Joseph Conrad - Nostromo
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Calló. El aire era frío en la plaza, donde una patrulla de caballería daba vueltas y vueltas sin entrar en las calles, repletas de voces y zumbido de guitarras, que salían de las puertas abiertas de las pulperías. Tenían orden de no perturbar las diversiones populares. Y encima de los tejados, cerca de las líneas perpendiculares de las torres de la catedral, la nevada curva del Higuerota tapaba una gran extensión de cielo azul oscuro, frente a las ventanas de la Intendencia. Poco después, Pedrito Montero, metiendo la mano bajo el forro de su chaqueta, inclinó la cabeza con lenta dignidad. La audiencia había terminado.
En saliendo, Carlos Gould se pasó la mano sobre la frente, como para ahuyentar las sombras de una pesadilla, cuya grotesca extravagancia deja tras sí una sutil sensación de peligro físico y depresión intelectual. En los pasillos y escaleras del viejo palacio, los soldados de caballería de Montero pasaban el tiempo en ir y venir de aquí para allá con aire insolente, fumando y obstruyendo el paso a todo el mundo; el ruido metálico de sables y espuelas resonaba en todo el edificio. Tres grupos silenciosos de hombres civiles, en traje negro de severa etiqueta, aguardaban en la galería principal, graves y cohibidos, un poco dispersos, como si al cumplir con un deber oficial estuvieran dominados por el deseo de no ser vistos por persona alguna.
Eran las comisiones que esperaban audiencia. Por encima de la que representaba a la asamblea provincial, mas inquieta y agitada que las demás en su expresión corporativa, descollaba el respetable semblante de don Justo López, fofo y pálido, con párpados prominentes y envuelto en solemnidad impenetrable, como en una densa nube. El presidente de la asamblea provincial, que venía animosamente a salvar el último jirón de las instituciones parlamentarias (según el modelo inglés), apartó los ojos del administrador de la mina de Santo Tomé, en señal de dignificada desaprobación del escepticismo de Carlos con respecto al único principio capaz de evitar la ruina del país.
La tétrica severidad de aquella censura no impresionó al interesado, pero en cambio éste fijó la atención en las miradas que sin expresión hostil le dirigían los demás miembros de la comisión, al parecer con el único fin de leer en su rostro lo que ellos podían esperar de la audiencia. Todos estos señores habían conversado, vociferado y declamado en el salón de la casa Gould. La lástima que le dieron aquellos hombres, prendidos con extraña impotencia en las redes de la degradación moral dominante en el país, no le movió a hacerles indicación ninguna: padecía demasiado por haberlos tenido de compañeros en el mal camino. Sin dificultad atravesó la plaza. El Club Amarillo estaba lleno de perdularios que celebraban el cambio político; y por todas las ventanas asomaban sus cabezas sucias; en el interior resonaban voces ebrias, estrépito de pataleo y rasgueo de guitarras. Todo el suelo aparecía sembrado de botellas rotas.
Cuando Carlos Gould volvió a entrar en su casa, todavía encontró allí al doctor Monygham. Este dejó la hendedura del postigo por la que había estado observando la calle.
– ¡Ah! Por fin le veo a usted de vuelta -dijo en tono satisfecho. -Le he estado diciendo a su señora que la vida de usted no corría peligro, pero no tenía seguridad completa de que ese individuo le dejara marchar.
– Ni yo tampoco -respondió Carlos Gould, poniendo el sombrero sobre la mesa.
– Va a ser preciso que salga usted de su inacción.
El silencio de Carlos Gould pareció admitir que no quedaba otro expediente. No solía ir mas allá en significar sus intenciones.
– Supongo que no habrá usted dicho nada a Montero de lo que piensa hacer -añadió el doctor con ansiedad.
– He intentado hacerle ver que la existencia de la mina está ligada a mi seguridad personal -replicó Carlos Gould apartando a un lado la cara y fijando los ojos en el boceto a la acuarela que pendía de la pared.
– Y ¿le ha creído a usted? -inquirió el doctor con viva curiosidad.
