Joseph Conrad - Nostromo
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Los guardias nacionales pensaban en dormir su siesta; y la elocuencia de su jefe Camacho se había agotado. Posteriormente, cuando en las horas más frescas de la tarde intentaron reunirse de nuevo para seguir tratando de los asuntos públicos, algunos destacamentos de la caballería de Montero cargaron sobre ellos sin previo aviso a todo galope, con las luengas lanzas enderezadas a las espaldas de los fugitivos, siguiéndoles hasta el final de las calles. Los guardias nacionales de Sulaco extrañaron aquel comportamiento, pero no se dieron por ofendidos. Ningún costaguanero había sabido jamás discutir los caprichos violentos de una fuerza militar: eran la cosa más natural del mundo. A no dudarlo, se dijeron, debía de ser una especie de providencia gubernativa. Pero el motivo se ocultó a su penetración, que no pudo ser ilustrada por su jefe y orador, el comandante Camacho. Este dormía ahora una borrachera que había cogido en el seno de su familia, tumbado panza arriba, con los pies desnudos, en una habitación medio a oscuras, con todo el aspecto de un cadáver. Su elocuente boca se había quedado abierta. La menor de sus hijas, rascándose la cabeza con una mano, agitaba con la otra un ramito verde sobre el rostro del dormido, quemado y despellejado.
Capítulo VI
El sol, al declinar, había hecho girar las sombras de occidente a oriente entre las casas de la ciudad. Y lo propio, como es natural, tuvo lugar en toda la extensión del inmenso Campo, donde aparecían aquí y allá las blancas cercas y muros de las haciendas sobre colinas que dominaban la verde llanura circundante; los ranchos con bardas y techos de hierba agazapados en los repliegues del terreno junto a las márgenes de las corrientes; las sombrías islas de árboles apiñados, alzándose sobre el claro verdor de un mar de hierba; y la empinada sierra de la Cordillera, inmensa e inmóvil, emergiendo del boscoso oleaje de las faldas, a modo de costa pelada que señalara la entrada en un país de gigantes.
Los rayos del poniente, al bañar las nevadas vertientes del Higuerota, le daban un aspecto de sonrosada juventud, mientras la aserrada masa de picos lejanos permanecía negra, como si la abrasadora radiación la hubiera calcinado.
La ondulante superficie de los bosques se mostraba cubierta de un polvo de oro pálido; y a lo lejos, mas allá de Rincón, ocultas a la vista de la ciudad por dos boscosos estribos, las rocas de la garganta de Santo Tomé, con la achatada mole de la montaña misma, coronada de helechos gigantes, se teñía de cálidos tonos pardos y amarillos con vetas de un rojo sucio y manchas verde-oscuras de los arbustos arraigados en las quebradas. Desde la llanura los cobertizos de los bocartes o trituradores de mineral y las edificaciones de la mina aparecían oscuras y pequeñas, a gran altura, semejando nidos de aves aglomerados en los resaltos de un peñón. Las tortuosas veredas se mostraban a la vista como leves arañaduras en el muro de un blocao ciclópeo. A los dos serenos de la mina, que estaban de servicio, yendo de aquí para allá, con los ojos atentos y la carabina en la mano a la sombra de los árboles que orlan la corriente inmediata al límite de la concesión Gould, la figura de don Pepe, encaramado en la meseta superior, por cuyo sendero empezaba a bajar, se les representaba como un gran coleóptero.
Esa figura siguió descendiendo en serpenteante curso por la escarpada superficie de la roca, a modo de insecto que vaga a la aventura. Pero se la veía acercarse constantemente, y, ya cerca del pie de la montaña, desapareció al fin tras los tejados de los almacenes, forjas y talleres. Por algún tiempo los serenos pasearon yendo y viniendo por delante del puente, donde habían dado el alto a un jinete que traía un gran sobre blanco en la mano. A poco, don Pepe, saliendo de entre las casas por la calle de la aldea, a menos de un tiro de piedra del puente-frontera, se acercó a grandes zancadas. Vestía amplio pantalón oscuro con las perneras embutidas en las botas de caña, chaqueta de tela blanca, y venía armado con sable a la cintura y revólver al cinto. En aquellos tiempos de revuelta el señor gobernador velaba y dormía con las botas puestas.
A una ligera seña de uno de los serenos, el mensajero de la ciudad se apeó y cruzó el puente llevando de la brida el caballo.
