Joseph Conrad - Nostromo

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– Generoso, valiente, afable, profundo -se descubrió en un arrebato de entusiasmo-, gran estadista, invencible caudillo de los hombres que le siguen -bajó la voz, dándole una entonación profunda-, y ¡un dentista!, ¡con instrumental completo para extraer piezas dentarias!

Partió al instante a buen paso. Con las piernas esparrancadas y tendidas, los pies vueltos hacia afuera, la espalda erguida y el sombrero echado atrás sobre los hombros cuadrados e inmóviles, era la imagen de la impudencia ilimitada y horrible.

Arriba, detrás de las celosías, Sotillo permaneció largo tiempo en observadora quietud. La audacia de aquel prójimo le espantó. ¿Qué estarían diciendo abajo sus oficiales? No decían nada. Silencio completo. Se echó a temblar. No creyó hallarse en tales circunstancias a la altura en que estaba su expedición. Habíase imaginado triunfante, indiscutido objeto de adulaciones, ídolo de los soldados, valorando con secreta complacencia las agradables alternativas del poder y la riqueza, brindadas a su elección. ¡Ah! |Qué desencanto! Medio loco, inquieto, postrado, ardiendo en rabia o helado de terror, sentía una amenazadora inseguridad que le rodeaba por todas partes, tan insondable como el mar. El canalla del doctor debía traerle la información que necesitaba. Era evidente. A él solo de nada le serviría; no podía hacer nada con ella. ¡Maldición! El doctor no volvería, porque probablemente estaba ya arrestado, preso con Don Carlos.

Prorrumpió en locas carcajadas. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Pedrito Montero es el que iba a obtener la información sobre el paradero de la plata ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!…, y se apoderaría de ella. ¡Ja!

De repente, en medio de la risa, se quedó inmóvil y mudo, como petrificado. También él tenía un prisionero. Un prisionero que debía, sí. debía saber la verdad; toda entera. Habría que hacerle cantar. Y Sotillo, que no había olvidado enteramente a Hirsch en todo el tiempo transcurrido desde su captura, experimentaba una repugnancia inexplicable ante la idea de tener que recurrir a procedimientos extremos.

Esa repugnancia nacía en parte del temor insondable que sentía a todo cuanto le rodeaba. Recordó, también contra su voluntad, los dilatados ojos del comerciante de pieles, sus contorsiones, sus alharaquientos sollozos y protestas. Y lo ingrato del recuerdo no era efecto de compasión, ni aun de mera sensibilidad nerviosa. El hecho era que, aunque Sotillo no había creído por un momento el relato de Hirsch -no podía creerlo, nadie podía creer semejante tontería-, con todo, aquellos acentos de sinceridad desesperada le causaban desagradable impresión. Le ponían enfermo.

Sospechaba, además, que el hombre se hubiera vuelto loco de miedo. De un loco no se puede sacar nada. ¡Bah! ¡Fingimiento! ¡Nada más que fingimiento! El sabría la manera de habérselas con aquella farsa.

Armóse de dureza inflexible, elevada al grado sumo de la ferocidad. Sus ojos miraron con un leve estrabismo; dio unas palmadas, y apareció sin hacer ruido un ordenanza descalzo, un cabo con la bayoneta pendiente sobre el muslo y un garrote en la mano.

El coronel dictó sus órdenes, e inmediatamente el desgraciado Hirsch, empujado por varios soldados, compareció ante el jefe militar, que estaba horriblemente ceñudo, sentado en amplio sillón, con el sombrero puesto, las rodillas separadas, los brazos en jarras, dominador, imponente, irresistible, altanero, sublime, terrible.

Hirsch, los brazos atados a la espalda, había sido recluido violentamente en uno de los cuartos más pequeños. Durante muchas horas permaneció, al parecer olvidado, tendido medio exánime en el piso. De aquella soledad, donde yació presa de desesperación y espanto, fue arrancado brutalmente a puntapiés y golpes, insensible, sumido en estupefacción. Oyó las amenazas y las exhortaciones, y luego dio a las preguntas las contestaciones anteriores, con la barbilla hundida en el pecho, las manos atadas a la espalda, oscilando un poco frente a Sotillo y sin alzar nunca los ojos. Cuando se le forzaba a levantar la cabeza poniéndole bajo de la mandíbula la punta de la bayoneta, su mirada aparecía vagarosa y como extática, mientras gotas de sudor, gruesas como guisantes, corrían por la roña, erosiones y arañazos de su pálido rostro. Después pararon de pronto.

Sotillo le miró en silencio.

– ¿Quiere usted renunciar a su obstinación, canalla? -preguntó.

