Joseph Conrad - Nostromo
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Al pensar que en lo sucesivo no le sería dable pasear a caballo por las calles, conocido de todos, grandes y chicos, como solía hacerlo todas las tardes cuando iba a jugar al monte en la posada de Domingo el mejicano, o a ocupar el sitio de honor escuchando los cánticos y viendo los bailes, le pareció que la ciudad había perdido su existencia real.
Siguió contemplándola por algún tiempo, y luego dejó recobrar su primera posición a los arbustos, y, pasando al otro lado del fuerte, escudriñó la vasta superficie desierta del gran golfo. Las Isabeles resaltaban en negras siluetas sobre la estrecha banda roja del poniente, tendida entre ellas; y el capataz pensó en Decoud, que estaba solo allí con el tesoro, reflexionando con acrimonia que aquel hombre era el único atormentado por la inquietud de si caería o no en manos de los monteristas; y eso por meros motivos egoístas. En cuanto a los demás, ni sabían nada ni les importaba un comino. Lo que en cierta ocasión había oído decir al viejo Viola era certísimo. Reyes, ministros, aristócratas, los ricos en general, tenían al pueblo en pobreza y sujeción, como tenían a los perros para sus deportes de peleas y cacerías.
La oscuridad había descendido hasta la línea del horizonte, envolviendo al golfo entero, las islas y al amante de Antonia, confiando en la gran Isabel a solas con el tesoro. El capataz, volviendo la espalda a todas aquellas cosas, invisibles y existentes, se sentó, y apoyó el rostro entre las manos cerradas. Por la primera vez de su vida sintió el rejonazo de la pobreza. Encontrarse sin un céntimo después de una hora de mala suerte al monte en el ruin y humoso cuarto de la posada de Domingo, donde la hermandad de cargadores jugaba, cantaba y bailaba por la noche, o quedarse con los bolsillos vacíos después de un rumboso regalo hecho públicamente a cualquier muchacha del peine de oro (de quien no volvía a acordarse), no tenía nada de humillante ni de mísero. Al contrario, le dejaba rico de gloria y nombradía. Pero, no siéndole ya posible en lo venidero pavonearse en las calles de la ciudad, ni ser saludado con respeto en los lugares donde solía pasar sus ocios, el marino genovés se sintió realmente sumido en la indigencia.
Tenía la boca seca, seca de tanto dormir y de la extrema ansiedad que sentía, como nunca le había ocurrido anteriormente. Puede decirse que Nostromo gustaba el polvo y las cenizas del fruto de la vida, en que había hincado los dientes estimulado por el hambre de alabanzas. Sin separar la cabeza de entre los puños, intentó escupir de frente -"Tfui"- y murmuró una maldición contra el egoísmo de la gente rica.
Ya que todo parecía perdido en Sulaco (y esa era la impresión con que había despertado), Nostromo pensó en partir del país. Al ocurrirle esta idea, se desplegó ante su imaginación, a modo de principio de otro sueño, un panorama de costas escarpadas y sin mareas, con sombríos pinos en las alturas y blancas casas pequeñas y achatadas abajo, junto a la orilla de un mar muy azul. Vio los muelles de un puerto enorme, donde las falúas de cabotaje, con sus velas latinas tendidas como alas inmóviles, entraban resbalando silenciosas por entre las puntas de los largos muelles, formados por cuadrados bloques, que se proyectaban angularmente uno hacia otro, abrazando un grupo de barcos en la soberbia concha de un cerro cubierto de palacios. Recordó esos paisajes no sin cierta emoción filial, a pesar de haber sido frecuente y brutalmente golpeado, cuando era muchacho, en una de esas falúas por un genovés de rostro afeitado y cuello taurino, hombre de genio impulsivo y desconfiado, que, según creía firmemente, le había robado su herencia de huérfano. Pero está misericordiosamente decretado que los males tiempos pasados aparezcan borrosos en los campos del recuerdo. La viva conciencia que tenía de su soledad, abandono y fracaso, le presentó como tolerable el retorno a su primera vida. Pero ¿cómo? ¿Volver? ¿Descalzo y a pelo, con una camisa de color y unos calzones por todo equipaje?
