Joseph Conrad - Nostromo
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– ¡Ea, viejo! Dame algo de comer. Tengo hambre. ¡ Sangre de Dios ! El estómago vacío me produce vértigos.
Con la barbilla caída de nuevo sobre su desnudo pecho encima de los brazos cruzados, descalzo, observando con ceño sombrío los movimientos del viejo Viola que rebuscaba en los aparadores, parecía en realidad haber caído bajo una maldición. No era más que un capataz arruinado y siniestro.
El viejo Viola salió de un oscuro rincón, y sin decir una palabra, vació de sus palmas ahuecadas sobre la mesa algunas cortezas duras de pan y media cebolla cruda.
Mientras el capataz empezaba a devorar aquella refección de mendigo, tomando con inconsciente voracidad trozo tras trozo, el garibaldino se encaminó a otro rincón y, agachándose, llenó un jarro de vino tinto, escanciado de una damajuana forrada de mimbre. Con un gesto familiar, como cuando servía a los parroquianos en el café, se había puesto la pipa entre los dientes para tener las manos libres.
El capataz bebió con avidez. Un leve sonrojo hizo resaltar el color tostado de sus mejillas.
Viola, plantado delante de él, se quitó la pipa de la boca, y volviendo la blanca y maciza cabeza a la escalera, dijo con intencionada lentitud:
– Luego de haberse disparado aquí el tiro que la mató tan seguramente como si la bala hubiera hecho blanco en su oprimido corazón, te invocó para que salvaras a las niñas. A ti, Gian Battista.
Nostromo alzó la cabeza.
– ¿Es verdad eso, padrone ? ¡Para que salvara a las niñas! Pero ya están con la señora inglesa, su rica bienhechora. ¡Hum! Eres un viejo y perteneces al pueblo. Tu bienhechora…
– Sí, soy un viejo -musitó Giorgio Viola. -A una mujer inglesa se le permitió dar una cama a Garibaldi cuando yacía herido en la cárcel. ¡El hombre más grande que ha vivido jamás! Un hombre del pueblo también…, un marino. Bien puedo yo consentir que otra inglesa me procure albergue en que cobrarme. Sí…, soy viejo. Puedo permitirlo. La vida dura demasiado a veces.
– ¡Ah! ¿Y quién sabe si a ella misma le faltará techo que cobije su cabeza dentro de pocos días, a no ser que yo…? ¿Qué te parece? ¿Debo yo conservarle el que ahora tiene? ¿Debo intentarlo… y salvar a todos los blancos con ella?
Debes hacerlo -aseveró el viejo Viola con voz firme. -Seguramente. Como lo hubiera hecho mi hijo.
– ¡Tu hijo, viejo!… Nunca ha habido un hombre como tu higo. ¡Ya! Conque debo procurar… ¿Y si sólo fuera una parte de la maldición para enredarme en la suprema desdicha…? De manera que ella me invocó para salvar… ¿Y después?…
– No habló más.
El heroico soldado de Garibaldi, al pensar en la inmovilidad y silencio eternos que habían caído sobre el amortajado cadáver, tendido en el lecho allá arriba, apartó a un lado la cara y se llevó la mano a las peludas cejas. Luego añadió:
– Murió antes que yo pudiera coger sus manos -balbució en tono lastimero.
Ante los ojos del capataz, que miraban fijamente a la entrada de la oscura escalera, flotó la forma de la Gran Isabel, semejante a un barco en peligro, cargado con una riqueza enorme y la vida de un hombre solitario. Le era imposible hacer nada. Sólo podía guardar silencio, ya qué no había nadie de quien fiarse. El tesoro se perdería probablemente… a no ser que Decoud… Y su pensamiento se interrumpió de pronto. Echó de ver que no podía conjeturar absolutamente nada de lo qué haría Decoud.
El viejo Viola no se movió. Y el capataz, en la postura que tenía, veló parcialmente la mirada bajo de sus largas y sedosas pestañas, que daban a la parte superior de su rostro fiero, con negras patillas, un dejo de candor femenino. El silencio había durado largo tiempo.
– ¡Que Dios haya dado el eterno descanso a su alma! -murmuró en tono lúgubre.