Don Pepe tomó la carta que el recién llegado le alargaba con la mano libre y se golpeó sucesivamente el lado izquierdo y las caderas buscando la caja de los anteojos. Después de acaballar en la nariz la pesada armadura de plata y de sujetarla cuidadosamente detrás de las orejas, abrió el sobre y puso el pliego en él contenido delante de sus ojos a la distancia de un pie. No había más que tres líneas y las estuvo mirando por largo tiempo. Su bigote gris se movió un poco arriba y abajo, y las arrugas que irradiaban de los ángulos de sus ojos se dilataron. Sin inmutarse hizo una inclinación.
– Bueno -dijo. -No hay contestación.
Después, según su habitual modo de ser, tranquilo y afable, entabló una conversación prudente con el portador de la misiva, que se mostró deseoso de platicar en tono alegre, como si le hubiera ocurrido algún suceso afortunado. Había visto desde lejos la caballería de Sotillo a lo largo de la playa del puerto, rodeando la Aduana. Los edificios se conservaban intactos. Los extranjeros del ferrocarril permanecían encerrados en sus empaladizas y no pensaban en hacer fuego sobre el pueblo. Les colmó de maldiciones y luego refirió la entrada de Montero y los rumores que corrían por la ciudad. Ahora todos los pobres iban a ser ricos. Esto era magnífico. No sabía nada más, y, sonriendo con aire propiciatorio, manifestó que tenía hambre y sed.
El veterano sargento mayor le mandó presentarse al alcalde de la primera aldea. El mensajero se alejó a caballo, y don Pepe se encaminó despacio al pequeño campanario de madera, echó una mirada por encima de la cerca de un huertecito y vio al Padre Román sentado en una hamaca blanca, que pendía de dos naranjos frente a la casa parroquial.
Un enorme tamarindo sombreaba toda la blanca, construcción de madera con su oscuro follaje. Salió al punto una muchacha india de largo cabello, ojos grandes, y pies y manos pequeños, trayendo una silla de madera, mientras una vieja enjuta la seguía con la vista desde la galería. Don Pepe se sentó en la silla y encendió un cigarro, mientras el sacerdote aspiró del hueco de su mano una enorme cantidad de rapé. En su rostro moreno rojizo, aviejado y con hoyos, los ojos frescos y sin malicia brillaban como dos diamantes negros.
Con voz benigna y jovial don Pepe comunicó al Padre Román que Pedrito Montero, por conducto del señor Fuentes, le había preguntado por las condiciones en que entregaría la mina, con toda la maquinaria, material y obreros, necesarios para proseguir la explotación, a una comisión de ciudadanos patriotas, legalmente constituida y escoltada por una pequeña fuerza militar. El sacerdote levantó los ojos al cielo. Pero su interlocutor añadió que, según había dicho el mozo portador de la carta, don Carlos Gould estaba vivo y nadie le había molestado hasta entonces.
El Padre Román se congratuló en breves palabras de que el señor administrador continuara sano y salvo.
Las argentinas vibraciones de la campana colocada en la torrecilla de la iglesia habían señalado la hora de la oración de la tarde. La zona de bosques y matorrales que cerraba la entrada del valle se alzaba como una pantalla entre el sol, cercano al ocaso, y la calle de la aldea. Al otro extremo de la rocosa garganta, entre los muros de basalto y granito, se erguía, iluminada y cubierta de vegetación hasta la cumbre, una montaña que ocultaba la vista de la sierra a los moradores de Santo Tomé. Tres nubéculas rosadas pendían inmóviles en lo alto de la bóveda turquí. La gente en grupos conversaba sentada en la calle entre las chozas de junco. Delante de la casa del alcalde los contramaestres de la tanda nocturna se hallaban ya reunidos a la cabeza de sus cuadrillas, acurrucadas en el suelo, formando, un círculo de gorrillos de cuero, y con las cobrizas espaldas arqueadas pasaban alrededor de la calabaza de mate. Mientras ésta pasaba de mano en mano, el mozo llegado de la ciudad, que había atado el caballo a un poste de la puerta, les contaba lo que pasaba en Sulaco. Al lado estaba de pie el alcalde, con aire grave, luciendo un chaleco blanco y una veste de zaraza floreada con mangas, enteramente abierta, de modo que dejaba al descubierto su robusta corpulencia, como si fuera una bata de baño. Cubría su cabeza con un tosco sombrero de castor y tenía en la mano un largo bastón con una bola de plata por empuñadura. Estas insignias de su dignidad le habían sido concedidas por el administrador de la mina, manantial de honor, de prosperidad y de paz. Había sido uno de los primeros inmigrantes al valle; y sus hijos y yernos trabajaban en el interior de la montaña que, con la corriente de mineral argentífero, precipitada con atronador estruendo por los canalones desde la mesa superior, parecía derramar sobre los trabajadores los dones del bienestar, de la seguridad y de la justicia.
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