El renombrado capataz, los codos sobre las rodillas y un puño hundido en cada carrillo, se rió burlándose de sí propio, como había escupido ante él en la oscuridad de la noche. Las confusas e íntimas impresiones de universal desastre, que abaten a un hombre poseído de su valer, presentando a sus ojos un fuerte obstáculo a su pasión dominante, tuvieron una amargura parecida a la de la misma muerte. Nostromo era un hombre sencillo, propenso a ser presa de cualquier creencia, superstición o deseo, como un niño de pocos años.
Pudo apreciar las circunstancias de su situación por la completa experiencia que tenía del país. Las vio con toda claridad. Se halló en las condiciones del que despierta a la realidad después de una larga borrachera. Se había abusado de su fidelidad. El había persuadido al cuerpo de cargadores a ponerse de parte de los blancos contra el resto del pueblo; había tenido entrevistas con don José y servido de intermediario al Padre Corbelán para negociar con Hernández; sabíase que don Martín Decoud le había admitido a una especie de intimidad, dándole libre entrada en las oficinas del Porvenir . Estos hechos habían halagado, como siempre, su amor propio. ¿Qué le importaba a él la política? Nada absolutamente. Y al final de todo, después de tanto "Nostromo aquí, Nostromo allá, ¿dónde está Nostromo?, Nostromo puede hacer esto y aquello", trabajar todo el día y cabalgar toda la noche, he aquí que ahora se hallaba convertido en un significado riverista, expuesto a cualquier venganza por parte de Camacho, por ejemplo, ya que al presente la ciudad estaba dominada por el partido de Montero. Los europeos se habían retirado; los caballeros se habían dado a partido; don Martín, es verdad, aseguraba que sólo era temporalmente, porque él iba en busca de Barrios para reconquistar la ciudad. Y ¿en qué quedaba ese proyecto, si don Martín, cuyo lenguaje burlón y escéptico había causado vagas inquietudes al capataz, estaba prisionero en la gran Isabel? Todos se habían acobardado, hasta don Carlos; y así lo manifestaba el hecho de trasladar con tanta precipitación el tesoro sacándolo por mar. El capataz de cargadores, en un arrebato de indignación, exasperado casi hasta la locura, acusó a todos de falsos y cobardes. ¡Le habían hecho traición!
Con las ilimitadas sombras del mar a su espalda, encarado con las erguidas formas de los picos inferiores apiñados alrededor de la brumosa y blanquecina claridad del Higuerota, Nostromo, saliendo de su silencio e inmovilidad, dio una ruidosa carcajada por segunda vez; se puso de pie bruscamente, y aguardó quieto. Debía marcharse de allí; pero ¿adonde?
– Es cierto. Nos tienen y halagan, como si fuéramos perros nacidos para pelear y cazar en beneficio suyo. El viejo tiene razón -dijo con cachaza y sorda indignación.
Parecióle ver a Giorgio quitándose la pipa de la boca para dispararle estas palabras por encima del hombro en el café, lleno de maquinistas y ajustadores de los talleres del ferrocarril. Esta imagen fijó su voluntad vacilante. Procuraría por todos los medios hallar a su viejo paisano. ¡Dios sabe lo que habría sido de él! Dio algunos pasos, se paró de nuevo y movió la cabeza. A derecha e izquierda, delante y detrás, el espeso matorral rumoreó misteriosamente en la oscuridad.
"Teresa decía también la verdad" añadió en voz baja con un dedo de angustia. Preguntóse si habría muerto irritada contra él o viviría aún. Como respondiendo a esta pregunta en que se mezclaban por igual el remordimiento y la esperanza, un enorme búho cruzó por delante de él con vuelo oblicuo y blando aleteo, lanzando su medroso grito: "¡Ya acabó! ¡Ya acabó!", que según la creencia popular, anuncia calamidades y muertes. En la ruina de todas las realidades que constituían su fuerza, se sintió invadido de un temor supersticioso y se estremeció ligeramente. De manera que la signora Teresa era muerta. Aquello no podía significar otra cosa. El grito del ave fatídica, primer sonido que oía a su regreso, era un saludo acomodado a su traicionada persona. Los poderes invisibles, a quienes había ofendido rehusando llevar un sacerdote a una mujer moribunda, alzaban su voz contra él. Había muerto su patrona. Con lógica admirable y humana lo refería todo a sí propio. La signora Teresa había mostrado siempre gran cordura en sus consejos. Y el desamparado Giorgio se hallaría tan trastornado por tan irreparable pérdida, que probablemente necesitaría sus prudentes indicaciones. A no dudarlo, el golpe tenía que dejar estúpido al soñador viejo por algún tiempo.
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