Capítulo X
La mañana del siguiente día pasó tranquilamente, sin otra novedad que el débil rumor de un tiroteo hacia el norte, en la dirección de Los Hatos.
El capitán Mitchell lo había oído con ansiedad desde su balcón. En la relación, más o menos estereotipada, de los "acontecimientos históricos", que en los años siguientes solía hacer a los distinguidos forasteros de paso por Sulaco, entraba indefectiblemente la siguiente frase: "En mi delicada posición de agente consular único en el puerto a la sazón, todo señor, todo me causaba gran inquietud." Después venía el sacar a cuento lo difícil que le era mantener la digna neutralidad de la bandera, "metido como estaba en el corazón de la lucha entre la arbitrariedad del pirata y vil Sotillo, y la tiranía, más legalmente establecida, pero no menos atroz de Su Excelencia don Pedro Montero." Aunque el capitán Mitchell no era hombre para extenderse mucho en hablar de meros peligros, insistía, no obstante, en que había sido un día memorable. En ese día, cerca del oscurecer, había visto "a ese pobre compañero mío, Nostromo, el marinero, cuyas singulares aptitudes descubrí y a quien puede decirse que formé yo mismo: el hombre del famoso viaje a Cayta, señor; un acontecimiento histórico, señor."
La Compañía O.S.N., que veía en el capitán Mitchell un empleado antiguo y leal, le permitió pasar los últimos años de su carrera con holgura y dignidad al frente del servicio, ampliado enormemente. La extraordinaria importancia adquirida por el tráfico exigió multiplicar los empleados y escribientes, establecer una oficina en la ciudad, además de la antigua del puerto, dividir la labor en departamentos -pasaje, fletes, carga y descarga, etc.-; todo lo cual procuró al señor Mitchell una posición elevada sin abrumadores quehaceres en la regenerada Sulaco, capital de la República Occidental. Bienquisto entre los naturales por su genio bondadoso y graves modales, solemne y sencillo, conocido durante años como "amigo de nuestro país," se sentía un personaje en la ciudad.
Levantándose temprano para dar una vuelta por la plaza del mercado, donde la gigantesca sombra del Higuerota velaba aun los puestos de flores y frutas, cargados de masas de suntuosos colores; atendiendo con facilidad a los negocios corrientes; bien recibido entre las principales familias; saludado por las señoras en la Alameda; con entrada en todos los clubs y un asiento reservado para él en la casa Gould, llevaba una vida mundana de viejo solterón privilegiado con gran regalo y pompa.
Pero, en los días en que llegaba un paquebote, bajaba a la oficina del puerto a primera hora, donde le aguardaba su esquife, tripulado por un brillante equipo uniformado de blanco y azul, pronto a lanzarse al encuentro del barco tan luego como asomara la proa en la boca del puerto.
A esa misma oficina conducía a cualquier pasajero distinguido llevándole en su bote; y en estando allí le invitaba a sentarse un momento, mientras él firmaba algunos papeles, sin dejar de conversar con el forastero afablemente desde el asiento de su escritorio.
– Tendremos que aprovechar el tiempo, si ha de verlo todo usted en un día. Saldremos inmediatamente. Almorzaremos en el Club Amarillo, aunque pertenezco también al Anglo-Americano -círculo de ingenieros de minas y hombres de negocios, ¿sabe usted?- y, además, al de Mirliflores, un nuevo club formado por ingleses, franceses, italianos de todas clases, gente joven y alegre en su mayor parte, que ha querido dar una prueba de estimación a este servidor de usted por llevar tantos años residiendo en el país. Pero almorzaremos en el Amarillo. Supongo que ha de interesarle a usted. Es el más importante del país. Hombres de las principales familias. El mismo Presidente de la República pertenece a él, señor. En el patio se ve la estatua de un anciano obispo, con la nariz rota. Creo que es una escultura notable. Cavaliere Parrochetti -ya tendrá usted noticia-, el famoso escultor italiano que estuvo trabajando aquí dos años, hacía grandes elogios de nuestro viejo obispo… ¡Ea! Estoy a la disposición de usted.
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