Joseph Conrad - Nostromo

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– Lo último de ninguna manera -contradijo Carlos Gould con firmeza-. ¿Qué se podría hacer después con un hombre de esa clase, dígame usted, doctor? El tesoro salió de aquí y me alegro de ello. A quedar en tierra, hubiera sido una tentación inmediata y poderosa. La lucha por apoderarse de esa riqueza habría precipitado el desastre. También yo me hubiera visto forzado a defenderla. Me congratulo de haber trasladado la plata, aun cuando se haya perdido. Tenerla en mi poder hubiera sido un peligro y una maldición.

– Tal vez tiene razón -decía el doctor, una hora después, a la señora de Gould, a quien encontró en el corredor-. La cosa está hecha, y el fantasma del tesoro puede hacer las veces de la realidad. Permítame usted que intente servirla hasta donde alcance mi mala reputación. Me voy ahora a desempeñar mi papel de traidor cerca de Sotillo y mantenerle fuera de la ciudad.

La señora tendió los brazos instintivamente.

– Doctor Monygham -musitó, volviendo a un lado la cara con los ojos llenos dé lágrimas para echar una mirada al cuarto de su esposo-, se está usted exponiendo a un riesgo terrible.

Y estrechó las dos manos a su interlocutor, que se quedó clavado en el sitio mirándola y esforzándose por esbozar una sonrisa.

– ¡Oh! No dudo que usted vindicará mi memoria -dijo al fin, y bajó corriendo las escaleras, cruzó el patio y salió a la calle.

En estando fuera caminó a grandes pasos con su extraña cojera, llevando una caja de instrumentos debajo del brazo. Se le tenía por loco y nadie le molestó. Desde la puerta abovedada que daba al mar vio al través de un llano árido y polvoriento, salpicado de arbustos enanos, a la distancia de más de una milla, la deforme fábrica de la Aduana, y los otros dos o tres edificios que entonces satisfacían todas las necesidades del puerto de Sulaco. Allá, a lo lejos, al sur, bosquecillos de palmeras bordeaban la curva de la playa. El perfil de los remotos picos de la Cordillera se había esfumado en el azul cada vez más oscuro del cielo de oriente. El doctor avanza de prisa. Una sombra pareció caer del cénit, espesándose gradualmente. El sol se había puesto. Por algún tiempo las nieves del Higuerota siguieron reverberando con los espléndidos reflejos del poniente. La figura de Monygham se movía solitaria por entre los oscuros arbustos en dirección a la Aduana, y semejaba, en su renqueo, un ave enorme que tuviera rota un ala.

Tintas de púrpura, oro y carmesí se reflejaban en el claro espejo del agua del puerto. Una prolongada lengua de tierra, derecha como un muro, con las herbosas ruinas del fuerte, en forma de verde montículo redondeado, claramente visible desde la playa interior, cerraba su circuito; mientras del otro lado, el Golfo Plácido reproducía esos esplendores de color en mayor escala y con una magnificencia más sombría.

La gran acumulación de nubes que cubría el fondo del golfo presentaba largas vetas rojas entre sus retorcidos pliegues grises y negros, a modo de inmenso manto flotante, manchado de sangre. Las tres Isabeles resaltaban en siluetas de nítido perfil sobre la zona alisada en que se confundía el mar y el cielo, mostrando como suspendidas en el aire sus masas de un púrpura violeta. Las pequeñas olas lanzaban rojos destellos, semejantes a un chisporroteo, sobre la arena de la playa. A lo largo del horizonte las fajas cristalinas del mar despedían un ardiente fulgor rojo, como si el fuego y el agua se hubieran mezclado en el vasto lecho del océano.

Al fin la conflagración de mar y cielo, que yacía confundida e inmóvil en un contacto flamígero al borde del mundo, se extinguió. Las rojas chispas del agua se desvanecieron junto con las manchas sanguíneas del negro manto que envolvía la sombría cabeza del Golfo Plácido; sopló de pronto una brisa, y murió después de agitar con sordos rumores el boscaje humilde del arruinado bastión del fuerte.

