Joseph Conrad - Nostromo
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– ¿Qué? -interrogó el capataz en tono descompuesto.
– ¿Le sorprende a usted, eh?
– ¿Quiere usted decir, señor -prosiguió Nostromo con intención y como poniéndose en guardia-, que, ajuicio de Sotillo, el tesoro se ha salvado por algún medio?
– ¡No!, ¡no! Eso sería imposible -replicó el doctor convencido; y Nostromo profirió un refunfuño en la oscuridad. -Eso sería imposible. Cree Sotillo que la plata no estaba en la gabarra cuando se hundió. Está convencido de que toda la comedia de embarcarla ha sido un artificio para engañar a Camacho y sus nacionales, a Pedrito Montero, al señor Fuentes, nuestro nuevo jefe político, y a él mismo. Pero dice que él no es tan tonto.
– Entonces está loco, o es el mayor imbécil que jamás llevó el título de coronel en este desgraciado país -gruñó Nostromo.
– Su razonar no es más disparatado que el de muchos hombres -dijo el doctor. -Se ha persuadido de que el tesoro puede hallarse, porque desea apasionadamente apoderarse de él. Además teme que los oficiales se le subleven y se pasen a Pedrito, a quien no tiene el valor de combatir ni de reconocer. ¿Comprende usted, capataz? Mientras quede alguna esperanza de echar la garra a esa enorme cantidad de plata, no tiene que inquietarse por deserciones. Yo he puesto empeño en mantener viva esa esperanza.
– ¿De veras? -inquirió el capataz con cautela. -Bien; es admirable. Y ¿por cuánto tiempo piensa usted seguir con esa tarea?
– Mientras pueda.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Se lo diré a usted claramente: mientras viva -replicó el doctor con acento obstinado, y a continuación refirió en pocas palabras la historia de su arresto y los pormenores de su liberación. -Cuando nos hemos encontrado, me disponía a entrevistarme de nuevo con ese estúpido canalla.
Nostromo había escuchado con profunda atención.
– Por lo visto usted ha tomado la resolución de morir pronto -murmuró entre dientes.
– Tal vez, mi ilustre capataz -asintió el doctor con aire tétrico. -No es usted aquí el único que puede ver a dos pasos una muerte horrible.
– Indudablemente -masculló el otro, bastante alto para ser oído a distancia. -Puede haber mas de dos tontos en este sitio. ¿Quién sabe?
– Y ese es asunto mío -dijo el doctor secamente.
– Como fue cosa mía el traslado de la maldita plata -replicó Nostromo. -Comprendo. Bueno . Cada uno de nosotros tiene sus razones. Pero usted fue el último con quien hablé antes de partir y me trató usted como si fuera un mentecato.
A Nostromo le disgustaba profundamente la ironía burlesca con que el doctor solía aludir a su gran reputación. El tonillo escéptico con que lo hacía también Decoud le molestaba menos, porque la familiaridad de un hombre como don Martín halagaba su amor propio, mientras que el doctor no era nada. Le recordaba hecho un perdido y sin un céntimo, renqueando por las calles de Sulaco, privado de amistades y relaciones, hasta que don Carlos le tomó para el servicio de la mina.
– Usted podrá ser todo lo avisado que quiera -continuó Nostromo, pensativo, paseando la mirada por el oscuro ambiente de la habitación, ocupado por el lúgubre enigma del torturado y asesinado Hirsch. -Pero no soy tan tonto como cuando salí con la gabarra. Desde entonces he aprendido algo, y entre otras cosas, que usted es un hombre peligroso.
Esta salida le cogió tan de sopetón al doctor Monygham, que, sobresaltado apenas pudo decir:
– ¿Qué dice usted?
– Si el muerto pudiera hablar, diría lo mismo que yo -prosiguió Nostromo con una inclinación de cabeza, que se proyectaba en silueta contra la ventana débilmente iluminada por las estrellas.
– No le entiendo a usted -volvió a decir Monygham con voz débil.
– ¿No? Pues si usted no hubiera confirmado a Sotillo en su manía, tal vez no se hubiera dado tanta prisa en aplicar la tortura a ese desgraciado Hirsch.
