Joseph Conrad - Nostromo
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Cayó la fusta levantada, y el coronel retrocedió de pronto profiriendo una sorda exclamación de pena, como si hubiera caído sobre él la aspersión de un veneno mortífero. Rápido como el pensamiento, tiró del revólver y disparó dos veces. Las detonaciones y repercusión de los tiros convirtieron al punto el arrebatado impulso de rabia en una paralización estúpida. Quedóse inmóvil, caída la mandíbula y petrificados los ojos. ¿Qué es lo que había hecho, Sangre de Dios ? ¿Qué había hecho? Sintió un terror abyecto ante su acción irreflexiva que sellaba para siempre unos labios capaces de tantas revelaciones. ¿Qué podía decir? ¿Cómo había de explicarlo? Por su mente pasaron ideas de huir, sin detenerse, a cualquier parte; hasta le asaltó el pensamiento cobarde y absurdo de esconderse debajo de la mesa.
Era demasiado tarde; sus oficiales habían irrumpido tumultuosamente en la habitación con gran estrépito de vainas, clamoreando con asombro y extrañeza. Pero, al ver que no se lanzaban contra él y le traspasaban el pecho a estocadas, se sobrepuso de la impudencia de su carácter. Recobró el dominio de sí mismo y se reanimó, pasándose por la cara la manga del uniforme. Su truculenta mirada se volvió imperiosa a un lado y a otro, cortando el ruido donde se posaba; y el cuerpo rígido del asesinado señor Hirsch, comerciante, después de oscilar de un modo imperceptible, dio media vuelta y quedó en reposo entre murmullos de sorpresa e inquietos patuleos. Una voz comentó en voz alta:
– He aquí un hombre que no dirá ya una palabra.
Y otra, desde la fila posterior de rostros, preguntó tímida y suplicante:
– ¿Por qué le ha matado usted, mi coronel?
– Porque lo ha confesado todo -respondió Sotillo con la audacia de la desesperación.
Se sintió acorralado, pero afrontó el trance con el mayor descaro, y con bastante buen éxito, gracias a su reputación. Los oficiales le creían capaz de tal violencia, y se mostraron dispuestos a admitir sus explicaciones, que halagaban las esperanzas de adueñarse de la plata. No hay credulidad tan ciega y vehemente como la inspirada por la codicia, que en su dominio universal mide la miseria moral e intelectual del linaje humano. ¡Ah! Lo había confesado todo aquel obstinado judío, aquel bribón . ¡Bueno! Entonces no se le necesitaba más. El capitán más antiguo, tipo de cabeza gorda, ojos pequeños redondos y cara monstruosamente achatada, siempre rígida como si fuera de estuco, prorrumpió de pronto en una carcajada sorda. El viejo comandante, alto y fantásticamente cubierto de un casacón harapiento, hecho un fantasmón, daba vueltas alrededor de la víctima, musitando para sí, con inefable complacencia, que ahora no era preciso guardarse de las futuras traiciones de aquel pillo. Los demás contemplaron fijamente el cadáver, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y haciendo comentarios en voz baja.
Sotillo se ciñó la espada y dio órdenes perentorias y breves de apresurar la retirada, ya resuelta, aquella misma tarde. Siniestro, autoritario, con el sombrero echado sobre las cejas, salió el primero por la puerta con tal turbación de ánimo, que se olvidó enteramente de dar instrucciones para el caso probable de que regresara el doctor Monygham. Al salir en tropel detrás de su jefe los oficiales, uno o dos volvieron la cabeza para echar una furtiva mirada al cuerpo exánime del señor Hirsch, comerciante de Esmeralda, que pendía en rígida quietud, solo, con dos velas encendidas. En el salón desierto la sombra deformada de la cabeza y hombros sobre la pared tenía cierto aire de vida.
Abajo, las tropas, después de formar en silencio, rompieron la marcha por compañías sin ruido de tambores ni trompetas. El esperpento del viejo comandante mandaba la retaguardia. Dejó atrás un piquete con orden de incendiar la Aduana y "quemar el cadáver del traidor judío donde estaba colgado", pero en su apresuramiento no aguardaron a que la escalera empezara a arder debidamente.
