averiguado antes de permitir que Decoud le metiera en el asunto de trasladar el tesoro. Usted tenía el derecho de pensar como un hombre; pero, ya que no lo hizo entonces, procure usted ahora obrar como tal. ¿Imaginó usted que Decoud se cuidaba mucho de lo que a usted pudiera ocurrirle?
– No más que usted -murmuró el otro.
– Seguramente. A mi me importa tan poco lo que a usted le ocurra, como lo que me suceda a mí mismo.
– Y ¿todo ello porque usted es un ferviente riverista? -interrogó Nostromo con acento de incredulidad.
– Todo ello porque soy un incondicional riverista -repitió el doctor con aspereza.
Nuevamente el capataz permaneció en silencio con la vista fijada distraídamente en el cadáver del señor Hirsch, pensando que el doctor era una persona peligrosa en más de un sentido. No podía uno fiarse de él.
– ¿Habla usted en nombre de don Carlos? -inquirió por fin.
– Sí: en su nombre hablo -respondió el doctor con voz fuerte y sin vacilar-. Es preciso que salga ahora de su retraimiento y dé la cara. Debe hacerlo -añadió en un murmullo que Nostromo no comprendió.
– ¿Qué decía usted, señor?
El doctor se estremeció.
– Decía que debe usted ser consecuente, capataz. Sería la peor de las locuras renegar ahora de su historia anterior.
– ¡Consecuente! -repitió Nostromo-. ¿De dónde saca usted que no lo sería si le dijera que se vaya al diablo con sus proposiciones?
– No insisto sobre ello. Tal vez tenga usted razón -replicó el otro con rudeza para disimular el desmayo de su corazón y el temblor de su voz. -Lo único que sé es que haría usted muy bien en marcharse de aquí, porque de un momento a otro pueden llegar a buscarme algunos emisarios de Sotillo.
Bajó de la mesa donde estaba sentado y escuchó con atención. El capataz se puso también de pie.
– Suponiendo que yo fuera a Cayta, ¿qué haría usted entretanto? -preguntó.
– Irme a buscar a Sotillo inmediatamente de partir usted, siguiendo el plan que traigo entre manos.
– El plan es bastante bueno…, pero a condición de que el ingeniero jefe esté de acuerdo con él. Recuérdele usted, señor, que yo velé por la seguridad del viejo ricacho inglés que costea el ferrocarril, y que salvé la vida a muchos de sus empleados, cuando vino del sur una banda de salteadores a robar uno de los trenes que llevaba la paga del personal. Yo fui quien lo descubrió todo con peligro de mi vida, fingiendo entrar en sus planes. Como está usted haciendo con Sotillo.
– Sí, sí, por supuesto. Pero puedo presentarle otras razones más fuertes -dijo el doctor de prisa. -Deje usted el asunto por mi cuenta.
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