Joseph Conrad - Nostromo
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Pedro Montero se apeó entre un montón de gente que vociferaba entusiasta y sudorosa, mientras los andrajosos guardias nacionales luchaban brutalmente por hacerla retroceder. Después de subir algunos escalones, paseó la mirada por la gran muchedumbre, absorta en contemplarle, y la fijó luego en las paredes de las casa fronterizas, agujereadas de balazos, que parecían veladas por la neblina de un polvo luminoso. Al través del vasto espacio de la plaza resaltó ante sus ojos la palabra: " PORVENIR " en inmensas mayúsculas negras, alternando con ventanas rotas; y pensó con delicia en la hora de la venganza, porque estaba segurísimo de apoderarse de Decoud. A su izquierda, Camacho, corpulento y encendido, enjugándose el velludo y húmedo rostro, descubría una serie de dentarrones amarillentos en una mueca estúpida de hilaridad. A su derecha, el señor Fuentes, pequeño y enjuto, miraba con los labios apretados a la multitud, que permanecía extática y boquiabierta, como si esperara que el gran guerrillero, el famoso Pedrito, se dispusiera a repartirles inmediatamente algunas larguezas materiales. Pero lo que les dio fue un discurso que empezó con el grito de "¡Ciudadanos!", proferido con fuerza bastante para hacerse oír de los que estaban en medio de la plaza.
Y a continuación la mayor parte de los ciudadanos se inmovilizó, presa de la fascinación producida sólo por los gestos del orador, que se ponía de puntillas, levantaba los brazos por encima de la cabeza con los puños apretados, ponía una mano tendida sobre el corazón, hacía brillar lo blanco de los ojos rodándolos de una parte a otra, blandía un brazo en ademán de barrer obstáculos, señalaba con el dedo, fingía abrazos, apoyaba familiarmente una mano sobre el hombro de Camacho o la agitaba con respeto hacia la menuda persona del señor Fuentes, abogado y político, al par que verdadero amigo del pueblo. Los vivas de los más cercanos al orador, estallando de pronto, se propagaron con irregularidad hasta los confines de la multitud, como llamas corriendo sobre hierba seca, y expiraban en las bocacalles. A intervalos sobre la bullidora muchedumbre de la plaza caía un profundo silencio, en el que la boca del orador continuaba abierta vociferando, y las frases sueltas -"La felicidad del pueblo", "Hijos del país", " el mundo entero "- llegaban a los grupos apiñados en las escaleras de la catedral con un débil y claro rumor, semejante al zumbido de un mosquito.
El Orador ahora se golpeó el pecho y pareció dar saltos entre sus acompañantes: era el esfuerzo supremo de la peroración. Después las dos figuras más pequeñas desaparecieron de la vista del público; y el enorme Camacho, que quedó solo, avanzó, levantando a gran altura su sombrero sobre la cabeza. Púsoselo de nuevo con arrogancia y gritó:
– ¡Ciudadanos!
Un hondo murmullo saludó al señor Camacho, ex tendero ambulante del Campo, comandante de los guardias nacionales.
En el piso alto Pedrito Montero recorría una tras otra las desvastadas habitaciones de la Intendencia, refunfuñando sin cesar:
– ¡Qué estupidez! ¡Qué destrucción!
El señor Fuentes, que le seguía, moderó el rigor de su taciturnidad para decir en voz baja:
– Todo ello es obra de Camacho y sus nacionales.
Y luego, inclinando la cabeza sobre el hombro izquierdo, cerraba los labios con tal fuerza que en las comisuras de la boca se formaban dos hoyuelos. Tenía en el bolsillo el nombramiento de jefe político de la ciudad, y ardía de impaciencia por empezar a ejercer sus funciones.
En el largo salón de audiencias, con todos sus grandes espejos rotos a pedradas, los cortinajes desgarrados y el dosel de la plataforma del testero hecho piezas, el vasto y sordo murmullo de la multitud y la voz rugiente de Camacho, que hablaba precisamente debajo de ellos, llegaban a sus oídos al través de los postigos, mientras permanecían inmóviles en medio de la penumbra y desolación del local.