– "Eso Dios lo sabe -contestó Carlos. -Le debía a mi esposa hacer esa declaración. Pero Montero estaba ya bien informado. Sabe que tengo allí a don Pepe. Fuentes ha debido ponerle al corriente de todo. No se les oculta que el veterano oficial de Páez es muy capaz de volar la mina de Santo Tomé sin la menor vacilación ni remordimiento. A no ser por eso, no me hubiera dejado salir de la Intendencia en libertad.
"Y, en efecto, don Pepe lo volaría todo por lealtad y por odio… por odio a esos liberales, como ellos se llaman. ¡Liberales! Las palabras que uno conoce tan perfectamente en su verdadero sentido, le tienen horrible en este país. Libertad, democracia, patriotismo, gobierno…, todas ellas trascienden aquí a locura y asesinato. ¿No es verdad, doctor?… Yo soy el único que puede detener a don Pepe. Si me quitan de en medio, nada le impedirá ejecutar la destrucción preparada."
– Verán de ganárselo con promesa de un gran empleo militar -sugirió el doctor con aire pensativo.
– Es muy posible -asintió Carlos Gould en voz muy baja, como hablando consigo y mirando todavía el boceto de la garganta de Santo Tomé.
– Sí, creo que lo intentarán-. Carlos volvió la cara y miró por primera vez al doctor, añadiendo: -Eso me daría tiempo.
– Exactamente -confirmó el doctor, suprimiendo su excitación. -En especial, si don Pepe se porta con diplomacia. ¿Por qué no había de darles alguna esperanza de asentir a sus pretensiones? ¿Eh? A no hacerlo así, no ganaría usted mucho tiempo. Podrían enviársele instrucciones para…
Carlos Gould movió la cabeza negativamente, mirando con fijeza al doctor, pero éste continuó con cierto calor:
– Sí, entrar en negociaciones para entregar la mina. Es una buena idea. Entre tanto usted maduraría su plan. Por supuesto, no pregunto en qué consiste, ni necesito saberlo. Y hasta rehusaría oírle a usted si pretendiera decírmelo. No sirvo para confidencias.
– ¡Qué tontería! -murmuró Gould disgustado.
Desaprobaba los excesivos escrúpulos del doctor sobre ese lejano episodio de su vida. Tanta insistencia en recordarle era para Carlos algo repugnante y morboso. Y de nuevo hizo signos negativos con la cabeza. No quería entremeterse en la rectitud de conducta de don Pepe, tanto porque así se lo dictaba su genio, como por política.
Las instrucciones habían de ser verbales o escritas; y en ambos casos corrían peligro de ser interceptadas. No tenía ninguna seguridad de que un mensajero pudiera llegar a la mina; y, además, no había nadie a quien enviar. Carlos Gould tuvo en la punta de la lengua decir que únicamente el difunto capataz de cargadores pudiera haber cumplido ese encargo con alguna probabilidad de éxito y absoluta certeza de haber guardado el secreto; pero lo calló, limitándose a indicar al doctor que era un mal arbitrio. Desde el momento en que se supiera la posibilidad de comprar a don Pepe, la seguridad personal del administrador y de sus amigos quedaba puesta en peligro. Porque entonces Montero no tendría motivo para abstenerse de emplear la violencia. La incorruptibilidad de don Pepe era la verdadera causa que detenía la mano de Pedrito.
El doctor bajó la cabeza y reconoció que así era en cierto modo. No podía negar que el razonamiento era bastante sólido. La utilidad de don Pepe descansaba en su inmaculada reputación. En cuanto a la intervención favorable que él (el doctor) podía prestar, vio con pena que también estribaba en su fama, por cierto nada envidiable. Manifestó a Carlos Gould que tenía medios de impedir que Sotillo uniera sus fuerzas con las de Montero, por el momento al menos.
– Si usted hubiera tenido aquí toda esa plata -dijo el doctor-, o si se hubiera sabido siquiera que estaba en la mina, usted habría podido comprar a Sotillo, haciéndole renunciar a su flamante monterismo. Y le habría sido fácil inducirle a partir con su vapor o unirse a usted.
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