Joseph Conrad - Nostromo

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El fuego que habían encendido contra la escalera se hallaba reducido impotente a un escaso montón de brasas. La madera dura no había ardido; sólo algunos de los primeros escalones se quemaban sin llama con un crepitante resplandor de chispas que dejaba percibir sus bordes carbonizados. En la parte superior vio una faja luminosa que salía por la abertura de una puerta y caía sobre el vasto rellano, envuelto en una nube de humo. Aquel era el cuarto. Subió las escaleras; luego se detuvo, porque había divisado dentro la sombra de un desconocido proyectada en una de las paredes. Era la sombra disforme, alta de hombros, de alguien que permanecía inmóvil, cabizbajo, fuera del alcance de su vista. Al percatarse el capataz de que estaba totalmente desarmado, se arrimó a la pared, y, ocultándose en postura vertical en un rincón oscuro, aguardó con los ojos fijos en la puerta.

El enorme edificio, inacabado y ruinoso, con aspecto de cuartel, sin cielos rasos bajo de su elevado techo, se hallaba invadido por el humo que se movía yendo y viniendo al impulso de las débiles corrientes circulantes en la oscuridad de numerosos camaranchones y corredores desnudos. De pronto una de las ventanas que el viento abría y cerraba chocó contra la pared con un golpe seco, como si la hubiera empujado una mano impaciente. Un trozo de papel salió de alguna parte y rodó chirriando a lo largo del rellano. El hombre, quienquera que fuera, no ensombrecía la entrada luminosa. Dos veces el capataz, avanzando unos pasos fuera de su rincón, alargó la cabeza con la esperanza de ver qué estaba haciendo allí el desconocido en tanta quietud. Pero siempre se encontraba con la deformada sombra de anchos hombros y cabeza inclinada. Al parecer no se movía del sitio, como si estuviera meditando, o quizá leyendo un periódico. Del cuarto no salía el menor ruido.

El capataz retrocedió una vez mas. ¿Quién sería aquel individuo? ¿Algún monterista? Temía dejarse ver. Presentarse en tierra antes de transcurrir muchos días, sería, a su juicio, poner en peligro el tesoro. Dominado como tenía el espíritu por la idea del lugar en que estaba escondido, le parecía imposible que cualquier persona de Sulaco con quien tropezara no llegara a colegir con verdad lo ocurrido al verle tan pronto de regreso. Después de un par de semanas o cosa así, sería otra cosa. ¿Quién podría asegurar que no había vuelto por tierra desde alguno de los puertos situados fuera de los límites de la República? La existencia del tesoro embrollaba sus pensamientos con un sentimiento especial de angustia, como si su vida Rubiera quedado ligada a este hecho. De ahí que por el momento se sintiera tímido en aquella enigmática puerta iluminada. ¡Qué el diablo se lleve al prójimo ese! ¡Maldita la falta que me hace verle! Nada le diría su cara, fuera conocida o desconocida. Era una tontería perder el tiempo esperando.

A los cinco minutos escasos de haber entrado en el edificio, el capataz empezó a retirarse. Bajó las escaleras sin el menor percance, volvió la cara para echar una postrera mirada a la luz del descansillo y cruzó furtivamente a toda prisa el vestíbulo. Pero en el momento mismo de salir por la puerta principal, con el pensamiento fijo en no ser visto por el individuo que estaba en el piso superior, se le echó encima alguien a quien no había oído acercarse con pasos acelerados. Nostromo guardó silencio. El otro fue el primero en hablar con voz apagada por el asombro.

– ¿Quién es usted?

Nostromo había creído ya reconocer al doctor Monygham; ahora no tenía duda alguna. Vaciló durante un segundo. Ocurrióle la idea de escurrir el bulto sin decir una palabra. ¡Era inútil! Una repugnancia inexplicable a pronunciar el nombre con que se le conocía le mantuvo callado algunos momentos. Al fin dijo en voz baja:

– Un cargador.

Y avanzó hacia el doctor, que se había quedado medio muerto del susto. Levantó los brazos y expresó en voz alta su asombro, olvidándose de sí mismo ante lo prodigioso de aquel encuentro. Nostromo le recomendó en tono airado que bajara la voz. La Aduana no estaba tan desierta como parecía. Había alguien en la habitación iluminada del piso alto.

Nada desaparece tan pronto como la impresión de asombro causada por un hecho extraordinario. Solicitado sin cesar por las consideraciones que influyen en sus temores y deseos, el espíritu humano aparta sin esfuerzo su atención del lado maravilloso de los acontecimientos. Y así acaeció de la manera más natural posible que el doctor preguntó al hombre, a quien dos minutos antes había creído ahogado en el golfo:

– ¿Ha visto usted a alguno allá arriba?