– ¡El bruto! -comentó Su Excelencia don Pedro Montero con los dientes apretados-. Hemos de procurar enviarle cuanto antes con sus nacionales a pelear contra Hernández.
El nuevo jefe político se limitó a mover la cabeza de lado y dar una chupada a su cigarrillo en señal de estar conforme con ese medio de librar a la ciudad de Camacho y su indecente chusma.
Pedrito Montero contempló con disgusto el piso enteramente desnudo, y la serie de grandes marcos dorados que pendían todo alrededor de la sala con sus lienzos en jirones y acuchillados, flotando como trapos sucios.
– Nosotros no somos bárbaros -dijo.
Tal fue la afirmación de su Excelencia, el popular Pedrito, el guerrillero experto en el arte de preparar emboscadas, que por petición propia había recibido de su hermano el encargo de organizar a Sulaco sobre principios democráticos. La noche precedente, durante la consulta con sus partidarios, llegados a Rincón a recibirle, había declarado sus propósitos al señor Fuentes:
– Organizaremos un voto popular por sí o no , confiando los destinos de nuestro amado país a la prudencia y valor de mi heroico hermano, el invencible general. Un plebiscito. ¿Comprende usted?
Y el señor Fuentes, hinchando sus atezados carrillos, había inclinado un poco a la izquierda su cabeza, dejando escapar por sus cerrados labios un chorro azulado de humo. Había comprendido.
A su excelencia le tenía exasperado aquella devastación. Ni una sola silla, mesa, sofá, étagère o consola había quedado en las salas y habitaciones oficiales de la Intendencia. Pedrito Montero, aunque retorciéndose de rabia, se abstuvo de prorrumpir en ningún desahogo ni determinación violenta, por sentirse en un sitio remoto y aislado. Su heroico hermano se hallaba a gran distancia. Entretanto ¿dónde dormiría su siesta? Había esperado hallar comodidad y lujo en la Intendencia, tras un año de dura vida de campo que terminó con las penalidades y privaciones de la atrevida excursión a Sulaco, la provincia que en significación y riqueza superaba a todo el resto de la República. A Camacho ya le ajustaría las cuentas no tardando. Y el discurso del aludido, grato a los oídos populares, continuaba en el ardiente sol de la plaza, semejando los estrafalarios gritos de un diablo de categoría inferior arrojado en un horno al rojo blanco. A cada instante necesitaba enjugarse el sudor con su brazo desnudo; se había quitado la chaqueta y arremangado la camisa hasta los codos; pero conservaba en la cabeza el sombrero con airón de plumas blancas. Era el distintivo que le acreditaba como comandante de guardias nacionales; y su ingenuidad le movía a ostentarlo con fruición y orgullo. Los finales de cada período eran saludados con aprobaciones y graves murmullos.
Su opinión era que debía declararse inmediatamente la guerra a Francia, Inglaterra, Alemania y a los Estados Unidos, que con el pretexto de introducir ferrocarriles, empresas mineras, colonización, y con otras pretensiones inadmisibles, aspiraban a robar al pobre pueblo sus tierras, y ayudados de esos godos y paralíticos aristócratas, querían reducirlos a la condición de esclavos y bestias de labor. Toda la clase de perdularios y gandules aplaudió con estruendosos gritos, agitando sus mantas desteñidas y sucias. El general Montero -rugió Camacho con firme convicción- era el único hombre que estaba a la altura de la patriótica empresa. También asintieron a ello.
Era bien entrada ya la mañana; y en la muchedumbre empezaron a formarse corrientes y remansos, indicio de un movimiento de dispersión general. Unos buscaban la sombra de los muros, y otros se refugiaron bajo de los árboles de la Alameda. Los jinetes se abrieron paso espoleando sus cabalgaduras y dando voces; grupos de sombreros, colocados horizontalmente para proteger las cabezas contra el ardor solar que caía a plomo, empezaron a moverse a la deriva, internándose en las calles, donde las puertas abiertas de las pulperías brindaban una sombra atrayente, que resonaba con el suave rasgueo de las guitarras.
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