Para entonces una cuerda, sujeta a las muñecas del señor Hirsch, había sido pasada por encima de una viga, y tres soldados asían el otro extremo, esperando. El interrogado no contestó. Su grueso labio inferior cayó estúpidamente. Sotillo hizo una señal, e Hirsch fue levantado en alto quedando con los pies en el aire. Un grito de desesperación y agonía estalló en el cuarto, se difundió por los corredores del gran edificio, desgarró el aire del exterior, hizo que todos los soldados acampados en el puerto miraran a las ventanas, y sobresaltó a varios oficiales que charlaban en el patio con acaloramiento y orillándoles los ojos, mientras otros, con los labios apretados, miraban tristemente al suelo.

Sotillo, seguido de los soldados, había dejado el cuarto. El centinela del descansillo presentó el arma. Hirsch siguió gritando enteramente solo, detrás de las celosías medio cerradas, mientras la luz solar reflejada por el agua del puerto formaba en lo alto de la pared una zona de ondulaciones luminosas en perpetuo movimiento. Gritaba con las cejas contraídas y la boca abierta -increíblemente abierta, negra, enorme, poblada de dientes-, cómica.

En el quieto y abrasado aire de aquella tarde sin brisa, la víctima hizo llegar los clamores de su martirio hasta las oficinas de la Compañía O.S.N. El capitán Mitchell, que estaba en el balcón espiando los alrededores, los oyó débiles, pero distintos, y el apagado y terrible son persistió en sus oídos después de retirarse al interior con semblante pálido. Varias veces había tenido que apartarse del balcón aquella tarde.

Sotillo, irritable, caprichoso, paseaba inquieto de un lado a otro, celebraba consultas con sus oficiales, y daba órdenes contradictorias con voz chillona que resonaba en todo el desierto edificio. De cuando en cuando sobrevenían largos y temerosos silencios. Varias veces entró en el cuarto de tortura, donde yacían sobre una mesa su espada, fusta, revólver y anteojos de campo, a preguntar con forzado sosiego:

– ¿Confiesa ya usted la verdad ahora? ¿No? Yo puedo aguardar.

Pero no le era dable hacerlo por largo tiempo. Eso era la verdad. Cada vez que entraba y salía dando un portazo, el centinela del descansillo presentaba armas y recibía en cambio una mirada feroz, venenosa, inquieta, que en realidad no veía absolutamente nada, siendo la mera reflexión del alma, agitada por un odio sombrío, por la indecisión, la avaricia, el furor.

El sol se había puesto cuando hizo otra visita más a la víctima. Un soldado introdujo dos velas encendidas y salió cerrando la puerta sin ruido.

– ¡Habla, judío, hijo del diablo! ¡La plata! ¡La plata, digo! ¿Dónde está? ¿Dónde la tenéis escondida los canallas extranjeros? Confiesa o…

Un leve estremecimiento vibró en la cuerda tirante con el temblor de los brazos retorcidos; pero el cuerpo del señor Hirsch, emprendedor negociante de Esmeralda, pendía bajo la gruesa viga, perpendicular y silencioso, dando frente al coronel con expresión terrorífica. Una corriente de aire nocturno, enfriado por las nieves de la Sierra, difundió gradualmente una deliciosa frescura por el cálido ambiente de la habitación.

– Habla, ladrón, canalla, pícaro, o…

Sotillo había empuñado la fusta y estaba de pie con el brazo en alto. Por una palabra, por la más leve indicación se sentía dispuesto a arrodillarse, a suplicar, a arrastrarse por el suelo ante la mirada inconsciente y turbia de aquellos ojos fijos, saliéndose de un rostro sucio, cubierto por una barba en desorden, caído, con la boca cerrada y torcida. El coronel rechinó los dientes con rabia y descargó un golpe. La cuerda vibró con lentitud al impulso del choque, como el largo alambre de un péndulo que empieza a oscilar; pero el movimiento no se comunicó al cuerpo del señor Hirsch, el conocido comerciante en pieles de la costa. Con un esfuerzo espasmódico de los distendidos brazos se elevó bruscamente unas pulgadas, retorciéndose sobre sí mismo como un pez colgando de la cuerda de una caña de pescar. La cabeza del infeliz, echada violentamente atrás, mostraba la garganta distendida y la barbilla temblando. Por un momento el castañeteo de sus dientes llenó el vasto y sombrío salón, donde las candelas formaban un cerco iluminado alrededor de dos llamas ardiendo una al lado de la otra. Y mientras Sotillo, de pie con la mano levantada, aguardaba que hablase, el colgado, con una repentina mueca y un movimiento hacia adelante de los dislocados hombros, le lanzó violentamente al rostro un salivazo.

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