– No, no le he visto.

Entonces, ¿Cómo lo sabe usted?

– Iba huyendo de su sombra cuando nos hemos encontrado.

– ¿De su sombra?

– Sí, de su sombra en el cuarto que tiene luz -respondió Nostromo con tono despectivo.

Apoyando la espalda en el muro del inmenso edificio, cruzados los brazos, bajó la cabeza, mordióse los labios y, sin mirar al doctor, pensó para sí: "Ahora empezará a preguntarme por el tesoro".

Pero los pensamientos del doctor andaban ocupados con un suceso no tan sorprendente como la aparición de Nostromo, pero más misterioso. ¿Por qué se había retirado de la ciudad Sotillo con todas sus tropas tan súbita y secretamente? ¿Qué podía esperarse de tal movimiento? El doctor cayó entonces en la cuenta de que el individuo del piso alto debía de ser uno de los oficiales, que el chasqueado coronel habría dejado detrás para comunicarle noticias.

– Creo que el sujeto que está arriba me espera a mí.

– Es posible.

– Necesito averiguarlo. No se vaya usted todavía, capataz.

– ¿Irme? ¿Adonde? -musitó Nostromo.

El doctor se había alejado ya. El otro continuó con la espalda pegada a la pared, mirando de hito en hito la oscura masa acuosa del puerto, mientras el chirrido de las cigarras llenaba sus oídos. Apoderóse de sus pensamientos una vaguedad invencible, privándole de la facultad de tomar una resolución.

– ¡Capataz! ¡Capataz! -gritó el doctor desde arriba en tono urgente.

La conciencia de hallarse arruinado, víctima de una traición, flotaba sobre su sombría indiferencia como sobre un mar estancado de betún. Con todo, se separó del muro y, volviéndose a mirar arriba, vio al doctor Monygham asomándose por la ventana iluminada.

– Suba usted a enterarse de lo que ha hecho Sotillo. No tiene usted nada que temer del hombre que está aquí.

La contestación fue una risa breve y sarcástica. ¡Temer a un hombre! ¡ El capataz de los cargadores de Sulaco temer a un hombre! Le ponía furioso que alguien pudiera hacer semejante indicación. Avivaba su ira la circunstancia de estar desarmado, y tener que ocultarse por el peligro que corría a causa del maldito tesoro, de tan poca importancia para los individuos que se lo habían atado al cuello. No podía echar de si aquella pesadilla. Para Nostromo el doctor representaba a todos esos individuos… Y ni siquiera le había preguntado por lo que había sido de la plata. Ni la menor curiosidad sobre la empresa más desesperada de su vida.

Revolviendo tales pensamientos, Nostromo cruzó de nuevo el cavernoso vestíbulo, donde el humo se había enrarecido considerablemente, y subió las escaleras, menos calientes ahora al contacto de sus pies, en dirección a la ráfaga de luz que brillaba en la parte superior. El doctor apareció en ella por un momento, agitado e impaciente.

– ¡Venga usted! ¡Venga!

En el momento de penetrar en la habitación, el capataz experimentó un sobresalto. El hombre no se había movido. Vio su sombra en el mismo sitio. Se estremeció y dio unos pasos con el sentimiento de estar a punto de aclarar un misterio.

Era muy sencillo. Por una fracción infinitesimal de segundo, a la luz de dos turbias y goteantes candelas, al través de una humareda fina, azulada y acre que le causaba escozor en los ojos, se le presentó el hombre de pie, tal como se lo había imaginado, de espaldas a la puerta, proyectando sobre la pared una sombra enorme y deformada. Con la rapidez de un relámpago recibió la impresión de la postura forzada del individuo con los hombros desplazados hacia adelante y la cabeza caída sobre el pecho. Luego distinguió los brazos atados a la espalda, retorcidos tan terriblemente, que las dos muñecas, esposadas, subían por encima de los omoplatos. Desde allí sus ojos siguieron con una mirada instantánea la correa que subía desde la atadura de las muñecas hasta una gruesa viga y bajaba luego a sujetarse a un gancho de la pared. No necesitó mirar las piernas rígidas ni los pies que colgaban lacios, con los dedos gordos, a unas seis pulgadas del piso, para comprender que al infeliz colgado le habían dado tormento hasta producirle un síncope. Su primer impulso fue abalanzarse a cortar la correa de un tajo. Buscó su cuchillo, pero no le tenía -¡ni siquiera un cuchillo! Se detuvo tembloroso; y el doctor, sentado, con los pies colgando, en el borde de la mesa, contemplaba pensativo el cruel y horrible espectáculo y murmuró sin moverse, con la barbilla apoyada en la mano:

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