El cuerpo del señor Hirsch quedó solo por algún tiempo en la triste soledad del inacabado edificio, donde resonaban lúgubremente repentinos golpes de puertas y ventanas, rechinar de cerrojos y picaportes, chirridos de trozos de papel rodando por los corredores, y los trémulos suspiros de las ráfagas de viento que pasaban por debajo del techo alto. Las dos candelas que ardían ante el perpendicular y yerto cadáver enviaban a lo lejos un débil resplandor sobre la tierra y el agua, como una señal de aviso en la oscuridad de la noche. Allí quedó el ejecutado Hirsch para sobresaltar a Nostromo con su presencia y llenar de perplejidades al doctor Monygham sobre el misterio de su atroz fin.
– ¿Por qué matarle a tiros? -se preguntó de nuevo el doctor con su voz perceptible.
Esta vez fue contestado por una risa seca de Nostromo.
– Parece usted interesarse mucho por una cosa muy natural, señor doctor. Y yo me pregunto: ¿qué razón hay para ello? Es muy probable que no tardemos los dos en ser fusilados, uno tras otro, si no por Sotillo, por Pedrito, Fuentes o Camacho. Y hasta podrían darnos tormento o hacer con nosotros otra barbaridad peor… ¿ quién sabe ?…, sobre todo habiéndole usted metido en la cabeza a Sotillo esa maldita historia de la plata.
– La historia la tenía ya él dentro -protestó el doctor. -Yo sólo…
– Si: usted te confirmó en ella de tal modo que ni el mismo diablo…
– Eso es precisamente lo que me había propuesto -interrumpió el doctor.
– Eso es lo que usted se había propuesto. Bueno . Nada: lo que digo. Es usted un hombre peligroso.
Sus voces, que, sin levantarse, habían tomado el tono de disputa, cesaron de repente. El muerto señor Hirsch, proyectándose erecto y sombrío contra el cielo estrellado, parecía estar atento, guardando un silencio imparcial.
Pero el doctor Monygham no quería reñir con Nostromo. En el supremo trance en que a la sazón se hallaba la suerte de Sulaco, había llegado a grabarse en su ánimo la idea de que aquel hombre era realmente indispensable, más de lo que podía figurarse el capitán Mitchell, su infatuado descubridor, y mucho más de lo que pretendía el escéptico y burlón Decoud, cuando le llamaba con sorna "mi ilustre amigo, el único capataz de cargadores". Efectivamente: el hombre era único. No "uno entre millares", sino absolutamente el único. El doctor se rendía a la evidencia. Había algo en el genio de aquel marino genovés que dominaba los destinos de grandes empresas y de muchas personas, los de Carlos Gould y los de una mujer admirable. Al ocurrirle esto último, el doctor tuvo que mondarse la garganta antes de poder hablar.
Mudando enteramente de tono, indicó al capataz que desde luego su persona no corría gran peligro, mientras todo el mundo le creyera ahogado al irse a pique la gabarra. Era una ventaja enorme. Le bastaba mantenerse oculto en la casa Viola, donde según era público, el viejo garibaldino vivía solo velando el cadáver de su esposa, fallecida la noche anterior. La servidumbre había huido toda. Nadie pensaría en buscarle allí, ni en ninguna parte del mundo, por cuestión del tesoro.
– Eso sería mucha verdad -replicó Nostromo con aspereza- si yo no me hubiera encontrado con usted.
Por algún tiempo el doctor guardó silencio.
– ¿Quiere usted decir que pienso delatarle a usted? -interrogó con voz insegura. -¿Por qué? ¿Ganaría algo con ello?
– ¿Qué se yo? ¿Por qué no? Tal vez lograra ganar un día. El tiempo que empleara Sotillo en darme tormento y ensayar acaso otras cosas, antes de atravesarme a balazos el corazón…, como lo ha hecho con ese pobre desgraciado. ¿Por qué no?
El doctor sintió anudársele la garganta, que se le había quedado seca en un momento. Y no era de indignación. El doctor, dominado por un exceso de sentimentalismo, creía haber perdido el derecho a indignarse con nadie ni por nada. Era miedo sencillamente. ¿Habría el hombre oído su historia por casualidad? Si era así, nada podría conseguir de él, pues le rechazaría a causa de la indeleble mancha que precisamente le habilitaba para sus viles gestiones de adulación y engaño. Monygham se sintió invadido de un hondo malestar. Cualquier cosa hubiera dado por conocer lo que el capataz sabía de sus malandanzas con Bento, pero no se atrevió a esclarecer sus dudas. El fanatismo de su sacrificio por los Gould, sostenido por la conciencia de su infamia, endureció su corazón anegándolo en tristeza e irónico despecho.
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