El doctor se estremeció ante la indicación. Pero, dominado enteramente por su afecto a los Gould, se le había endurecido el corazón para no sentir remordimiento ni lástima. Con todo, para su mayor tranquilidad, creyó necesario repeler la acusación en tono enérgico y despectivo.
– ¡Bah! Se atreve usted a decirme eso, en el caso de un hombre como Sotillo. Confieso que no pensé para nada en Hirsch. Por supuesto, de nada hubiera servido. Todo el mundo puede ver que el infeliz estaba condenado a perecer desde el momento en que se agarró al áncora. Estaba perdido, se lo aseguro a usted. Como lo estoy yo… casi con toda seguridad.
Tal fue la contestación del doctor Monygham a la invectiva de Nostromo bastante fundada para intranquilizarle la conciencia. Realmente no la tenía encallada en términos de ser insensible al mal ajeno; pero la necesidad, la magnitud y la importancia de la empresa que se había echado encima, empequeñecían todas las consideraciones de mera humanidad. Había resuelto trabajar con todas sus fuerzas por la salvación de la mina, y lo hacía con verdadero fanatismo. Y no es que encontrara en ello placer alguno. La mentira y el fraude, aun dirigidas contra el más vil de los hombres, le eran odiosos por educación, por instinto y por tradición. Cometer aquellas bajezas y hacer el oficio de traidor eran cosas abominables para su genio y horribles para sus sentimientos. El menguado concepto que tenía de sí propio le había movido a rebajarse a tan innoble sacrificio, diciéndose con amargura: "Soy el único apropiado para una labor de esta índole." Y lo creía así. No era capaz de sutiles cavilosidades. Con toda sencillez, sin acariciar ninguna idea heroica de buscar la muerte, experimentaba una secreta satisfacción y consuelo en exponerse a un peligro bastante grave. En tal situación de ánimo, la desgraciada muerte de Hirsch se le representaba como una pequeña parte de los horrores de que era teatro el país. Consideraba aquel episodio por su lado práctico. ¿Cuál era su significación? ¿Indicaba algún cambio peligroso en las ilusiones de Sotillo? Lo que el doctor no se explicaba era que se hubiera matado a Hirsch de aquel modo.
– A tiros de revólver. ¿Por qué? -musitaba para sí.
Nostromo guardaba absoluto silencio.
Capítulo IX
Luchando con angustia entre dudas y esperanzas, abatido por el solemne companeo que celebraba la llegada de Pedrito Montero, Sotillo había pasado la mañana esforzándose por sobreponerse al desasosiego de su espíritu, sin poderlo conseguir a causa de la vanidad que le dominaba y de la violencia de sus pasiones. El desengaño, la codicia, la rabia y el miedo formaban en el pecho del coronel un tumulto más estrepitoso que el ruido ensordecedor de las campanas. Ninguno de sus planes se había realizado. Ni Sulaco, ni la plata de la mina, habían caído en su poder. No había realizado ninguna hazaña militar que consolidara su situación, ni obtenido un cuantioso botín que le permitiera retirarse. Pedrito Montero le infundía miedo, ya como amigo, ya como enemigo. El volteo de las campanas le enloquecía.
Imaginándose en un principio que podría ser atacado inmediatamente, había mandado a su batallón permanecer sobre las armas en la playa. En la habitación que ocupaba en la Aduana iba y venía de un extremo a otro, parándose a veces para morderse las uñas de la mano derecha con los ojos fijos en el piso, tristes y soslayados; y luego los alzaba echando alrededor una mirada hostil y sombría, y recomenzaba sus paseos en salvaje aislamiento. Había dejado sobre la mesa el sombrero, el látigo, la espada y el revólver. Sus oficiales, apiñados en la ventana que miraba a la puerta de la ciudad, se disputaban el uso de los gemelos de campo, comprados por su jefe a crédito el año anterior en el bazar de Anzani. Pasaban de mano en mano, y el último que los tenía por el momento en su poder era acosado por ansiosas preguntas.
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