Nostromo despertó de un sueño de catorce horas, y se levantó, cuan alto era, de su yacija en la alta hierba. Permaneció hundido hasta las rodillas en los verdes tallos que ondulaban susurrantes, con el aire azorado de un hombre que acabara de nacer en el mundo. Esbelto, robusto y ágil, echó atrás la cabeza, estiró los brazos y se desperezó retorciendo lentamente la cintura y con un indolente y gruñidor bostezo que descubrió su blanca dentadura, tan natural y libre de mal en el momento de despertar como un magnífico e inconsciente animal salvaje. Luego su mirada se endureció de repente, sin fijarla en ningún objeto, bajo de un ceño meditabundo, y apareció el hombre.

Capítulo VIII

Después que Nostromo salió nadando a tierra, había trepado, chorreando agua, hasta el cuadrángulo principal de la vieja fortaleza; y allí, entre arruinados trozos de murallas y restos podridos de techos y cobertizos, había dormido todo el día entero. Había dormido a la sombra de las montañas, bañado por la blanca luz de la luna, en la quietud y soledad de aquel terreno cubierto de maleza, situado entre el óvalo del puerto y el espacioso semicírculo del golfo. Reposó con la inmovilidad de un muerto. Un buitre de la especie llamada rey-zamuro apareció como una manchita negra en el azulado cielo y descendió describiendo prudentes círculos con un vuelo tan callado, que sorprendía en un ave de su tamaño. La sombra de su cuerpo gris perla y de sus alas negras en las puntas no cayó sobre la hierba más silenciosa que el ave misma al posarse sobre un montón de broza a tres metros del hombre, que yacía inerte como un cadáver. El buitre alargó su cuello desnudo y pelada cabeza, horrible en la brillantez de varios colores, con un aire de ansiosa voracidad, hacia la prometedora inmovilidad de aquel cuerpo postrado. Luego, sepultando profundamente la cabeza en su blando plumaje, se dispuso a esperar. El primer objeto en que se fijaron los ojos de Nostromo después de los primeros momentos de nebulosidad consciente que siguen a un prolongado y profundo sueño, fue este paciente centinela, en acecho de las señales de muerte y corrupción. Al levantarse el hombre, el buitre se alejó dando grandes saltos de lado y aleteando. Aguardó un poco, moroso y obstinado, antes de alzar el vuelo, girando calladamente, con el pico y garras colgando de una manera siniestra.

Algún tiempo después de haber desaparecido, Nostromo, levantando los ojos al cielo, musitó:

– No estoy muerto aún.

El capataz de cargadores había vivido espléndidamente a vista de todos hasta el preciso momento de hacerse cargo de la gabarra que contenía los lingotes de plata.

La última acción que había ejecutado en Sulaco se hallaba en perfecta consonancia con su vanidad y, en tal concepto, era del todo sincera. Había entregado su último dólar a una vieja que gemía de pena y cansancio después de buscar inútilmente a su hijo entre los muertos y heridos del puerto. Aunque ese rasgo de generosa piedad se había ejecutado en la oscuridad y sin testigos, no por eso dejaba de tener los caracteres de esplendor y publicidad, y se amoldaba muy bien a su reputación. Pero el despertar en un sitio inhabitado, sin otra compañía que la de un buitre en acecho, no reunía tales caracteres. El primer sentimiento confuso que le invadió fue precisamente ése: que aquella situación no se acomodaba a lo que hasta entonces había sido su vida. Más se parecía al término de todo. La necesidad de vivir escondido de cualquier modo, Dios sabe por cuánto tiempo, se le ofreció al despertar del todo, e hizo que todo lo ocurrido años atrás le pareciera vano y fútil, a modo de sueño de grandezas bruscamente interrumpido.

Trepó al desmoronado talud del bastión, y apartando los arbustos, registró con la mirada el puerto. Vio un par de barcos anclados en la sabana de agua que reflejaba los últimos rayos de luz, y el vapor de Sotillo amarrado al muelle. Y detrás de la pálida y larga fachada de la Aduana aparecía la extensión de la ciudad, con el aspecto de un bosque de grandes árboles, que se alzaba en el llano con una puerta en primer término; y las cúpulas, torres y miradores descollaban por encima del arbolado, formando una masa sombría, como si hubiera caído ya sobre la tierra el negro manto de la noche.

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